Subsuelo

¿Cuánto tiempo llevamos viviendo aquí? Ya lo hemos olvidado. Quizá no sea mucho, desde luego, pero nos parece un tiempo inabarcable. Ya no conseguimos recordar cómo eran las cosas antes de que empezásemos a vivir aquí, en el subsuelo, si lo decimos a la manera de aquella novela de Dostoievski que se llamaba Memorias del subsuelo (aunque Nabokov consideraba que debía traducirse más bien como «Notas desde una ratonera»). Pero aquí estamos, en el subsuelo, en la ratonera, o quizá incluso en el submundo, o más abajo aún, en el inframundo de la mitología griega (y de toda la mitología indoeuropea): en ese lugar donde viven los muertos que ni siquiera saben que están muertos, esperando sin saber lo que esperan, rabiando sin saber por qué sienten rabia, o gimiendo sin saber muy bien por qué gimen, ya que ni la espera ni la rabia ni los gemidos tienen ningún sentido.

 

Ese subsuelo, por supuesto, es internet. O mejor dicho, algunos lugares de internet. Sobre todo las redes sociales de internet. El inframundo. Un lugar ilimitado que no es un lugar, sino un espacio que es al mismo tiempo infinito como el país de los muertos y tan cerrado y limitado como una cripta. Y en ese inframundo, al que nos trasladamos por propia voluntad, nos volvemos irascibles, caprichosos, resentidos y violentos (o desde luego mucho más irascibles, caprichosos, resentidos y violentos de lo que somos en el mundo de la superficie, allá arriba, en ese mundo terrenal en el que de vez en cuando luce el sol y sopla la brisa y hay pájaros y aire más o menos limpio). Pero en el inframundo también se produce el fenómeno contrario, porque nos volvemos encantadores, guapos, ágiles, ingeniosos y chispeantes. Incluso rejuvenecemos, porque nos hacemos pasar por quienes éramos hace veinte años, o más tiempo aún (el tiempo del inframundo es un tiempo distinto, un tiempo que avanza y retrocede a la vez, un tiempo que se mueve en dos direcciones que no son direcciones porque no llevan a ninguna parte).

 

¿Se vive bien en el inframundo? No lo sabemos. Lo único que sabemos es que ya no sabemos vivir allá arriba, en el otro lado, fuera de la ratonera, lejos del subsuelo. Nos hemos acostumbrado a la oscuridad y al aire viciado. Nos gustan la penumbra y los ruidos amortiguados, porque sólo allí percibimos las presencias intangibles que flotan a nuestro alrededor, esas presencias que nos hablan y nos tocan, aunque nunca las hayamos visto ni tocado. No sabemos cómo son sus ojos: si brillan o están apagados, si son amenazadores o indulgentes o comprensivos, pero todo eso nos da igual. Esas categorías conceptuales pertenecen al mundo de la superficie, allá arriba, y aquí abajo no tienen importancia. O peor aún, aquí son incomprensibles, o más aún, inútiles, igual que una cinta métrica en el fondo del mar. Porque a nadie le interesa saber aquí cómo son esas presencias que están a todas horas con nosotros, cuando nos levantamos y cuando nos acostamos, cuando estamos solos o estamos acompañados. Sólo nos interesan unas pocas cosas de ellas, y las demás cosas las ignoramos del mismo modo que ellas lo ignoran casi todo de nosotros. No conocemos la forma de sus dientes, ni la de sus manos, ni si tienen las uñas mordidas o no. Ni sabemos cómo caminan, ni cómo cogen el tenedor y el cuchillo. Pero todo eso nos da igual. En el inframundo el único conocimiento válido es el conocimiento parcial, el limitado, el incompleto, el que en realidad sólo nos sirve porque nosotros hemos decidido que sea un conocimiento.

 

Por lo demás, las necesidades del inframundo son escasas. Nadie necesita comer. Ni dormir. Ni ducharse. Ni viajar. Ni ir a ningún sitio, ya que allí, en el inframundo, en el subsuelo, en la ratonera, estamos en todos sitios y lo tenemos todo a nuestro alcance: las montañas, el mar, las cuevas submarinas o las infinitas islas de Oceanía, todo lo que queramos. Y allí no existe el sueño, ni la fatiga, ni el aburrimiento, ni el deseo de escapar. Nada.

 

Se vive bien en el inframundo. Aquí, tan cerca de todas partes. Y tan lejos de todo lo humano, de todo lo que está vivo.

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