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Supermartes

 

Yo también tuve quince minutos de fama, y como a todo el mundo en Galicia el encargado de dármelos fue el presentador del Supermartes, Xosé Manuel Piñeiro. De la misma manera que hay tribus en las que una madre se encarga de desvirgar al hijo, en Galicia desde siempre fue Piñeiro el que nos fue ungiendo a todos en la cosa de la fama. Eso, los martes. Los viernes, Xosé Ramón Gayoso en Luar se da fama a sí mismo con sus llamadas mortales entrada la noche. Que se sepa, dos lo mandaron “a rascar o carallo” después de gritarle si no tenía que madrugar al día siguiente. Y a una le preguntó:

 

-¿Está conmigo, señora?

 

-¡Qué voy a estar contigo, Gayoso! Si son las once de la noche y aún estoy fregando los cacharros.  

 

Aquella fama del Supermartes se prolongaba no quince minutos, bien mirado, sino una semana, y cada día se escuchaba en cualquier parte:

 

-¿Tú no eres el del Supermartes?

 

-No, yo fui el de hace dos semanas.

 

-Ah, pues te pareces muchísimo al de ésta.

 

Hace diez años estaba yo sentado entre el público cuando Piñeiro empezó de repente a pasearse sin rumbo con un teléfono en la mano y gritando: “¡A chamada do día! ¡A chamada do día!”, que pensé yo que muy poco llamaba ese hombre cuando andaba por ahí montando esos escándalos. Lo que ocurrió después fue muy confuso. Piñeiro dio una media vuelta que recordó a Raphael, y señaló con su dedo mi cabeza. Yo juro que pensé que me estaba ardiendo el pelo, y sin embargo fui incapaz de dejar de sonreír, así que me dije que aquello era el final. Piñeiro subió unas pocas escaleras y se acercó a mí con un micrófono a tal velocidad que pensé que venía a romperme la cara. Al llegar, sin mucha dilación, me puso un teléfono en la mano y me dijo que llamase a quien me diese la gana para participar en un concurso. En uno de esos momentos de lucidez que asaltan a los hombres en momentos de tensión extrema, marqué el número de mi abuela y le solté el teléfono a mi buen Piñeiro.

 

-¡Piñeiro!

 

-¿Señora, escoitame?

 

-¡Te estoy viendo, Piñeiro! ¡Te estoy viendo!

 

Fueron cinco minutos muy bien aprovechados. Mi abuela insistió en lo curioso que resultaba hablar por teléfono con alguien que estaba viendo, al mismo tiempo, en la televisión. Luego reparó en mí, hasta me pareció verla removiéndose en el sofá, pegando la cara a la televisión y gruñendo: “¿Ése non é Manolo, Xosé?”. Al reconocerme, y tras unos gritos muy de protocolo, empezó a contarle a Piñeiro que yo era periodista, uno de los grandes, alguien absolutamente imprescindible para entender el periodismo moderno, y que una vez había anunciado en el periódico un curso de cocina y que ese recorte, Piñeiro, no sé si te das cuenta, estaba ahora fotocopiado en el corcho de la sede de la Asociación de Mulleres Rurais de Sanxenxo. Calibré la posibilidad de apuñalar a Piñeiro. Luego hablé un rato con mi abuela, que ganó el concurso y se llevó de premio el teléfono móvil más grande de Europa. Yo tenía veinte años, una edad terrible, y supe de golpe, mientras Piñeiro se alejaba y yo volvía exhausto al plano de sombra, que no volvería a follar nunca más en el territorio al que llegase la cobertura de la TVG, y me hice jurar allí mismo que al salir, por lo menos, aquellos arruinavidas me iban a dar un mapa.

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