Cuando menos lo esperas aparece el enemigo. Como mi gobernante me explica en los mítines sabatinos que él y otros 47 millones de individuos como él, incluido modestamente yo, aunque entro en la categoría de roedor humanoide clase privilegiada, libramos una guerra contra un cruel rival invisible frente al que hay que cerrar filas, decidí desde hace un par de días dormir con mascarilla quirúrgica, guantes, un pequeño cuchillo y un mono blanco, impermeabilizado, que encargué on line a un establecimiento de ropa de moda, que día sí y otro también, me atraganta el desayuno con ofertas vía mail de descuento de hasta un 50%. Para vengarme del reciente timo que sufrí adquiriendo cinco mascarillas a precio de reventa de un clásico entre merengues y culés en una farmacia del barrio, llamé a esa empresa y a las veinticuatro horas un dependiente llamaba a mi puerta y me entregaba el atuendo que de momento lo utilizo a modo de pijama de entretiempo. Confieso que me hace transpirar un poco, pero no hasta el extremo de convertir la cama en una piscina.
Pensé que revestirme de ese traje elegante de astronauta hispano me serviría para dormir un poco mejor, relajarme y soñar con el rebaño al que me agradaría sumarme, sobre todo para no llamar la atención. No quiero sobresalir. Viviré en una cueva, sí, soy asocial, cierto, tengo alucinaciones, también, pero soy un ciudadano rata que cumple sus obligaciones con Hacienda, que tiene el DNI y el carné de conducir al día, la tarjeta sanitaria, la de prensa, aunque ya no ejerzo, el bonobús, un i-phone, un ordenador, un abono a Movistar fusión, que paga religiosamente el alquiler al casero y que tiene un par de tarjeta de crédito.
Recuerdo ahora al respecto una secuencia de Maccaroni, una peli de Ettore Scola, en la que se reencuentran muchos años después en Nápoles dos antiguos soldados aliados de la II Guerra Mundial. El norteamericano (Jack Lemmon) es un individuo de éxito mientras que el italiano (Marcello Mastroianni) lo es bastante menos. No es un fracasado, pero casi, y sobre todo no dispone de una nutrida colección de tarjetas de crédito como el otro. En un cierto momento, Mastroianni le billetera a su viejo compañero y arroja todas las tarjetas a una fuente de la plaza donde están charlando y discutiendo sobre la vida. Lemmon está a punto de sufrir un infarto. ¿Qué haces? ¡Sin eso soy nada!, le grita entre las carcajadas de Mastroianni.
Sin tarjetas, sin móviles, sin internet, sin whatsapps u otras vías de comunicación no somos nada. Es más, sí que somos: pertenecemos a una categoría de ciudadanos sospechosos a los que el poder intenta integrar en el rebaño por miedo a que se reproduzcan y pongan todo patas arriba. Yo viví en Estados Unidos a principio de los ochenta. Venía de una Europa en la que el modo de pago con plástico no era tan común como ahora. Cuando, cansado del largo viaje, traté de registrarme en un hotel de Washington DC el recepcionista me solicitó una acreditación. Mostré diligente mi pasaporte, que por entonces era de color verde pues aún estábamos fuera de la Unión Europea, a lo que el empleado respondió seco y sin ningún esfuerzo para que yo comprendiera su idioma: «Esto no me sirve. Necesito una VISA, una American, una Máster, si no, usted aquí no entra». Menos mal que me acompañaba un futuro colega de oficina, quien amablemente sacó una de sus múltiples tarjetas y así pude conseguir la llave y la habitación. Allí aprendí el significado de «homeless».
En la sociedad americana cuantas más acreditaciones mejor ciudadano eres y sobre todo menos sospechoso. Ya seas parlamentario, funcionario, banquero, diplomático, militar, universitario, periodista, obrero o simplemente analista y pensador sobre las ventajas y desventajas de vivir en la primera potencia del mundo occidental. Uno se exhibe ufano, o quizá no tanto, con un escapulario de tarjetas con su fotografía y su identidad. Ay de aquél que la extravíe. Eso que yo pensé que jamás llegaría a nuestras sociedades europeas se extendió bien pronto a la velocidad del coronavirus. Se acentuó y mucho me temo que continuará aumentando. No somos tan distintos de esos protagonistas que veía en los telefilmes de ciencia ficción cuando yo era adolescente. Leo en una entrevista a la filósofa alemana Carolin Emcke: «La pandemia es una tentación autoritaria que invita a la represión». No le falta razón.
Hay lapsus linguae, o no tanto, que provocan ruido como el que cometió ese mando de la Guardia Civil anteayer. Manifestó sin pestañear y leyendo lo que seguramente le había preparado un subordinado que ese cuerpo armado combatirá todos los bulos o noticias que intenten minimizar o criticar la gestión del poder en la lucha contra el enemigo invisible. El pobre hombre ha debido pasar las peores veinticuatro horas de su vida. Soy de los que sospecha que en su fuero interno así lo piensa y que lo volvería a manifestar en público, pero respiro al menos aliviado de que ese general de apellido Santiago nunca será ni mi gobernante ni mi casero. Según parece, hoy recibió el cerrado aplauso de los que intervienen en esas soporíferas conferencias de prensa que ofrecen a diario los del mando único. El conductor, un antiguo periodista de televisión, impidió que se le formularan nuevas preguntas. Imagino la bronca que se ganó el benemérito de alto rango de su jefe, el ministro del Interior, y la bilis que debió arrojar en el cuartel y en su ámbito doméstico contra la canallesca, cada vez más canalla. En mi enferma imaginación fantaseo con el ministro azotando diez veces al general, de rodillas, sin la guerrera ni condecoraciones.
Pero mi susto de madrugada no lo causó este incidente ni la posibilidad de que mis costosas mascarillas sean deficientes o que pertenezcan a esa partida de casi medio millón que mi gobernante se ha visto obligado a devolver por «defecto de fábrica». No, no fue eso. Fue algo mucho más serio, más terrorífico. De madrugada desperté con un ataque de tos seca, que se agudizó hasta el punto de faltarme el aire. Pensé que finalmente se había colado, de nuevo o por vez primera, en mi casa el sañudo patógeno. Que ya podía olvidarme de seguir escribiendo, de continuar criticando a éste o aquél, de mantener una charleta un tanto esperpéntica con el vice-dos o de abrir mis puertas y mi nevera a más personajes del ruedo ibérico que él me había prometido. Me ilusionaba con que una noche trajera al mismísimo conducator. Adiós a esas excitantes veladas. Adiós a recurrir al retroproyector de mi infancia y adolescencia. Adiós a la vida, por despreciable que fuera la mía, de cobarde rata de alcantarilla.
Creí que era mi final. Estuve a punto de llamar a Jacques-Marie, el psicoanalista jamaicano, pero lo deseché. Qué le digo, si apenas puedo hablar y me falta aire. Comencé a congestionarme y a expulsar saliva. Recordé las manifestaciones que había hecho en la radio Javier Solana una vez superado el contagio. «Al principio crees que no sales, que es el final». Caray, qué desgracia la mía. Corrí por el pasillo medio ahogándome. Entré en el lavabo, abrí el grifo y, ¡sin lavarme la manos!, bebí un poco de agua. No era suficiente. Me dirigí a la cocina, que se encuentra al otro extremo del piso, con el fin de abrir la nevera y servirme de una botella de agua mineral que tenía semiabierta.
En mis oídos escuchaba una insolente vocecilla machacona que repetía: «Me llamo Corona, Corona Virus». Vaya, a lo James Bond. Es mi final, sin duda. Me he reído de este asesino que nos ha tumbado a medio planeta, pensé. Me lo tengo ganado. Cuando encendí la luz del lugar me encontré con una escena esperpéntica. Tres ratazas de espeso pelaje negro sentadas a una mesa de madera que compré hace unos años en Ikea jugaban tranquilamente al cinquillo. Ni me miraron. Al fondo, junto al fregadero, una media docena de ratillas mucho más pequeñas y de diverso pelaje saltaban y hacían piruetas con las patas delanteras frente a otra que con una voz atiplada cantaba: «Resistiré».
No me atreví a interrumpir el happening roedor. Apagué la luz y regresé, aterrado, a mi dormitorio. La tos había remitido. Caí pronto rendido. Esta mañana me levanté aparentemente sin problemas de garganta ni fiebre, pero con un gran cansancio. Fui a la cocina. No había rastro de una madrugada ratuna. Me dije que de ésta vamos a salir todos, pero confieso que no sé muy bien en mi caso.