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Svletana Alexiévich, la periodista que consiguió desaparecer para que existiera el relato de la guerra

Esta mujer, que es un museo lleno de miles de mujeres esculpidas por entero, desde el saco de los huesos hasta el alma, y también de niños maltratados por la gentuza, sostiene su cabeza sobre los mismos hombros de los que cuelga un poncho marrón, cuando suena el teléfono y tiene que dejar de planchar para atender la llamada. Su modesto piso en un edificio de corte soviético proletario, como otros tantos millones de ellos repartidos por Asia, le permite acceder de una habitación a otra en menos de tres segundos, caminando con paso lentísimo. Descuelga y escucha cómo la secretaria permanente del Comité del Premio Nobel anuncia que a partir de ahora su obra tendrá una divulgación universal. Única ya lo era antes, cuando inventó esto que ha dado en llamarse novela documental, escribiendo de cara al río Svisloch, en Minsk. Cuelga el teléfono y, con su forma de vestir, que nos recuerda a los tiempos del Pacto de Varsovia, vuelve a la tarea de planchar mientras mira al río a través de la ventana, con el humo de la memoria reposando entre los pulmones. En la cabeza ya vive la idea de hablar del amor como antes habló de la muerte.

 

Si Papá Noel fuera mujer tendría el rostro de Svletana Alexiévich. Alexiévich podría haber elegido hablar sobre Babilonia, Menfis, Atenas, la Antigua Roma o el Imperio Mongol. Pero el mal es eterno, lo cual significa no que esté siempre sucediendo, sino que sucede al margen del tiempo. Para la crueldad no existen las horas ni el calendario, ni los libros de historia ni otra geografía que no sea sideral, incluido el territorio de la ciencia ficción. Ese gran auto de fe que es la Bielorrusia y la Rusia actuales, los estados sobre los que habita Alexiévich, es idéntico al que los Césares implantaron entre los pueblos después de arrasarlos. El fenómeno del pan y el circo para contentar al pueblo sigue vigente: la guerra que se nos refleja en los medios de comunicación es un evento deportivo, de modo que la gente se convence de que para ser justos hay que seguir disparando y jaleando a las legiones. Le preocupa que la batuta la tenga Vladímir Putin, por supuesto, pero más aún el Putin colectivo, la sensación de orgullo nacional herido y el desprecio por los valores liberales que crece como la humedad en la pared. Lo que más le inquieta es la amnesia total y la consecuente farsa de lo que ellos llaman ideales nobles. A día de hoy, mientras se abren museos para loar a Stalin, se cierran otros dedicados a sus víctimas.

 

Los ojos de Alexiévich están lavadísimos de ver tantas hogueras. Ha convivido con demasiada gente rígida, gente que estaba convencida de que ser una persona de principios es el mayor logro humano desde la estatuaria griega. Las personas de principios son gente incapaz de cambiar de postura, y si hay un cuerpo que no pueda articularse en absoluto, un cuerpo rígido, ese es el de un cadáver. Ser una persona de principios quiere decir que moralmente estás casi muerto. Esos principios, por ejemplo, los llevaron a recitar una misa en Moscú para rezar por las armas nucleares rusas. Políticos, policías y militares se reunieron en una misa para que el mito de los valores bélicos se sigua alimentando. A Alexiévich la tacharon de traidora por no sumarse a las odas a un dios espurio, primitivo, y se calla. Si a uno le insultan por negarse a bendecir las armas, ¿qué puede contestar que no lleve a recibir una puñalada?

 

Alexiévich enferma fácilmente con el frío. También con el que le recorre el espinazo al escuchar esa ofensa a las puertas de la catedral de San Basilio, en la Plaza Roja moscovita. Allí unos guardaespaldas de siete cuerpos la catalogan como traidora por no querer unirse a las oraciones a un dios de la guerra que proteja las ojivas nucleares. Alexiévich evita la confrontación, porque sabe que al igual que otros premios Nobel que ha dado la lengua rusa –Solzhenitsyn, Pasternak, Bunin, Shojolov– su intento de calmar los ánimos crearía un efecto rebote y levantaría una ola de odio. Para ella lo principal es aprender a no odiar, o desaprender cómo se odia. Porque si existe el odio entonces existe el enemigo. Y si a una persona se la tacha de enemiga se la desnaturaliza, se la priva de dignidad, de su condición humana.

 

La prensa se ha llenado de artículos afirmando que la concesión del premio Nobel se trata de una decisión política de la Academia Sueca. Eso afirman los clérigos que dictan las oraciones al Ares de los megatones. Aseguran que jugaba con ventaja, por ser contraria a la política de Putin que, vienen a decir, es lo mismo que odiar a Rusia. Pero ella ya no está dispuesta a ir a más conflictos, y mucho menos con su propia gente, como no está dispuesta a volver a la guerra. Para ella se acabaron las guerras –Los muchachos del zinc, La guerra no tiene rostro de mujer, Últimos testigos, porque sus blindajes están perforados. Carece de mecanismos de protección frente a la agresividad, frente a todo eso que es parte del mismo odio, y el odio se expresa del cuerpo hacia afuera. El odio se comparte, se distribuye y deja rastros de ceniza.

 

Pero Alexiévich ha optado por un proyecto de vida en el que, al contrario que como funciona el odio, es lo de afuera lo que construye la expresión interior. El resultado son estos libros que leemos con reverencia, cuyo principio es el oficio de escuchar, una empatía palpable, ser normal y hablar de forma que cualquier humano pueda entenderte. Traducido a la obra escrita, a su periodismo, eso supone un ejercicio de desaparición. En sus libros no hay narrador, no hay un estilista que impresione, no existe una voz alfa. Tal vez porque creció entre gente sencilla, cuyas historias destrozaban a cualquiera, y no poder intervenir por ser demasiado pequeña, demasiado ingenua. Hay que ser muy ingenuo para escribir obras como las de Alexiévich. Pero si eso supone consolidar la mejor literatura del momento, la más sensible, uno no puede sino gritar que de mayor quiere ser ingenuo. En su caso, tanta ingenuidad se fraguó porque gran parte de la población masculina había muerto en la guerra y las mujeres pasaban las tardes conversando mientras ella, y con ella los demás niños, escuchaban.

 

Lo peor de dejar de ser niño, es que uno comienza a ser memoria. La obra de Alexiévich intenta ser memoria, pero una memoria compartida, hacer de la memoria de los derrotados la memoria de todos y así ponerla al día. Leemos los recuerdos de cientos de personas como si nos estuvieran sucediendo ahora mismo. El impacto que produce su obra es idéntico al que provocaría conocer de primera mano la vida de la gente, de las mujeres, de los niños, que es una vida muy verbal, porque se pasan todo el tiempo contando y discutiendo. Con frecuencia, contando ese tipo de cosas que cualquier persona que se tache a sí mismo de razonable preferiría no saber. Lo cual nos lleva a sospechar que existe un puente dorado entre la razón y el miedo, el mismo que Alexiévich destroza con las voces de sus amigos.

 

En la guerra no hay nadie honesto. Al menos no hay nadie honesto en el frente, bajo el fuego, porque existe otra guerra, la de la tierra saqueada. Ahí habitan las madres y los niños, que son quienes ofrecen los testimonios de los resultados de la guerra, incluidas guerras como la catástrofe de Chernóbil o la ciudad y el campo arrasado tras la etapa de un comunismo prematuro y militar. Porque para ella el tema de la guerra no es un catálogo de batallas, de victorias y derrotas y, finalmente, victorias que nos convierten en los patriotas que debemos ser. El tema de la guerra es la multiplicación de humillados y ofendidos, de perdedores sin voz, gente que sigue sufriendo después de firmados los acuerdos de paz o de rendición. Hay una guerra de muertos y conquistas, y otra de quienes cuidan a los heridos, a los enfermos mentales, a los que no pueden valerse por sí mismos, al niño que agarra al oso de peluche con los dientes, porque le arrancaron los brazos y las piernas. En esa desolación no existe el concepto de enemigo, al menos no en términos hostiles. Una enfermera que pasea por un campo de batalla, escrutando si bajo el barro alguno de los pechos seguía latiendo, comenzó a sentir mareos porque no discriminaba a los que pertenecían a uno u otro bando, porque “todos eran bellos, y todos estaban muertos”, decía. Esa enfermera habla a Alexiévich con la misma voz que la madre del niño sin brazos. Por más que ella se empeñe en individualizar las voces, a la hora de la verdad solo existe el idioma de las emociones. El efecto es sinfónico, pero la orquesta está emitiendo esos gruñidos previos al concierto, intentando afinar los instrumentos, o cada músico está en su casa interpretando una pieza diferente, y además la casa se ha visto reducida a escombros.

 

Nuestra sociedad civil, esa en la que nos encontramos fuera de los tiempos de guerra, es imperfecta. Pero es lo único con lo que contamos para enderezar al planeta dividido por estados en conflicto o por conflictos dentro de los estados. Ella no lo dice, pero es posible que considere que el estado moderno no sea una gran idea. Hay ejemplos buenos, sí, como el de los países nórdicos, aunque llenos de arrugas. Pero la paz es una excepción y el estado quiere mantener viva la llama de la guerra, como en la misa de la catedral moscovita. Así pues, al igual que en los peores tiempos, nos queda el consuelo de cualquier capricho. Como el de la mujer que llenó su maleta de chocolates, gastándose todos sus ahorros, antes de partir para la guerra. En las trincheras, un mordisco a una tableta será lo que nos recuerde que en algún lugar puede existir todavía una minúscula porción de belleza. Para ella, como para cualquiera de las miles de mujeres que Alexiévich ha entrevistado, la guerra es inequívocamente una matanza. La sociedad civil es la de las madres y los hijos, la de la onza de chocolate como excepción, como regalo de Papá Noel. Para evitar el fuego de la guerra se han llevado a cabo grandes experimentos de soterramiento de cualquier conato de rebelión, de debate, de sumar buenas ideas buenas, experimentos como la versión rusa del comunismo, inmadura y alejada de un concepto del individuo como ser humano, que terminará en un derramamiento de sangre. El mismo que ella maldice, y al que ahora solo le cabe asistir desde lejos.

 

“La democracia debe llegar antes que el estado”, sostiene.

 

Sin la coraza, como Don Quijote regresando desnudo de la playa de Barcino, asiste al espectáculo monstruoso de quienes celebran los muertos del día anterior, recitados en los televisores. Dentro de cada uno de esos individuos se esconde un dictador en potencia, un maltratador, un asesino. Es a ellos a quienes, hoy en día, teme. Gente enfurecida que se siente robada, privada de algo que ellos llaman honor, de una chapa en la pechera de la chaqueta. Tras la caída del imperio soviético confió en que ese rencor se dirigiera contra el poder. Sin embargo, el poder supo encauzar el odio para crear un sustrato sobre el que fermentara la riqueza de unos pocos.

 

“No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesan a todos, no importa cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir”, cuenta una de las voces en El fin del ‘Homo Sovieticus’. Duras, en ocasiones siniestras, siempre puro realismo social y puro realismo emocional. Vidas arañadas por la guerra o por conflictos tan graves como la guerra: la miseria, la violencia, el hambre, el látigo, el frío extremo, el desgarro de la marginación o de la separación de los seres queridos, que es otra forma de perder la vida. Porque solo existe una forma de morir, pero son innumerables las maneras en que uno puede perder la vida, y todas ellas suponen brutalidad. Esta obra recorre todas las generaciones del siglo XX, y parte del XXI, en países de la antigua Unión Soviética. Desde la Primera Guerra Mundial a la xenofobia moscovita. Como en todas las crisis, la culpa de la actual se atribuye a los refugiados, a los inmigrantes desahuciados, a los que arañan cualquier puerta mientras desfallecen, para pedir un jornal de hambre a cambio de limpiar letrinas.

 

“Usted no aparta los ojos como hacer todos”, le comenta una de sus entrevistadas mientras charlan en la cocina. Es en la cocina donde tiene lugar buena parte de sus entrevistas, porque es en la cocina donde acostumbran a charlar los habitantes de Rusia o Bielorrusia, de Ucrania o cualquier otra antigua república soviética. Y regresa a las delaciones y a las torturas, a gente que se llega a cuestionar si existe algo sagrado. Mientras escuchamos, lloramos, sufrimos y pasamos hambre con ellos. Y sentimos que tal vez carezcamos de fuerzas para rebelarnos, que nos estamos apagando. Ni siquiera poseemos la suficiente energía como para esbozar metáforas, figuras lingüísticas, con lo cual el resultado de sus libros testimoniales es de un naturalismo crudísimo. La impresión de esbozo obliga al lector a poner todo lo demás de su parte: aquí solo están contenidas las palabras, pero, ¿cuáles fueron los gestos?, ¿cuáles los tonos de voz y cuáles los silencios que practicaron las víctimas durante esos encuentros con gente que ignora si revivir con la memoria es liberación o cárcel?

 

En Los muchachos del zinc una madre reclama que se juzgue a quienes enseñaron a matar a su hijo. Ese recuerdo es parte de un mosaico de soledades que nos deja sordos. Duele. Quisiéramos olvidar, pero eso supondría perder las escasas cualidades sensibles que nos quedan. Esa madre tiene que hacer el amor con su hijo para evitar que se tire desde la azotea. De ese calibre es la literatura que nos propone Alexiévich, que desaparece en cuanto los protagonistas empiezan a hablar. El sofoco al que se elevan los textos de Alexiévich están dotados de la mayor temperatura que permite la fiebre. Nada es calderilla. En Últimos testigos ni una sola palabra es barata. Para los niños huérfanos de la guerra, los que no se contaron entre los trece millones asesinados bajo fuego directo, no importa los años que pasen, los arcoíris que uno haya presenciado, la lluvia llevándose las hojas pardas en un hermoso otoño, no importan los miles de besos que uno haya recibido. La guerra es algo que sigue sucediendo. No sabrán qué es el cariño y serán padres con plena intención de prodigarlo. No se trata de que se les hayan gastado las lágrimas, es que no pudieron ni siquiera permitirse el lujo de aprender a llorar.

 

Se antoja que para leer los libros de Alexiévich hay que tener los sentimientos muy bien armados y blindarlos para no caer en el desasosiego. Pero no es cierto. En realidad, lo que su literatura pide es dejarse arrastrar, soltar el amor que uno lleva dentro, ese que abarca tanto a cualquier desconocido como a nuestro mejor amigo o a nuestro mejor hermano. Podríamos debatir durante horas sobre esto, sobre el plano ético y moral, sobre la necesidad o el oportunismo. Pero no merece la pena. Porque lo que sí se atreve uno a asegurar es que se trata de un acto de cobardía negarse a leerlos. Y el cobarde, al final del día, ha hecho tanto daño como el canalla.

 

 

 

 

Ricardo Martínez Llorca es autor de los libros Tan alto el silencio (Debate), El paisaje vacío (Debate, premio Jaén), El carillón de los vientos (Alcalá), Después de la nieve (Desnivel), Cinturón de cobre (Pre-textos), Al otro lado de la luz (La línea del horizonte), Hijos de Caín (Xplora) y El precio de ser pájaro (Desnivel). Ha colaborado en distintas revistas de viajes y literatura y en la Escuela Contemporánea de Humanidades. En la actualidad es crítico literario en Quimera, Revista de letras y La línea del horizonte. Dirige la sección ‘Viajes y libros’ en Culturamas. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Yo y el otro, él y el otro, la identidad y el otro. La fantasía de un pasado al que es posible volverAl final de la frontera. Una literaturaEntre años salvajes, guerreros alpinos y un leñador. ¿Existe la literatura de montaña?

 

 

Este texto pertenece a una serie dedicada a grandes cronistas de la historia en la que ya ha aparecido:

 

Joan Didion: la periodista para quien el centro se encontraba en cualquier lugar de la periferia

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