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Mientras tantoSylvia Plath: confesiones en camisón

Sylvia Plath: confesiones en camisón


Son muchos los que últimamente se entregan en las redes sociales a confesiones en forma de diario, mostrando una vida lo bastante edulcorada para resultar atractiva. Acontecimientos culturales, viajes, ligues, un postureo exhibicionista en el que todo tiene cabida. Y aun cuando estas andanzas me divierten, son sin embargo los diarios más íntimos, aquellos en los que las emociones se pegan a tu piel como el sudor del verano, los que consiguen despertar mi interés. Por eso, tras unas vacaciones de lecturas amables y un tanto desordenadas, vuelvo a hincarle el diente a los diarios de Sylvia Plath y lo hago a sorbitos como el que bebe un prosecco en buena compañía. Después me esperan los diarios de la Pizarnik y el Autorretrato de Edouard Leve, pero lo haré con calma, no quiero que mi estado de ánimo ya de por sí inestable, apuntalado como una construcción en ruinas,  termine por contagiarse de tantas desdichas que ni siquiera son mías.

Hubo un tiempo sin embargo, en el que buscar consuelo en las tragedias ajenas era el modo más fácil que tenía de huir de las propias. Me aferraba a una canción triste, a la confesión desesperada de una amiga, pensaba que así con las desgracias de los demás, le restaba importancia a mis desordenes domésticos y afectivos, y lo hacía con un egoísmo del que ahora me avergüenzo. Eran recetas contra la infelicidad que duraban lo que un suspiro, después una vez a solas, llegaba de nuevo el desánimo, el zarpazo de la realidad y yo como espectadora, muy quieta, volvía a mimetizarme como un árbol más en el paisaje de mis desgracias y de mi vida. Ahora lo sigo haciendo, mentiría si dijera otra cosa, pero intento observar el mundo otorgándole la importancia justa, refugiándome en la escritura y en la lectura como el único medio de poner orden a mis desvaríos emocionales.

Y la lectura de estos diarios, los de Sylvia Plath, lo consiguen. Es como si ella misma sentada en el saloncito de casa, entrara en confidencias, contándome a voz en grito sus intimidades, sus miedos. Una amiga en camisón que habla de sexo sin avergonzarse, que sueña con tener una familia, un hombre a su lado que la quiera, pero sobre todo que sueña con escribir, publicar y ser reconocida como escritora. No puedo dejar de contener la respiración mientras la leo, porque es ella pero bien podría ser yo la que te escribe, la que habla. Cartas de rechazo, poemas que no son lo bastante buenos. La historia de su vida, la historia de la mía. Son tantas sus aspiraciones que a veces teme no estar a la altura de cuanto de ella se espera. Sus crisis creativas cada vez son más numerosas, podría dejarlo todo, dice ¿pero que sería entonces su vida? Tampoco en el amor las cosas funcionan, quiere el mejor marido, un amor que por devastador la haga volar, pero cuando llega siente sus alas rotas, ni siquiera puede escapar de la jaula de oro en que se ha convertido su matrimonio. Cierra los ojos, prefiere no mirar como sus sueños se van desmoronando hasta saltar por los aires: la sospecha cada vez más cierta de que su marido, el poeta Ted Huges la engaña, su talento literario que languidece y que cuestiona una vez y otra. Ni perfecta madre, ni perfecta esposa, tampoco la escritora perfecta. ¿En qué se ha convertido?

Leo a trompicones, me resisto a llegar al final. Ese final anunciado en el que aunque escrito no parece real, aunque lo sea. Tampoco el escenario por el que me paseo de puntillas para no hacer ruido. Aunque en realidad lo que me gustaría es hacer ruido, vapulearla, hacerla comprender su equivocación. Son las seis de la mañana y todo está dispuesto a conciencia: la bandeja del desayuno en el que no falta la tarta de manzana que tanto le gusta a sus hijos, el salón ordenado, sus escritos en el cajón, la cama hecha, el horno abierto. Escapar cuando se está al borde del abismo no puede ser tan difícil, parece decirme todavía en camisón. Lo cobarde es vivir: abrir los ojos y asomarse a un mundo que te mata, eso es lo difícil, lo demás son tonterías. Y de eso Sylvia Plath, por desgracia sabía mucho.

 

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Foto: Sylvia Plath

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