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Sur y filosofía

 

Tal como se abate sobre nosotros la manida “complejidad” del mundo, un fenómeno no menos inducido que el miedo, es cada día más vital atrevernos a pensar la simplicidad de lo que vivimos, regresar a una conciencia mortal que envuelva al orden espectacular que nos gobierna. Si decide mirar de frente su propio miedo, el hombre enseguida tiene la muerte, un diálogo constante con lo enigmático, una relación infinita con la finitud. Esto hace a cada existencia absolutamente superior a lo que desde hace siglos nombramos con la imponente palabra “sociedad”.

 

La primera propiedad humana es una experiencia única de lo que no sabe, los límites que están en el centro. Si nos dejamos expropiar eso, al hombre no le queda otra cosa que la obediencia social, esa “servidumbre voluntaria” a algo que llamamos economía porque ha automatizado el poder de la diosa Historia, su continuo sacrificio del presente en aras del futuro.

 

Bajo tal culto, la encrucijada de vivir sigue vinculada a la importancia política del ahora. De hecho, el caudal de enseñanzas que contiene la literatura se deben a la experiencia poética de un instante expandido, la fidelidad a algo que no creeríamos dos veces porque no es traducible a la cronología. “El agua apretó su lluvia hasta que allá, por donde comenzaba a amanecer, se cerró el cielo y pareció que la oscuridad, que ya se iba, regresaba” (Pedro Páramo). Tras este tipo de revelación inmediata, el pensamiento contemporáneo –de Kierkegaard a Nietzsche, de Simone Weil a Agamben– no ha dejado de intentar rebasar la prohibición racionalista que nos encierra.

 

Lo sepa o no, al pisar la inocencia de lo trágico el hombre está ahí, entero, a cada instante. La comunidad también está ahí, en todas las energías secretas alzadas bajo la coacción social. Pero el abandono occidental de una comunidad inmediata, que es siempre el arraigo en el misterio que nos divide por dentro, es el reverso del nivel de vida occidental, el fantasma de su flamante libertad. Tenemos que encarar este espectro, aprender otra vez a dialogar con lo no elegido, si queremos liberarnos del mito de una “emancipación” que comienza siempre por el desarraigo, por la violencia de condenar al atraso el fondo sombrío que nos sostiene.

 

Cada una de nuestras escenas diarias de sumisión está separada por una delgada lámina de su posible liberación. Todo depende de cómo asumamos nuestro atronador entorno, cómo nos atrevamos a habitarlo, pues una pequeña variación tonal –“El diablo está en los detalles”– puede convertir lo que parece el infierno en un limbo respirable. La revolución comenzaría hoy por la sabiduría para infiltrarnos en las situaciones, perforando su costra y polarizando su sentido en otra orientación.

 

La revolución no es en principio otro sistema, un modelo externo enfrentado a esta economía social imperante –que pronto acabaría en otro orden igualmente coactivo–, sino una forma de vida que traspase la molicie de nuestras costumbres para subvertirlas por dentro. Todo depende otra vez de una vieja cuestión: que no le temamos a la muerte, al enigma intransferible que es cada vida.

 

Esta es además la única manera de librarse de una coacción que se ha vuelto mundial por la cobertura incesante que promete; por el conductismo masivo, la interactividad frenética a la que nos fuerza. Si nos liberamos de esa letal protección materna, en cierto modo nunca ha sido tan fácil como ahora mantener una distancia ética y política frente al poder. Basta con dar un paso al margen y hacer una pausa. Basta con quedarse inmóvil unos segundos y tragarse un viejo silencio. Nadie en principio notará nada, pero volveremos con la irónica soltura de lo trágico al imperio aplastante de lo visible.

 

El obstáculo para esta metamorfosis está en lo que Simone Weil llama “superstición de la cronología”, una religión de la seguridad que es necesario someter a la fuerza que brota de la presencia real, de una espiritualidad que afronte el peligro –siempre único– de una vida mortal.

 

La industria, también la cultural, conserva las cosas añadiendo una sustancia externa que altera el elemento original. El arte conserva dejando ser, dejando caer a las cosas en su finitud. Modelo de nuestra experiencia, el arte conserva abrazando la caducidad, amándola como la verdad con la que hay que medirse. Siguiendo esta senda borrosa, es necesaria una nueva jovialidad, un valor sensitivo que comience por dialogar con la muerte.

 

Es urgente concebir un bien que sólo consista en el uso del mal, el mal de la finitud real. Atravesar la soledad de vivir y darle forma –la vida como obra de arte– constituye hoy una tarea corporal, ética y política, indispensable. En otras palabras, escuchar la inmediatez ética de la belleza.

 

Se trata se renovar la certeza barroca de una eternidad que coexista con la más frágil duración, esta ardiente soledad de los seres. Sólo en una nueva clandestinidad se puede producir el rejuvenecimiento del deseo. De hecho, el hombre que no maltrata el cliché de su identidad reconocida, atendiendo a las variaciones minoritarias de la vida, envejece mal. Es lo que muestra el músico y activista John Cage, quien hasta el final conservó la frescura de intentar captar los sonidos del mundo antes de que se conviertan en un código sordo.

 

La juventud no es una edad, sino una crisis moral que debe acompañar a todas las edades. Lo minoritario no es otra mayoría alternativa, sino el rumor de fondo, la fuga secreta que recorre una estupidez inevitablemente triunfante. Para que Occidente vuelva sobre sus pasos y pueda reconciliarse con la potencia de una sombra común dejada atrás, es crucial regresar a otra compresión del tiempo que se atreva a jugar, desde un trato con la frágil inmediatez, con la cronología imperial de la Historia.

 

Lo que nos cambia la vida es lo que ocurre en un momento, esa acumulación del tiempo que alienta en la poesía. Es la experiencia que la theoria aristotélica, o la doctrina nietzscheana del eterno retorno, intentan explicar más torpemente. Se trata de la visión panorámica de la vida que tienen los moribundos. En ella, recuerda Agamben, el hombre ve desfilar ante sus propios ojos un sumario vertiginoso de la existencia. Ahora bien, ¿quién puede evitar ser un moribundo en cada uno de sus momentos cruciales? Esta es hoy la cuestión clave para nuestra vida comunitaria, ser capaces de recuperar la memoria de lo vivido en un breve ahora que es el tiempo de la verdad, de la decisión, del acontecimiento perceptivo.

 

Esta ardua contracción del pasado es en sí misma un salto en el porvenir, pues introduce en nuestra circunstancia la apuesta por otra posibilidad. Tal conversión a la inmediatez -que la tecnología intenta imitar senilmente, sin el roce con la juventud de la muerte- reserva, como dicen unos visionarios de esta época, para cada ser y cada situación “su disposición al milagro”. Esa metamorfosis libera al hombre, cualquiera, de un estado social que siempre es humillante, rayano con lo intolerable. Es decisivo entonces que el tiempo sea entendido según la relación de cada instante con un enigma universal, la libertad de un infinito en acto, y no, según el modelo que Hegel dejó en herencia a la modernidad, como resultado final de un proceso complejo que es patrimonio del experto que sabe.

 

Esta herejía racional, el pacto con el “diablo del afuera” que esta época multicultural nos exige, no tiene nada que ver con un reforzamiento del individualismo privado, el que ya está en la base de la ruidosa comunicación actual. Al contrario, encarna la apuesta por una comunidad que sólo puede existir a ráfagas, gracias al peligro de lo que irrumpe, un absoluto local que sale al encuentro.

 

Atravesar la línea de nuestro nihilismo y pensar de modo afirmativo lo abisal significa invertir las relación que mantenemos con el tiempo y poner su eje en el acontecimiento del aquí-ahora, no en la cronología lineal que siempre nos protege. Es necesario entonces que la plenitud del tiempo sea entendida según la relación instantánea con lo absoluto de una finitud invertida, un dios -“noche salvada”, dice Benjamin- que se concentra en una lentitud fulgurante.

 

Es bueno aceptar de una vez en el pensamiento lo necesariamente contingente, reconciliarnos con un esplendor mortal que une a los hombres bajo las diferentes historiografías y culturas. Volver a estar cerca de los seres de un día, del frágil absoluto que recorre los bajos del estruendo histórico.

 

Clarice Lispector lo expresó así: “Era como si la muerte fuera nuestro bien mayor y final, sólo que no era la muerte, era la vida inconmensurable que llegaba a tener la grandeza de la muerte. Lori pensó: no puedo tener una vida mezquina porque no combinaría con lo absoluto de la muerte”. Lo abismal no puede seguir siendo impensable, ha de pasar a ser el primer interlocutor, “lo desconocido sin amigos” (Blanchot) que es el suelo del devenir y de las comunidades ubicuas que funda. La violencia de nuestro mundo no cederá mientras no dejemos atrás el capitalismo cultural, esta estructura móvil de la separación, para volver a concederle un estatuto vital a la ignorancia que nos constituye.

 

Ésta puede ser además la condición para que el perfil incesante de las víctimas, en América y en Europa, deje de invadir nuestra cotidianidad. Acaso el diario reguero de sangre que inunda nuestro imaginario se hace necesario como “daño colateral” de una cultura que ha querido elevarse y olvidar la condición mortal, ese enigma inmanente donde las culturas primitivas siempre han sido superiores.

 

Por lo demás, la aberración –más provinciana que eurocéntrica– de que es necesario pensar en alemán, en francés o en inglés; la insinuación de que no se puede hacer filosofía en otras lenguas ni siquiera debe ser tenida en cuenta. Nos consta que la sabiduría de Lope y Borges, la de Goya y Onetti, se puede tutear con cualquier filosofía. Unamuno, Ortega y Gómez Dávila, por poner tres ejemplos, han utilizado el castellano como una arcilla maleable para entrar en el laberinto moderno del sentido.

 

De ahí que nos parezca atinadas las palabras de Carlos Fuentes cuando, en la Introducción de El espejo enterrado, afirma buscar “la continuidad cultural que pueda informar y trascender la desunión económica y la fragmentación política del mundo hispánico”. El descuido de este espejo empañado que es la cultura hispana no es sólo un error histórico que otros orbes culturales no han cometido, sino también una lesión a la integridad cultural –en España, casi territorial– de cada una de sus naciones.

 

La gran ventaja hispana es el humor de su experiencia trágica, una fresca memoria de la derrota que es la historia. En palabras de España invertebrada, se trata de “la insólita capacidad de sentirse, en plena salud, agonizante y, por lo mismo, siempre dispuesto a renacer”. Según Fuentes: “España y la América española nunca se han engañado al respecto. Siempre hemos mantenido vivo el margen de lo trágico. La advertencia de Nietzsche -la felicidad y la historia rara vez coinciden- es parte de la experiencia carnal del mundo español e hispanoamericano”.

 

El exilio es la condición del pensamiento y de la creación: ser un extranjero en la patria natal, en la propia lengua y en cualquier evidencia. De eso sabemos mucho los hispanos. Sólo nos queda arrancar tal experiencia errante de su tentación quejumbrosa y aliarla con una nueva audacia mundial. En otras palabras, juntar el sentimiento hispano de la fidelidad a la circunstancia con una nueva dureza. Sumar al epicureísmo de los sentidos, que no debemos abandonar, un estoicismo del pensamiento. Un poco a la manera de Lorca en su travesía por Nueva York; a la manera de tantos hispanos en el estruendo estadounidense.

 

Para este coraje es posible que nos ayude el “reconocimiento de que el mundo es sagrado (…) la más vieja y profunda certeza del mundo indígena de las Américas”, tal como nos recuerda el autor de Cambio de piel en la última astilla de ese espejo enterrado.

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