Cuando una persona es alcalde de una ciudad durante un cuarto de siglo, siendo además elegida por los ciudadanos con sucesivas mayorías absolutas, yo creo que al final tiene que creerse, aunque sólo sea un poco, estrella del rock y pedir por ejemplo en los conciertos un camerino con las paredes negras, como hacía Prince, creo, o una nevera llena de botellas de agua Evian, como exige Madonna. La alcaldía, para Rita Barberá, debia de ser su camerino: la antesala del escenario. Una estrella defenestrada de improviso y dejada por sus fans es lo que quedó de ella, tras cuya desgraciada muerte hemos asistido a la pena y a la congoja de los excompañeros de partido (ese prefijo podría ser más que un prefijo), al respeto y al duelo de adversarios políticos como Joan Ribó, y a la vileza representada en Pablo Iglesias o Alberto Garzón cuyo eco se escucha en los perfiles de Twitter y en los muros de Facebook de la Gente como en el de esa directora de colegio, ¡directora de colegio!, que escribe textualmente: «Hay cadáveres que enternecen y cadáveres que dan asco. Suele ir asociado a la imagen del vivo que les llevó de soporte. Yo, como los parlamentarios de Unidos Podemos, también hubiera salido a vomitar». Quizá éstos, homenajeadores de asesinos, dictadores, terroristas y violentos afines, estén hoy envidiando la decisión coyuntural de Rufián (y sólo hablo del cálculo político, la humanidad la doy por enterrada), tan sobrevenida e inesperada como la propia muerte de la exalcaldesa, que permaneció en su escaño cuando podía esperarse de él todo lo contrario. Ahí fue un Rufián conservador y casi es de agradecer que haya dejado de epatar por una vez (o por esta vez) en medio de la ola populista sobre la que la miseria moral surfea sin caerse.