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Sudamérica sí es América

 

En los libros de geografía a los escolares estadounidenses les dividen el mundo en: Norteamérica, Sudamérica, Europa, Asia, África, Australia y Antártica. No existe «América» el continente y así ellos pueden libremente, sin empacho, seguir llamándose «americanos».

 

Cuando me quejé con mi esposa ella me jaloneó una teoría donde las placas tectónicas dividen en dos al continente, de manera que no se trata de un solo pedazo de tierra, sino de dos placas separadas. Sin terremotos de por medio, igual me parece una explicación descabellada. Claro que también es irreal la separación de Asia y Europa, pues en ese caso hasta un niño que apenas sabe ver un dibujito se puede dar cuenta que se trata de un solo continente. Si bien es cierto que a ningún país se le ocurrió adueñarse del adjetivo «europeo». Ha tenido que suceder la impensable unión de naciones como Alemania, Francia y España para que se llegue a algo similiar: Unión Europea. Así que el término americano ha sido malusado y abusado desde los inicios de este país.

 

Un profesor de Lehman (que ha hecho una cruzada de la idea del español como la primera lengua europea hablada en los Estados Unidos) insiste en que los venidos de cualquier país latino nos llamemos «americanos». Es una respuesta frente a grupos radicales de ultra derecha que insisten que el desarrollo del español en los Estados Unidos es perjudicial para la idea de la «nación americana» y los valores que ellos sólo asocian con el inglés. Los hispanos de Nueva York han conseguido evitar el término «americano» y lo más común es referirse a ellos como «gringos» o –aún más popular entre las tribus dominicanas y boricuas de Newyópolis–como «blanquitos». Lo que me hace recordar que los hispanos siempre que queremos disminuír a otro grupo social lo hacemos con bastante cariño: En el Perú, cuando los capitaleños invadimos las pequeñas ciudades serranas en los fines de semana largos, la mejor manera de ponernos en nuestro sitio –a nosotros y a nuestras pésimas costumbres– es llamarnos «limeñitos».

 

Quienes han recorrido los Estados Unidos saben que la tradición entre la gente de los pueblos –que identifican en un santiamén a quienes venimos de las metrópolis– de despreciar a los citadinos también está bastante difundida. Hace unos años en un restaurante en la frontera entre Wisconsin e Illinois, cuando mi esposa reclamó que en sus huevos revueltos había un pelo, el mesero –un hispano, maleducado y furioso– casi se vuelve loco y entre sus chillidos y una pataleta que le duró varios minutos murmuró algo así como «esta gente de Chicago siempre hace lo mismo». De mala gana nos devolvió el dinero y dejó que nos fuéramos a las 6 de la mañana a buscar otro lugar donde tomarnos el desayuno. Yo traté de decir que no era de Chicago. No me dejó. No insistí porque me di cuenta que si decía que veníamos de Nueva York, de todos modos íbamos a caer en aquella parte de su cerebro donde están agrupados todos los «metropolitanos». A quien él despreciaba no era a una persona de una ciudad específica sino en general «a la gente de ciudad». Otras veces hemos estado de vacaciones y hemos escuchado al lado nuestro a parejas de ancianos muy rubicundos y simpatiquísimos, haciendo las presentaciones debidas y diciendo «somos de Nueva York, pero no de la ciudad ¿eh? Somos de «upstate». Siendo «Upstate» el término que se usa para los pueblos más alejados de la manzana manhattaniana. Cuanto más alejado vives de Newyópolis eres más educado, menos pedante, mucho más gente.

 

Todos los semestres les entrego a mis estudiantes de español una pequeña hoja que se llama «Las maravillas de América» con una lista de costumbres, lugares de interés y ciertos personajes típicos de nuestra fauna latinoamericana. El ejercicio pretende que memoricen los artículos que van antes de cada uno de estos sustantivos (la pirámide de Chichen Itzá, el volcán Arenal). Antes del ejercicio procedo a explicarles que la hoja lleva el título de «Las maravillas de América» porque los latinoamericanos consideramos que América empieza muy al norte en Canadá y termina muy al sur, por allá por Punta Arenas y Ushuaia. Ellos siempre me miran con curiosidad, no sé si porque es la primera vez que escuchan esta revolucionaria idea o porque desde ya se están acostumbrando a soportar las curiosidades, trampas e invenciones que les trae cada semana este «peruanito».

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