Caminé sobre la nieve hacia la casa de Tólstoi en Moscú con el viejo Alexander y su hija Eleonora. Era como una casa en el campo, me llamó la atención una mesa camilla con bordados en negro y oro. Encima había un samovar en porcelana muy fina y un candelabro. Pero mientras yo alucinaba con la casa llena de espíritus, y trataba de acercarme al espíritu de Tólstoi, ellos hablaban con un empleado en ruso. Y me di cuenta de que alababan a Stalin y tenían nostalgia de él. Eso era en 1995. Stalin era la grandeza de Rusia, era la fuerza y la supuesta seguridad, y ahora Rusia volvía a un capitalismo salvaje y estaba llena de convulsiones y problemas. Y todo lo demás no importaba. Y ellos hablaban con toda fe y no parecía que nadie pudiera convencerles.
Otro día había caminado por la Plaza Roja. Había hecho cola delante de la tumba apabullante de Lenin y había estado unos segundos delante de su cara pintada mientras avanzaba en la fila. Fue algo fugaz pero revelador, fue algo terrorífico. Pero lo que me aterraba no era el cadáver mismo de Lenin, sino la cara pintarrajeada, el colorete para hacer creer que seguía vivo. Me aterraba esa falsedad vacía e impuesta por los burócratas, esa negación de la vida misma por un remedo. Como cuando un gran diario español publicó una vez que los robots ya tienen emociones porque hacen la mueca externa de las emociones. Es la negación misma de la vida y su sustitución por lo exterior y lo impuesto, por lo mecánico y sin alma. Aquel maquillaje indecente de Lenin, como todo el maquillaje del poder y la burocracia, nos escamoteaba la vida y nos daba una parodia infame. Era el colorete sobre el vacío, eso era lo que más miedo me daba.
Pero el caso es que en Rusia muchos aún añoraban a Stalin en el 95 y aún lo añoran ahora. Porque las masas siempre apoyaron a los dictadores, por inercia y por pereza, y por falta de vida propia. Prefieren obedecer y que piensen por ellos los demás. Y que los poderosos les digan qué deben hacer. Y formar parte del grupo inmenso y no tener qué pensar ni que elegir su propia canción. Corear consignas y formar parte de la maquinaria. Lo del miedo a la libertad de Erich Fromm es muy cierto, las masas siempre apoyaron a los fascismos, son los típicos movimientos de masas. Por eso el común de la gente, que no necesita la libertad ni tiene nada que hacer con ella, que solo quiere su seguridad del montón, y la fuerza a la que admira, sostiene a los dictadores sinceramente, sin que la fuercen.
Pensé en el pobre Tólstoi, en su rebeldía, en que decidió un día romper con todo y marcharse como un vagabundo iluminado, pero lo retuvieron en la estación de tren más próxima. Y lo aplastaron con todas las normas sociales. Pensé en aquel personaje de chica vivaz y espontánea de Guerra y paz, que choca con el poderoso frío y rígido que lo reprime todo como Stalin. Mientras que el príncipe Bezukoff dialoga con los árboles de manera más abierta. Pensé en Ana Karenina, que no se resignó a una vida mediocre y reprimida, y acaba en la soledad y el fracaso, condenada por el propio Tólstoi que era también muy moralista y santurrón. Por eso en Sonata a Kreutzer un personaje dice que hay que prohibir la música porque alborota demasiado los sentimientos. Pero Tólstoi era contradictorio y comprendía a los mismos personajes que condenaba.
Pero estábamos en su casa y unos rusos invocaban a Stalin. A Stalin como el gran Padre prepotente y rudo que te dice lo que tienes que hacer. Y hace grande Rusia como los zares y remida en el mundo entero. Y supuestamente te hace grande por participación en algo grande. Pero en Los cosacos Tólstoi admiraba a los mismos ucranianos que ahora Rusia quiere aplastar con sus cañones y sus grandes palabras. Y yo sentía miedo de ese deseo de Dictador de los hombres comunes e impersonales, de los que tienen ninguna personalidad interior que preservar.