De pronto estoy en el estudio de Finn Bell dentro de las ‘Grandes Esperanzas’ de Alfonso Cuarón. Es de noche y tras los ventanales se divisa la ciudad iluminada, los edificios altos y los rascacielos moteados. Se ven las luces de los helicópteros. Varios helicópteros que sobrevuelan las azoteas, como si la ciudad no fuera Nueva York sino el Los Ángeles de ‘Blade Runner’ con su densa circulación aérea.
El lugar está lleno de gente que viste de oscuro. Verdes, azules y marrones. Entre las figuras corretea como una luciérnaga la niña del abrigo rojo de Spielberg. Hay un rumor moderado, roto en ocasiones por breves estridencias que algunas veces son voces y otras movimientos. Suenan en un hilo The Drums y Joy Division, Lady Gaga y hasta Buddy Holly. Charlie Parker toca su instrumento en un rincón, como un músico callejero, mientras se escucha una guitarra lejana, un ritmo que se interrumpe apenas empezado. Un caos de gritos, un caos de sueños…, susurra Walt Whitman en cada oído.
Enmarcado bajo el ventanal punteado de lucecitas, igual que en el ‘Retrato de Eugene Boch’, aparece Kurt Cobain, que rasga su guitarra y sonríe. Le rodea un grupo reducido. Un concierto íntimo en el desconcierto. Todo ese público se sienta sobre pufs rojos, blancos y negros, y él rasga la guitarra y sonríe. Lleva un traje negro y camisa blanca, y va peinado a raya como en ‘In Bloom’ sólo que ahora parece que se lo está tomando en serio.
Hay un hombre de espaldas que observa las alturas, recortado sobre el paisaje titilante, mientras el humo solitario de su cigarrillo sube dibujando bailes remotos como una presencia sensual. Parece Don Draper, de ‘Mad Men’, pero en realidad es Ed Murrow, de la CBS. Gira la cabeza, perfilándose, y en la dirección de su mirada está Raymond Carver con su cabeza grande y su pelo abundante repantingado en un sofá. Observa en silencio con expresión ida lo que parece ser una lección magistral de una mujer gruesa y austera que apenas mueve los labios aposentada en un sillón alrededor de sus faldas, emergentes como un flotador salvavidas. “Pero Gertrude…”, dice de pronto Ezra Pound, que aparece, con su pelo de hipster de mil novecientos veinte, igual que un actor clásico en escena.
Ella, Miss Stein, hace una mueca de aburrimiento cuando un bullicio repentino atrae toda la atención del lugar. Se ha formado un corro que se nutre poco a poco. El volumen de los gritos y las risas crece entre las vigas de estación de tren del Far West que jalonan la estancia. Hay un hombre excesivo con los pantalones bajados sentado sobre una palangana. Los espectadores le jalean. Es Camilo José Cela que pretende absorber el agua de la palangana mientras Ernest Hemingway mueve los brazos con fajos de billetes arrugados en las manos, como conteniendo a los frenéticos apostadores de una pelea de gallos.
La ciudad está viva y algunos invitados ya se marchan líquidos, desaguándose. No se ve al anfitrión por ningún lado, aunque si está Stella por todas partes, o Gwyneth Paltrow sobre decenas de lienzos desperdigados. Robert de Niro espera con el abrigo puesto mientras el piso se va vaciando. Dylan Thomas masculla palabras ininteligibles al paso de Marilyn Monroe que se despide moviendo un brazo desnudo como una reina mientras el otro se agarra al ídem, exiguo y rollizo, de Truman Capote. De pronto ya no queda nadie y sólo veo una mesita redonda de hierro forjado, bella y solitaria, antes de despertar.