El pasillo del hotelucho era angosto y sin ventilación, por lo que me apresuré a golpear mis nudillos en la habitación 215 de donde una dama de unos cuarenta años me abrió la puerta fumando de manera desesperada, como si quisiera atorarse sus pulmones en un suicidio mucho más que novedoso. La habitación, dominada completamente por el humo, poseía una triste cama con una sorprendente colcha para estos tiempos calurosos que siempre corren por Camboya, así como una mesa torcida y una silla desvencijada. El baño, mucho más que austero, cargaba a cuestas con un triste váter y una ducha sin agua caliente. Este tipo de habitáculos no suelen costar más de diez dólares la noche, por lo que si el polvo eran cincuenta y ella apestaba a Chanel las cuentas no terminaban de cuadrarme. A no ser que el fetiche de Marta, que así dijo llamarse la mejicana, sea hacer el acto sobre tristes camastros dominados por los insectos más molestos cuando a la hora de retirarse los rastros de flujo y sudor uno debe meterse un buen chorro de agua fría. Antes de comenzar la conversación me encendí un Marlboro, por eso de confraternizar en esos momentos de trágica dificultad comunicativa. Que si nos hubiéramos conocido en una discoteca estaríamos como si nada pero que eso de llamar a un prostituto debe cortar la respiración. Al menos hasta que conseguí ablandar la rigidez.
—Ya que te quieres matar fuma de la cajetilla roja, ¿no?
—Es que luego me pica la garganta.
—Cuando mueres no te pica nada.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Acaso ya te has muerto?
—Sí. Yo era un hombre normal hasta que decidí prostituirme. Y para ello tuve que morir o algo parecido, desatarme de todo tipo de valores escolares y familiares, desposeerme de cualquier clase de sentimiento o amor, y zambullirme en un mercantilismo sexual que muchas veces me hace parecer muerto cuando me miro en el espejo.
—Que manera más siniestra de comenzar una conversación. Me asustas. Y yo que pensaba que serías todo dulzura y caballerosidad.
—Cuando un hombre se prostituye aparca, como te he dicho antes, toda su humanidad, para convertirse en un martillo percutor.
—Al menos sé agradable. Que esto no es un trago fácil.
—Lo seré, te lo prometo.
Retiré la colcha y nos tumbamos continuando una conversación mucho más tranquila en la que cada uno mesaba los cabellos del otro. Pero entonces volví a salirme del tiesto.
—Es curioso. En el racismo perpetuo de la apariencia física una mujer nunca puede ser calva y un hombre sí. Mírame a mí, de frente mucho más que prominente, que puede vender su cuerpo sin miedo a ser señalado. Mientras que una mujer calva, siquiera con peluca, es un objeto peligrosos que o está enferma terminal o algo parecido.
—También se acepta el vello en el cuerpo al macho y nunca a la mujer, que siempre debe estar depilada.
—Ya. El caos ha colmado el vaso de la apariencia en pleno siglo XXI, donde axilas, pubis y ano también deben presentarse rasurados. Qué manía con que el pelo de la mujer es molesto.
—¿A ti te gusta?
—En China no se depila ninguna mujer. Y la razón es que ellas no poseen vello alguno en todo su cuerpo, salvo en una vagina que se la permiten frondosa, boscosa, como seña de calidad e identidad. Luego llegan los parias occidentales y les obligan a depilarse, por enterados, por creerse que la razón va con ellos; la modernidad; el progreso ficticio.
—Yo estoy depilada.
—No esperaba más.
—Es que a mi marido le gusta… bueno, le gustaba. Que ya no sé si se acercaría a mí con melena o rasurada.
—Déjate trenzas.
—Es duro hacerse mayor. Sobre todo cuando un hombre por muy mayor que se haga siempre tiene a chicas jóvenes dispuesta a amarlos y compartir sus vidas con ellos. A mí no hay hombre joven que me mire.
—Prueba a pagarles.
—Eres el único que cobra según los anuncios por palabras del Cambodia Times. Y a mí los camboyanos no me gustan.
—Ese es otro problema que traéis las extranjeras a Asia. Un desnivel que os hace perdedoras. El hombre daría su vida por una asiática, mientras que vosotras no sentís atracción por la parte masculina de este continente.
—Es que la mujer no es falsa. Y cree en el amor más que el hombre. Por eso no me fijo en chicos jóvenes. Por eso no me acuesto con camboyanos.
—Recuerda que sólo tienes una vida. Y que si eres capaz de emplear buena parte de tu tiempo en fumar también podrías hacerlo en acostarte con locales.
—Te he dicho que no me atraen.
—Date un masaje y pide a un hombre. Déjale que te toque. Y cierra los ojos y vuela.
—Me da miedo. Lo he pensado muchas veces. Pero no querría viciarme con más gustos.
—¿A qué te refieres?
—La soledad, Aspersor, la soledad. Mi marido es gerente de una multinacional, viajando de aquí para allá, moviendo a la familia cada dos o tres años. Y sólo por el dinero. Por el maldito dinero. Y que conste que la culpa es mía por aceptar este tipo de vida. Yo tenía 20 años y él 34. Nos conocimos en el DF. Y nos amamos y nos casamos. Demasiado rápido, ahora que lo pienso. Mi familia, muy digna, me miraba mal. “¿Qué haces con un viejo americano?”, me decían. Pero yo quería salir de allí, de la pobreza, del no futuro, de la miseria más absoluta. A los 23 años ya tenía dos hijos y había vivido en dos países: Jamaica y Haití. Luego tuvimos otro par de hijos, a los que tampoco veo, porque mi marido se ha empeñado en que estudien en los mejores colegios y universidades americanas. Y como me he quedado sola, con mi marido puteando por ahí, me he volcado en las clásicas salidas que una mujer de cuarenta años toma como flotadores vitales: el alcohol y la cocaína.
—Aunque no te lo creas, siento más con las mujeres que se abren la cabeza de par en par que las piernas ante el primer desconocido. Desde tiempos inmemoriales, cuando la Tierra se formó y algunos jorobados campaban a sus anchas, el sexo fue hábito diario, que no la conversación profunda. Por lo que gracias, Marta, por contarme lo que sientes y padeces, y por haberme llamado en esta vida que llevo donde de tanto conocer a gente siento volar por la estratosfera.
—La verdad es que llegué al hotel a eso de las once, un par de horas antes de que tú aparecieras. La idea era mamarme hasta el límite, por lo que me traje una botella de brandy Torres que ya casi vacía anda debajo de este obsoleto colchón. Que el alcoholismo es difícil de afrontar de primeras, como contar a la gente que estoy resfriada o dolorida en los riñones. Tengo coca, por si quieres. Porque mi vida ha quedado reducida a cenizas. A polvo, en este caso.
—Marta, métete lo que quieras. Suelen ser etapas de la vida. Pero proyecta un horizonte; un lugar donde pasar de pantalla; un sueño… no sé. ¡Divórciate! ¡Deja ya de depender de tu marido, casi tan putero como tú! Según veo vuestro matrimonio está roto, completamente; que subsistía gracias a unos hijos que ya casi habrán olvidado hablar en español así como sus miras sólo soñarán con retazos norteamericanos.
—No me atrevo. Soy débil. Nunca trabajé. Sólo fui su mujer, su puta ama de casa.
—No me creo que tú seas la mujer y la ama de casa de un rico. ¿Es que no tenéis cocinera y limpiadora?
—Teníamos. Pero Brandon se ha propuesto hundirme y me ha dejado sola en una mansión de Phnom Penh para que me las arregle como pueda. Como la casa la paga la empresa él se ha pillado un apartamento gracias a su sueldo astronómico donde reparte semen a diestro y siniestro. Y luego viene a dormir a casa, para joder.
—¿Y eso lo sabes o lo intuyes?
—Lo sé. No sabes cuánto tiempo libre tengo y cuánto le he espiado.
—Marta, te aconsejo que vivas tu vida, fuera de tu marido, y te vayas de esa absurda mansión.
—¡No puedo!
—¿Te da dinero?
—Cada vez menos. Y si aún lo hace es porque nuestro hijos aceptan que no nos queramos pero no que nos odiemos.
—¿Y ese dinero lo empleas sólo en farlopa y botellas de brandy?
—Sí. Por eso debo parar esta cadena viciosa. Y por eso te he llamado a ti, para que el dinero que te dé no me lo gaste en mis penosos vicios.
—Ya, pero debes saber que dejar de ponerte de coca y alcohol para pagar por sexo no sería tan sano como gastar parte de ese dinero en apuntarte a un gimnasio, estúpidos centros de ocio para gentes como tú y tu marido, o viajar. ¿Por qué no viajas? Si hasta tendrás el pasaporte norteamericano.
—No sé hacer nada, Aspersor, no sé viajar. No sé comprar comida, no sé administrarme, no sé…
A eso de las cuatro de la tarde, cuando terminamos de bajarnos el resto de la botella de brandy, comencé a ganarme el sueldo retirándole unas prendas que descubrieron un interesante cuerpo malgastado por el abuso de sustancias varias. Para colmo de casualidades, su marido le llamó generando un absurdo temor en una Marta que no cesaba de ponerse rayas.
—Las mujeres sois muy afortunadas. Como no necesitáis erección os podéis meter lo que os dé la gana.
—Aspersor, menos análisis simplistas: llevo siete años sin orgasmos. Y hasta que te has plantado en esta habitación cinco años sin poder hablar con nadie como Dios manda.
Huelga decir que el acto fue libertino, latino, soberano, con una mujer necesitada que tosía como una condenada, por el exceso de cigarrillos, y que a los veinte minutos de un maratoniano sexo comenzó a manchar las comisuras de su boca de algo tan espeso como blanquecino. En ese mismo momento brotaron de mi memoria dos recuerdos que asociaron esa imagen. El primero, los caballos que tiran de los carros, cargados hasta la ilegalidad, que sedientos, expulsan babas que muchas veces se les quedan colgadas como estalagmitas; y el segundo, a Uma Thurman, actriz que bordó su papel en Pulp Fiction, que equivocándose de bolsa acabó metiéndose heroína ante el pre-infarto de un John Travolta, que como todos los espectadores, vio cómo ella echaba espuma por la boca. Yo, la verdad, no quería que mi segunda clienta muriera en mis brazos o entre mis piernas, por lo que detuve la máquina, para pasándole una mano por el pecho izquierdo, corroborar que su corazón seguía latiendo. A su vez aproveché el movimiento para calibrar el diámetro de un pezón que debía haber pasado tiempos mejores. Tumbados sobre el camastro, humedecido hasta límites asquerosos, proseguí con el diálogo. El ventilador nos enchufaba a la misma cara el mismo hedor que desprendíamos. Por supuesto, ni rastro de aire acondicionado.
—Tienes las comisuras de la boca blanquecinas.
—¿Tienes agua?
—No. Y estoy sediento. Además, en este hotel no debe haber room service.
—¿Estás de broma? Claro que no. Te he citado aquí porque sería el último lugar donde podría encontrarme a mi marido o a nuestros amigos comunes. Yo, como nací paupérrima, no sufro tanto arrastrándome por estos lugares. Pero la totalidad de mis conocidos, auténtica gentuza racista y retrasada, serían incapaces siquiera de entrar a preguntar en recepción cuánto cuesta dormir una noche.
—¿Quieres que nos quedemos a dormir? Hoy estoy de oferta.
—No puedo Aspersor. Debo volver a casa porque Brandon llega en un vuelo desde Bangkok a eso de la media noche. Y no querría que mi primer polvo fuera del matrimonio me costara el divorcio cuando él debe haber pegado, al menos, setecientos tiros.
—¿Por qué aguantas tanto, Marta?
—Porque no sé hacer otra cosa que vivir de mi marido. Y que me hubiera partido un rayo el día que le di el “sí quiero”. Era una niña. Una tonta.
—Sí. Pero ya sabías lo que hacías.
—¿A qué te refieres?
—A que te casaste con un gringo de buena posición.
—Evidentemente sabía que no era pobre. Pero yo no había catado otro hombre: le conocí virgen.
—¿Y cómo fue?
—Mi amiga salía con uno de su empresa y me invitó a una fiesta. Y allí me lo encontré. El alcohol, Aspersor, el mismo alcohol que hoy me destroza hace veinte años valió para unir a dos personas. Por eso sé que todo es una farsa; una inmensa mentira.
La charla perduró hasta muy tarde. Pero antes, cuando se quedó sorprendentemente dormida para la cantidad de droga que había tomado, bajé a la licorería que había frente al hotel donde no tenían brandy Torres aunque sí Yamazaki 12 años, el whisky japonés que supera a cualquier malta escocés. Al subir a la habitación, noté nuevamente esa extrema humedad que salía de cada pared en un pasillo claustrofóbico. A su vez, un viejo anglosajón con no menos de siete décadas a sus espaldas, cerraba la puerta de su habitación con una nativa de como mucho veinte años que le seguía sonriente tras previsiblemente haber sido horadada. No queríamos globalización, pues toma.
Marta despertó a eso de las siete. Y yo, un prostituto de complejas maneras para administrar mi negocio, le había preparado un copazo que le sirvió de dentífrico, enjuague bucal, café con leche y aspirina. Le debió gustar porque a los tres minutos volví a descubrir el tapón de la botella para llenarle una copa que en su borde atrajo esos restos blanquecinos que habían pertenecido a su boca, desde al menos, tres horas antes. Nos volvimos a abrazar y le volví a plantear una noche cerrada a cal y canto pero tras esbozar una sonrisa plena de humanidad recordó que Brandon estaría ya camino del aeropuerto de Bangkok desde donde volaría hasta su casa, una mansión sin alma donde se estaban sentando las bases de uno o dos asesinatos: ella enganchada a las drogas y al alcohol, y depresiva como la que más; y él, traidor y violento, que desasistía a una Marta a la que nunca le llegó el dinero a final de mes porque nunca supo el valor del mismo.
—Brandon me pega. Me pega cada vez que le debo pedir dinero. Y eso ocurre cada semana.
—¿Te pega porque le pides dinero?
—Me pega porque me odia. Porque dinero lleva dándome desde hace un par de décadas.
—¿Se lo has contado a tus hijos, al menos a los que van a la universidad?
—Dylan, el mayor, que estudia económicas, me llamó hace un par de meses para decirme que si no dejaba de beber no le vería nunca más; y Liz, la pequeña, que aún está en el instituto, hace tres meses que no me llama. Él los ha puesto en mi contra. Él y sólo él.
Del cielo caían chuzos de punta mientras un taxi, con los escasos que hay en Phnom Penh, se llevaba a Marta a su mansión, donde debería disimular su melopea así como guardar un nuevo secreto en su miserable vida: acababa de emplear parte del dinero de su marido en sexo. En sexo con un hombre. Mi tuk-tuk, sin embargo, me llevó de cabeza al Groove, un bar de copas sin demasiada gentuza, donde tocan música en directo y sirven alcohol no adulterado a precios comprensibles. Y de nuevo el dilema de mi vida, la caída libre de mi economía, que sea cocinero, cartero o puto, siempre es el mismo: cincuenta dólares por la sesión cuando me gasté en la botella de Yamazaki noventa y en dos copas otros doce dólares. Mi casa estaba encharcada: me había dejado la ventana del salón abierta. Pero mientras secaba el agua con una fregona casi tan calva como yo, recordé que las decisiones siempre hay que tomarlas en solitario y cuando uno ya es adulto. Por eso la mejor decisión de Marta, aunque suene a incongruente, fue volcarse en la droga y en el alcohol; porque casarse con veinte, semi virgen y juvenil, es un drama equiparable a comprarse una casa con hipoteca a cuarenta años sólo porque te han hecho fijo en la oficina y una señora tres generaciones más lejana (tu madre) te lo ha aconsejado. Y Marta, que ya juguetea con la muerte, sabe que de aquella mala decisión sólo cabría una aún peor que al menos la tomó en solitario. Mi teléfono, por cierto, no tenía batería. Y uno siempre espera que alguna mujer le llame con ansiedades varias aunque estas sean peligrosas. Vaya, que no puse anuncios para recibir subvenciones.
20/08/13, Phnom Penh.