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El CIS confirma que la transversalidad de Podemos es como una ola humana en un estadio: de carácter festivo y casi automático. Uno está en una grada y le viene la ola y por inercia levanta los brazos sin saber el motivo. Y hasta se ríe. Es como aquello que contaba Joaquín Reyes del colegio: un adolescente se ríe por nada en clase y el compañero se hace cómplice acabando todo en una risa incontenible y sorda. Igual el ciudadano en España además de estar harto es adolescente. Los adolescentes no están seguros de nada y creen estarlo a pesar de no quererlo estar. Dice hoy Caballero Bonald en El Mundo que el que está seguro de todo es un imbécil, de lo que cabría deducir que los adolescentes son imbéciles aunque no para siempre, o al menos no todos. El caso es que uno piensa que Pablo Iglesias aparenta estar tan seguro de todo que podría ser un imbécil, por lo que, en ese caso, sólo habría que sumar uno más (un imbécil más de tantos que le representan), lo cual tampoco es tan especial, ni mucho menos, como para maravillarse o llevarse las manos a la cabeza. No se sabe por qué se habla tanto de una democracia consolidada con estas osadías y con estos miedos. Uno habla en hipótesis, con el CIS en la mano que es como tener en ella el diccionario cheli de Ramoncín, a quien el líder de Podemos (yes, we can) se parece en la telepredicación, y cuyas maneras a uno le resultan a veces como el chirrido de la tiza en la pizarra que, en cambio, a millones (ya) de españoles les suenan a música sublime (con los gustos musicales en España se ha topado). Mucho puede tener que ver en este asunto aquello a lo que se refería Gistau de la banalidad a la que incita el verano: “Lean liviano, acepten en sus conversaciones a Justin Bieber, ingieran sin remordimiento el soma de la frivolidad…”, donde al cantante canadiense pudiera (podemos) sustituirle el profesor universitario de Vallecas. Uno se pregunta si se puede ser imbécil y listo al mismo tiempo y se responde que sí, que ambas cosas no están reñidas (basta con observar los múltiples parlamentos), igual que se puede aborrecer el valor de algo mientras éste sube en las cotizaciones del mundo. La rebeldía es cosa de juventud de la que España rebosa sin que se hubiera enterado mucho el personal, sobre todo el político. Uno recuerda cómo, muy pasional, coreaba en oscuros garitos madrileños eso de: “Litros de alcohol, corren por tus venas…” y hoy no se explica cómo podía hacer esas cosas, con ese berrido y el calor y el olor y eso. Ahora, veinte años después, un quince por ciento del electorado según el CIS sigue en ello y no tiene problemas de amor y lo que le pasa es que está loco por privar, y así: todo un tema vigente para sacarlo de asamblea; lo que en parte se entiende, cómo no, observando a ese equipo de gestores tristes que generan impulsos, y más a esa oposición, acaso una guapura sin carisma, que no genera ninguno, como la de George Peppard, que sólo en la madurez pudo decir aquello de: “me encanta que los planes salgan bien”. Aquí en la soledad del cuarto no se ve venir ninguna ola pero, aunque llegara, a través del indiscutible tino de las ondas invisibles y transversales de Pablo Iglesias, uno es más bien de los que, en todo caso, levanta una mano por cortesía dejando la otra abajo por desconfianza, porque uno (que está levantando el dedo), a sus casi cuarenta, puede decir que, respecto a las olas, ya sólo se pone en pie sobre ellas y subido en una tabla.

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