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Suiza y Ucrania

 

Si no el miedo, al menos la escasez es la auténtica materia prima de este orden social que tal vez podamos seguir llamando capitalismo. Nuestro sistema económico “mundial” –tal vez más regional de lo que querríamos reconocer– ha de reproducir la inseguridad, incluso una ancestral angustia por la supervivencia, en cada uno de sus días de éxito. De hecho, no puede terminar ningún momento estelar del orden que nos rodea sin que, en su corazón, se deslice una vaga amenaza potencial. O bien hacia el futuro, si no cumplimos tales o cuales condiciones, o bien en el recuerdo de alguna desgracia pasada, que en cualquier momento podría volver.

 

En tal sentido, Deleuze y Agamben probablemente tienen razón al insistir en que el capitalismo es una gigantesca fábrica de miseria. Sin la inyección continua de una temerosa precariedad, con las secuelas de inseguridad consiguientes, no se produciría en el ciudadano la necesaria dependencia, esa economía del tiempo que nos configura como una sociedad del arresto domiciliario, de esclavos del mañana.

 

De ser esto cierto, podría ser que Marx hubiera errado el análisis y su crítica de la economía política siguiera teniendo todavía, como resultado de una especie de contaminación por la burguesía industrial que tanto admiró, la forma de la economía. La esencia de ésta no sería en absoluto económica… de igual manera que la esencia de la tecnología no es tecnológica. La quintaesencia de la macroeconomía que nos dirige no sería tampoco política en un sentido particular, sino metafísica, pues la economía –como tecnología del tiempo lineal– habría cristalizado en un poder neutral e inseparable de nosotros la obsesión de la modernidad occidental, eso que Simone Weil llama “superstición de la cronología”.

 

Quizás haya que entender así, debido a una cultura nihilista que huye de la presencia real como si fuera la peste, esa idea de Guy Debord según la cual esta sociedad sólo puede vivir de sus enemigos. Como no tiene nada profundo que ofrecer, sólo se sostiene demonizando el afuera, el atraso de la humanidad exterior. En tal sentido, la hilera inacabable de odiosos enemigos sin los cuales no podemos vivir es sólo un signo desviado de lo que odiamos en nosotros mismos, esa pervivencia de una vida elemental que nuestro nihilismo no puede liquidar del todo.

 

Sea a través del Islam o del mundo eslavo, de la “pobreza” o la “depresión”, del maltrato doméstico o la explotación infantil, nuestro bienestar necesita esencialmente el horror diario de los otros, los que han quedado fuera. 

 

En este aspecto, exagerando un poco en el lenguaje, podríamos considerar lo que llamamos “sociedad internacional” como una gigantesca sociedad de interiores, una secta armada hasta los dientes que ha conseguido un éxito global. En este punto, de la extrema izquierda a la extrema derecha, la blanca democracia occidental no es fácil que abandone una concepción militar del mundo. Baudrillard comentaba hace ya años que no resultan suficientes nuestras ofensivas económicas, militares y políticas sobre el exterior. Necesitamos además que la masa depauperada de la humanidad exterior sueñe con nuestro “nivel de vida” y se arrastre gimiendo hasta nuestras costas.

 

Sólo este incesante blanqueo anímico que ejerce la información consigue maquillar nuestra discreta agonía, esta muerte a plazos que llamamos economía. Nuestra cultura ha de desactivar cada día la sospecha de que la auténtica “riqueza de las naciones” (A. Smith) espera fuera, en las comunidades y los individuos que consiguen seguir siendo primitivos, esto es, libres de esta carrera del tiempo que nos ha hecho tan infelices. Revertir esta situación, en la cual lo rechazado como mortal regresa continuamente como letal, supondría atrevernos a volver a pensar con lo más subdesarrollado de nosotros mismos.

 

En otras palabras, conseguir entender el tiempo y la vida según la relación de cada instante con una eternidad que coexiste con la condición mortal, con la más breve duración. Esto exige alejarnos del modelo que Hegel dejó en herencia al progresismo, un tiempo entendido como resultado final de un proceso complejo que siempre es patrimonio del experto que sabe.

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