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Staccatos de verano

Ni siquiera en verano los sueños me abandonan. Mientras desayuno, los voy anotando en mi libreta, trato de no dejar escapar ningún detalle, pero los sueños tienen vida, y una vez que los escribo dejan de pertenecerme para convertirse en lo que yo llamo staccatos.

 

Recibo una llamada de teléfono, es David. Bromea hablándome en portugués como lo hacía cuando me llamaba cada noche. Yo le contesto en italiano. Reímos. No siento sorpresa, es como si fuera una continuación de lo que siempre fue. En medio de las bromas, me dice algo que no consigo entender. ¿Qué has dicho? le pregunto. Estoy intentando desacordarme de ti, me contesta. El despertador suena y yo creo morirme.

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Están diciendo los aprobados de un examen y la primera que nombran es una ama de casa que según le hacen creer tiene un cero. Se trata de una broma pesada porque en realidad tiene un cinco. Manuela, dicen después, tú tienes un nueve. Pero… ¿Manuela della Fontana? Digo en alto. Siguen nombrando y yo me quedo sin saberlo.

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Voy a comprobar mis boletos de la primitiva en la sucursal de loterías que hay en Campello. Prefiero que sea la señora que se esconde tras el mostrador quien lo haga. Me pone reparos, dice que es demasiado trabajo para ella, que puedo hacerlo yo, pero ante mi insistencia accede. Cuando pasa el primer boleto, todo se torna oscuridad, se oye un grito, después la máquina empieza a ponerse verde. Parece que me ha tocado un premio muy superior. Estoy a punto de desmayarme.

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En el trabajo han puesto un sistema de menús diarios y ya no hay que llevarse la comida de casa. El primer día bajo a una especie de cantina, es un local sin apenas luz y unas mesas de madera de picnic. Hay quienes sentados en el suelo comen macarrones. Se trata de paquetitos de pasta atados con una cuerdecita que se comen con la mano, como si fueran colines. Es un concepto de cocina demasiado moderna para mí. Los platos van pasando en una mesa giratoria y tú decides si los coges o no. Pillo uno con una especie de puré blanco que no sé ni lo que es. Me cuentan que es comida muy sana y macrobiótica. Me lo como sin que me guste mucho y rebaño el plato con poco convencimiento. Estoy sentada en la mesa con dos personas que no conozco, pero que son agradables. La camarera me ofrece otro plato, una especie de mousse blanco, que esta vez rechazo. Fuera en la puerta está Camero, también veo a JM pero ni siquiera me miran.

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He visto al que fuera el director general de mi empresa y todavía estoy nerviosa. Después, vuelvo a encontrarlo en el vestíbulo de la oficina, lleva un traje beige y se diría que me ha reconocido. No quiero que piense que merodeo por aquí y por allá sin hacer nada, así que entro en la cocina y le digo a Lna, que he visto al Sr. Samaranch y que necesito mi vestido granate que debe estar en el saco de la ropa sucia. Meto la mano, pero no doy con el vestido, decidimos voltear el saco y solo aparecen bragas y calcetines sucios. Me digo que ya se habrá lavado y corro a buscarlo en mi armario y a vestirme. Ahora Samaranch va en el autobús, está escribiendo un mensaje. Por el rabillo del ojo lo leo. Es un mensaje precioso y muy bien escrito. Subraya, pone paréntesis, es un mensaje original pero estudiado, no le falta ni una coma. Intento fijarme bien: quiero escribir algo así. Desciende del autobús, y se adentra en un parque. En la distancia, observo que está sentado en un banco, lleva un sombrero negro y sigue escribiendo. Aunque yo no pueda verlo, él desde el banco ve el mar. Sin tener motivos, le envidio.

 

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Fotografía: Grete Stern (Wikipedia Commons image)

 

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