Carretera a ninguna parte vacía de tráfico y repleta de niños en los arcenes, todos saludando y yo devolviéndoles el saludo, intentando saber a dónde me llevaba el viaje que se detuvo ante el neón apagado de un restaurante cualquiera: la intuición, lo llaman.
Sin más suelo que una marabunta de pequeñas piedras a modo de alfombra desigual caminé hasta el centro del negocio: una pequeña barra junto a un camastro donde dormía un gato y una señora en pijama de verano que hablaba por teléfono. En las repisas, botellas de alcoholes extraños. En la nevera de puerta acristalada, las cervezas que demanda el pueblo llano (Angkor y Cambodia), ambas a temperatura cálida, como el ambiente. Una única mesa con bancos alrededor, que me venía realmente grande, sirvió de base para mi tercio de Angkor mientras la señora me ofrecía comida, ya que el Srey Pech se anunciaba como restaurante: marisco fresco. Como desistí, pasó a endosarme los clásicos cacahuetes pegajosos de sal y azúcar.
El gato despertó y yo intenté llamar su atención, yéndose de la escena en el momento que intenté acariciarle. En ese instante, la gallina y sus polluelos torcían por la maceta de la izquierda cuando semi-volaron en huida accidentada ante mi regalo: les había lanzado mis cacahuetes. A los cinco segundos, y tras las órdenes de la madre, todos fueron a pillar su aperitivo. En esas, apareció el gallo, de hermosa pluma y llamativa altura, para agredir a la gallina. Supuse que no debía tener derecho a comer y que tenía que haber dejado todo el alimento a sus criaturas. Humanidad con plumas. Solidaridad sin subvención.
Con mi cerveza en la mano recorrí el negocio, con más del 70% del espacio al aire libre, donde una especie de camastros cubiertos por techos de paja debían ser las suites para el que desea comer y beber. Me ofrecieron el artilugio al cual incluso adosaron una alfombrilla que debería haberme servido de mantel y sábana para, tras haber probado bocado tumbado, haberme quedado dormido. Pero no. Yo en este tipo de lugares prefiero investigar, sin saber bien el porqué, aunque deseando conocer.
En la parte trasera la única parte construida con cemento, algo escondida, junto al gallinero y una montaña de botellas y latas vacías de cerveza. El ojo izquierdo me lloraba, con alguna mota molesta en su interior, por lo que me lo enjuagué con agua turbia recogida de lluvias pasadas y mantenida en una especie de pequeña alberca junto al váter del habitáculo que resultó ser el privado de un karaoke. O sea, ¿a qué se refería realmente el cartel exterior con lo de marisco fresco?
Antes de comprobar que mi ojo izquierdo volvía a la normalidad, me topé con dos muchachitas que no sólo debían ser camareras. En Camboya se estila este tipo de restaurantes tapadera donde aunque se sirvan comidas y bebidas, e incluso se expenda gasolina en botellas de cristal que un día estuvieron rellenas de Pepsi, el mayor negocio lo sacan con la música local en habitaciones clausuradas donde los cantantes embriagados y las chicas de compañía intentan sacar el máximo partido posible: los unos tocando y negociando y las otras dándoles de beber y meditando las ofertas para marcharse de allí con sus nuevos príncipes azules.
Una niña se cuatro años salió de la cocina a la carrera cuando su madre me indicó aquel karaoke a modo de oferta. “No, gracias”, le dije, mientras una de las muchachas –la presumiblemente menor de edad- enrojecía sus pómulos de la vergüenza. La otra mandaba mensajes por el móvil. Olían a maquillaje barato.
En Camboya, y más en estos paraísos desconocidos fuera de toda guía para el viajero menos dicharachero, la prostitución alcanza tintes casi familiares, con muchachas venidas de otras provincias a ganarse dineros extras y con un buen montón de travestis que, aunque más aceptados que en Occidente, no alcanzan aún las cotas de aperturismo que se dan en la vecina Tailandia, donde te los puedes encontrar trabajando en tiendas, casas de cambio de divisa o con negocios propios. O sea, que no tienen que ser obligatoriamente meretrices.
Al gato inicial se le unió otro, o su madre o su compinche, que pasaron a visitarme, dado que ya eran mayoría. Acaricié a ambos mientras una perra de ubres gigantescas, a la que seguramente su camada se las acababan de estirar hasta límites insospechados, corría a defender la parcela ante el paso de un ciclista de pedalada vaga. La paz se respiraba y la temperatura iba decreciendo por culpa de un sorprendente nublado para estas épocas secas que transitamos.
Al pedir la segunda cerveza utilicé la confianza recibida para adentrarme en una cocina que resultó ser la casa de la familia donde el padre yacía sobre una hamaca en clara muestra de una realidad que se da en numerosos lugares de Asia: es la mujer la que saca las castañas del fuego mientras que son ellos los que no dan palo al agua. Me ofreció un cigarro –“no fumo”, le dije- y me preguntó, en francés oxidado, de dónde era. Por primera vez en mucho tiempo un tipo, de unos cincuenta años, que comprendía qué era España no me habló ni de toros ni de Iniesta ni de crisis económica. “España, junto a Francia”, me dijo, mientras por culpa de su diálogo dejó asomar una dentadura a la que le faltaban más de la mitad de sus piezas. Entonces fantaseé con la posibilidad de montarles a las chicas de compañía una clínica dental. Generando riqueza. Salvaguardándolas de los riesgos laborales que entraña hacer el acto por dinero en el país con mayor índice de sida de toda Asia.
En la habitación-cocina la madre vigilaba un par de ollas subidas a piedras donde el carbón se tornaba incandescente. Jadeando, la niña corría de lado a lado de un espacio sin suelo ni televisión ni bombillas. La oscuridad era casi total y la humareda de los guisos y los cigarros del marido dejaban ver aún menos la realidad de una familia camboyana del sur del país que un día decidió dejar de ser campesina para montarse una minúscula techumbre donde dicen servir comida –a mí al menos me la ofrecieron- pero donde se observa sibilinamente que la idiosincrasia de la oferta está dirigida al placer por el cante.
Serían las doce del medio día y dos hermosas niñas, de nueve y catorce años, llegaron a la casa-negocio a comer. Salían de la escuela y no tenían más que una hora para abrazar a sus progenitores, jugar con la hermana pequeña y comerse un buen tazón de arroz hervido colmado con tres trozos de pollo. Un plato con un par de huevos fritos alargó la alimentación que quedó ciertamente alterada por la presencia de un extranjero: en este caso yo. Las preguntas se sucedían en un inglés que ahora aprenden en las aulas en sustitución del francés heredado de la época colonial: “¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? ¿Cuántos años tienes?”. A cada respuesta, una inmensa emoción en sus caras donde las carcajadas les hacían, a veces, expulsar trozos de huevo y granos de arroz. Los perros, que merodeaban, no dejaron ni rastro con sus lenguas humedecidas que parecían pasar la bayeta al único trocito de suelo pavimentado. En esas, una vaca entró como Pedro por su casa a mordisquear las hierbas más altas quedándose cinco minutos en una pose entrañable: mientras el mamífero atrapaba césped natural, un pájaro le retiraba insectos de su cola y el par de gatos y los perros observaban todo con eterno detenimiento junto a la gallina y sus polluelos. Y en esas me acordé de un matrimonio amigo, de ciudad, que acaban de tener una niña que cuando fui a visitar jugaba con patitos de goma exageradamente coloreados de amarillo en un bañera que realmente era una farsa. Que luego la sociedad alejada de la naturaleza crece y no es capaz de superar el shock de enfrentarse cara a cara y durante siete segundos con un simple gorrino.
La madre vigilaba que sus hijas se comieran todo cuando entraron por la puerta tres muchachos, uno de ellos policía, que algo cargados de alcohol solicitaron el habitáculo para el cante. De pronto, todo el mundo comenzó a trabajar reapareciendo las dos damas con diversos aperitivos y un travesti en bicicleta que tras retirarse las legañas de sus ojos recogió una caja con veinticuatro latas de cerveza que llevó a la habitación. Así que en menos que canta un gallo allí teníamos a tres tipos intentado saciar lo que el alcohol te saca a espasmos: el vicio. La puerta se cerró y el canto de los pájaros y el piar de los polluelos quedó menguado por el escándalo que ofrecían aquellos altavoces.
Luego la niña de cuatro añitos, completamente segura de que yo ya era su amigo, se sentó en mis rodillas mientras no sé qué me decía al oído en jemer. Y en ese mismo instante calibré sólo por un segundo que yo podía ser a las ojos de su madre un pedófilo enfermo de la cabeza que por la constante buena educación se va ganando la confianza de las familias humildes con niñas pequeñas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo dándome cuenta que cumplía todas los requisitos de lo que tiene que ser un turista sexual: extranjero, cercano a los cuarenta años, de mirada extraña, que viaja solo, y de apariencia modélica.
Me bajé a la niña de mi regazo y pedí la cuenta. La madre, afortunadamente, no debía haber pensado lo mismo que mi cerebro me había regalado para clausurar un magnífico aperitivo en un bello jardín repleto de verdades: una familia con tres hijas, dos chicas de compañía, un travesti de ídem, una vaca, gatos, perros, gallos, gallinas y polluelos. Mucha pureza. “¿No quieres otra?”, me dijo con la cerveza en la mano. “No gracias, debo marchar”, respondí. Y mientras la moto volvía a tomar la carretera giré el cuello para descubrir que la niña pequeña, esta vez subida a los brazos de su madre, se despedía de mí con la mano agitada, eufórica de alegría. La música sonaba cada vez más lejos y hasta que llegué a casa, a unos cinco kilómetros, no me crucé con ningún coche. Más tarde y cuando me duchaba, recordé el luminoso de cerveza Cambodia que me hizo pararme a entrar: Srey Pech. Restaurant. Fresh Seafood.
Joaquín Campos (Málaga, 1974) lleva residiendo en Asia desde 2007: primero China y ahora Camboya. Escribe, cocina y viaja. Su primer libro, que en estos momentos se traduce al inglés, espera ver la luz a lo largo de 2013. En FronteraD ha publicado La ayi de mis sueños, lo sueños de mi ayi china