Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoSuicidarse

Suicidarse

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Para un amante de la literatura y cultura japonesa, como yo lo soy, el suicidio es una capacidad del ser humano que le hace superior al que se abstiene de abrirse las tripas, generalmente por miedo. Luego están los que se cortan las venas de la muñeca –cuando en realidad se las rasgan– a sabiendas de que así no se van a morir, en un claro homenaje al tatuaje abstracto, que es lo que al final se les queda marcado en sus antebrazos. El colmo de este orgasmo, literario sanguinolento, lo generó Yukio Mishima, que un buen día decidió cuándo y cómo debía fallecer. Los defensores de la vida –secta extraña porque al final todos acaban palmando; que un día habrá citaciones judiciales a Dios por haber permitido el fallecimiento– se pronuncian de manera extraña en un asunto que no les atañe: cada uno es dueño de su propia vida, teniendo en cuenta que casi siempre la nuestra está, demasiadas veces, en manos de los demás.

 

Loreto, de Huelva, me llamó a eso de la medianoche; que debe ser la hora en que los españoles dicen que se van a suicidar, creando una marimorena tan insoportable que cuando llegué a su casa pensando que era una futura clienta casi soy yo el que se sega la aorta viendo semejante esperpento.

 

¡Que me mato! ¡Que me mato! ¡Que no me dejen sola!

 

Yo seguía sin mover una falange. Procurando incluso no respirar. Porque no era para menos, después de aquel disparate en donde una joven oronda de Huelva yacía en la cama de su apartamento rociero, bocabajo, con la espalda desnuda –anunciación de lo que vendría después, cuando se diera la vuelta– gritando y anunciando una muerte que apestaba a axilas: exactamente las suyas.

 

¿Cuánto tiempo llevas así?

 

Diez años.

 

¿Y no te has resfriado?

 

¿Cómo?

 

Lo digo porque llevas la pechera al aire.

 

¡No estoy para bromas!

 

La onubense Loreto evidentemente no estaba para bromas; pero dudo que haya mayor gesta humorística que querer suicidarte, no hacerlo y llamar a un puto. Porque yo de médico lo mismo que ella de suicida.

 

Noto que estás pasando por una mala época.

 

Evidentemente.

 

Claro que ya he cuantificado cuatro bolsas vacías en la mesa del salón…

 

Era MDMA. Me aporta alegría.

 

Pues una de las bolsas contenía farlopa. Que he pasado el meñique poniéndomelo en la encía superior y llevo tres minutos sin sentir nada.

 

Bueno, y un poco de cocaína. Es que de tanto MDMA me quedaba dormida.

 

Mucho mejor dormida que suicidándote. Más que nada te lo digo porque en realidad no deseas quitarte la vida.

 

¡¿Y tú qué sabrás?!

 

Hombre, lo dejo a tu elección: ahí tienes el cuchillo y aquí el corazón.

 

Que fue toquetear su pecho y averiguar dos detalles con importancia: el tallaje de los mismos, inconmensurable; y ese detestable hedor a axila, que en una de Huelva y rociera se hacía mucho menos llevadero.

 

¿Eres rociera?

 

¡Y a mucha honra!

 

¿Por qué siempre me contestas gritando?

 

¡He estado a punto de morir! Y el peligro de que esto suceda aún existe.

 

Ya será menos.

 

Acompañé a Loreto a ducharse, dejando el cuchillo en el cajón de la cocina –de donde salieron dos cucarachas; momento en el que descubrí que un par tenedores estaban sucios aunque guardados y mezclados con los limpios–, porque ducharse con una que creía que estaba renaciendo es un acierto en toda regla. La froté la espalda y ella me devolvió las friegas centrándose en mi pechera. Luego retomé varios frentes abiertos que había que cerrar antes de ponerse al asunto.

 

Entonces, ¿por qué me has llamado a mí y no a un médico si te querías suicidar?

 

 

¿Y lo de la droga?

 

 

Vale, luego te seco, te pongo una copa y desembuchas. Pero mientras, aclárame qué hacen tres vírgenes del Rocío colgadas de la pared del salón junto a dos lámparas del Ikea, la pantalla plana de no sé cuál marca, y la foto de tus padres recién casados… Porque si te querías matar a causa de que nadie te la mete –de ahí tu llamada del amor por medio del abono– te aconsejaría que en vez de a mí telefonearas a un decorador de interiores. Menuda catástrofe. Que te dan a ti la opción de ornamentar una oficina y te enchironan allí mismo.

 

No le debió sentar bien la broma ya que se puso a llorar de manera exasperante: como lloramos en España, generalmente las señoras y sobre todo si son del sur. En medio de tanta falsa tragedia, y mientras me planteaba seriamente el ayudarla a matarse, le expliqué lo que de verdad es un suicidio, como lo hizo el genial Yasunari Kawabata, maestro de Mishima, que le devolvió la enseñanza negándose a ser posible Nobel de Literatura cuando Kawabata también estaba en las quinielas. Esa pureza extrema, que lo mismo te permite quitarte de en medio sin molestar como ceder el protagonismo a la generación que tú leíste, es lo que hoy en día echo de menos. La dignidad a raudales, a fin de cuentas. Kawabata murió inhalando gas. Y mi clienta rociera con vitrocerámica.

 

Gano mucho. Y me quieren poco. Además de que me tocan menos. Y ya tengo 34. Me aburro. Y entonces bebo. Y cuando bebo fumo. Y de ahí al MDMA un atajo. Luego la cocaína. Y cuando enloquezco pienso en suicidarme.

 

Podías replanteártelo exactamente al revés.

 

No te entiendo.

 

Intenta matarte, y si no te sale bien, como siempre, ponte de drogas hasta las cejas y luego acuéstate con una botella de licor debajo de la almohada.

 

El acto fue lo de menos. Porque lo peor de este tipo de damas no es nada más que el jaleo que montan para que las escuchen. De hecho le lancé un órdago tenebroso. Y salí ganando, por supuesto.

 

Si sigues gritando o llorando me voy.

 

¡¡No te vayas, Aspersor!! ¡No te vayas!

 

Luego me contó que si su tío de Palos de Moguer la tocó unos meses después de su comunión, y que una amiga con la que hacía ballet la besaba más de la cuenta: corría sexto de EGB. Ya de mayor, o mejor dicho, cuando entabló sus primeras relaciones laborales, cayó en la cuenta de que, como los agujeros para pendientes que de jóvenes nos hicimos todos en los lóbulos, que se cierran con el paso del tiempo como los túneles abandonados por la maleza y la oscuridad, su zona sexual estaba quedándose rezagada, por decirlo de un modo más fino. Que no hacía el acto. Y que si lo acababa de hacer en Camboya era porque había pagado. Que los suicidios se reducen a los valientes y los amagos a las mismas patochadas de siempre: que si no hago el acto, que si no me quiere nadie, que si he engordado mucho, que si ella es más delgada.

 

Loreto, en sí, era insoportable. Porque si en plena flor de su vida, estruendosa de físico, ganando un pastizal mensual, y viviendo en el tercer mundo, era incapaz de encontrar no ya un amor, sino un jardinero que la montara una sola vez al mes, lo mejor que podía hacer era suicidarse de verdad o llamarme a mí. Que para todo lo demás ya hay equipos de psiquiatría.

 

Por cierto, por una vez di en la clave para no quedarme a dormir. Acababa de cobrar y no tenía ganas de aguantarla por más tiempo. Por lo que sin mediar duda le solté un poema no métrico:

 

Te huele la axila; aunque antes te olía menos; y ya me era más que suficiente.

 

Hay personas –y eso, por lo general, ocurre en Occidente– que se creen que ni les huelen los pies, ni las entrepiernas ni las axilas. Como si estuviéramos en el colegio. Luego me planteé un guión de Almodóvar: una onubense rociera consigue suicidarse tras 56 intentos. La encontraron por el hedor a sudor que desprendía su apartamento.

 

De camino a casa me hice un masaje de pies, en donde aparte de la puesta a punto de las articulaciones y tendones te cortan las uñas y te reducen las durezas. Y me imaginé a Loreto arrodillada ante la Virgen del Rocío con una botella de Barbadillo, un vino acuoso que en España arrasó en los ochenta y parte de los noventa. Que así estábamos.

 

 

Joaquín Campos, 22/09/14, Pekín.

Más del autor

-publicidad-spot_img