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Mientras tantoSueños y remembranzas

Sueños y remembranzas


Ando todavía desconcertado, aunque era previsible, con el último Premio Nobel de Literatura. No he leído nada del premiado y sinceramente no me interesa demasiado. No soy muy sensible a la cultura africana, un punto más de mi ignorancia general. Soñé que me llamaba el portavoz de la Academia Sueca y me despertaba a temprana hora anunciándome que este año me lo daban a mí. “Hemos pensado que se lo merece sobre todo por sus deméritos, por sus inmensas lagunas literarias, el deficiente manejo de su idioma y por otras cosas que me las callo por educación”, me comunicó el tal vocero. No acerté a decirle lo agradecido que me sentía a pesar del misil verbal que me había lanzado contra mi narcisismo. Antes de colgar aún pude sugerirle que, ya puestos, podían habérselo dado al japonés Haruki Murakami o al español Javier Marías. “¡Qué pesado se pone usted con esos señores! Mejor se compra un chaqué y se viene a Estocolmo a recibir del Rey Carlos Gustavo el premio y el dinerete, que siempre viene bien en estos tiempos de postcovid”.

Al mencionar a Murakami recordé haber terminado de leer su último libro, una colección de relatos (Primera persona del singular/Tusquets, 2021). No es lo mejor del autor de Kafka en la orilla, pero como tengo debilidad por él me resultó un placer leer historias tan originales como Confesiones de un mono de Shinagawa o Carnaval. Murakami juega siempre con la realidad, con la circunstancia aparentemente más simple, para convertirla en sueño. Y al final uno se queda desconcertado, tan desconcertado como la elección del último Nobel literario, y no sabe si vive en la realidad o se adentra en el mundo de los sueños. ¿A quién no le ha ocurrido eso?

Aparte de los relatos del autor japonés, que espero y deseo que un día reciba el prestigioso premio de la Academia Sueca y estoy dispuesto a viajar a Estocolmo a asistir al acto, en estas últimas semanas de aturdimiento y vagancia he leído dos novelas que me han atraído y con las que en algún momento me he identificado. Pienso que unos más otros menos tendemos a identificarnos con algo de lo que leemos, porque lo sentimos quizás de un modo no igual a lo que nos ha querido contar el escritor. Sí, qué curioso, esto también me ocurrió a mí o a un familiar o a un amigo, solemos decirnos.

Jonathan Franzen es descrito por muchos críticos como tal vez el actual mejor narrador contemporáneo estadounidense. Su última novela, Encrucijadas (Salamandra, 2021) es un perfecto retablo de la sociedad americana de los años setenta. Es la segunda novela que leo de él. Anteriormente había leído Pureza. Esta nueva, que es la primera de una trilogía que anuncia, me ha atrapado mucho más que Pureza, quizás porque describe años de mi juventud pese a que se desarrolla en un ambiente bien distinto al mío, en el Medio Oeste americano y en una familia cuyo cabeza es un pastor protestante. Es una novela coral y alguno de sus personajes como el hijo mayor, Cham, me hizo recordar a mis años universitarios, sus enfrentamientos con el padre y sus dificultades en la relación con las mujeres de las que se enamora. Resultan también muy atractivos los principales protagonistas, Russ Hildebrandt y su esposa Marion, un frustrado religioso deseoso de vivir de modo diferente y una chiflada mujer igualmente frustrada. En el texto emerge de todo: la infidelidad matrimonial, el sexo, la droga, etc. Si tuviera que poner alguna pega a la novela es que la considero excesivamente larga. Pero Franzen no se distingue por escribir corto.

Es curioso. Puede parecer que el autor haya pretendido hacer una novela religiosa cuando en absoluto lo es. Él mismo en una entrevista que leí no sé dónde afirma no ser creyente, pero observa que en los años setenta la religión estaba muy presente en la sociedad estadounidense. Hoy, en cambio, está ausente y en buena parte está asociada con el conservadurismo y la derecha política. Franzen explica que no pretende en sus libros hacer un juicio sobre buenos y malos, sino describir una realidad.

Esa realidad es la que busca Juan Gabriel Vásquez, tal vez la pluma más prestigiosa de la actual literatura colombiana, con Volver la vista atrás (Alfaguara, 2021), una biografía muy personal del director de cine colombiano Sergio Cabrera y de su padre, Fausto Cabrera, nacido en España, profesor y dramaturgo y miembro del partido comunista colombiano y que vivió con su familia en la China de Mao en los sesenta.

Lo que más me suscitó interés al leer el libro fue la descripción que hace Sergio Cabrera de su estancia durante varios años en la República Popular China, su admiración por el maoísmo, su militancia y su participación como joven Guardia Rojo durante la Revolución Cultural (1966-1969). Ese periodo sangriento en el que el presidente Mao acabó con la disidencia en el poder y declaró la guerra a profesores e intelectuales, purgados y destinados a ejercer tareas en el campo. El Gran Timonel pretendía no sólo acabar con quien estuviera en contra de sus ideas, sino erradicar la influencia del revisionismo soviético y propagar la xenofobia. Nunca hay cifras exactas sobre las víctimas de ese periodo. Se baraja entre seis y veinte millones de muertos. En mis años universitarios creí en el maoísmo aunque no llegué a militar en partido alguno. Cuando conocí los atropellos y muertes causados por la revolución comencé a cuestionar la ideología. Se me cayó la venda de los ojos a su muerte, en 1976, y la revuelta palaciega que produjo. Por eso resultan muy interesantes las vivencias del cineasta colombiano en Pekín en los principios sesenta cuando cualquier occidental era considerado poco menos que un demonio.

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