El porvenir nos llenará de pasado
T. S. E
La encarnada poesía de Thomas Stearns Eliot (Saint Louis, Missouri, Estados Unidos, 1888 – Londres, 1965) es como el cerdo que se consagrara para la matanza y no perdiera en ningún momento su aureola: nada en ella, con todos los fragmentos nivelados –de rabo a carrillada, ojos, entrañas– resulta desechable. Desde su irrupción, hace ahora cien años –a partir de Prufrock y otras observaciones (Prufrock and Other Observations, Londres, ed. The egoist, 1917)–, ningún poeta que se precie puede prescindir de su legado, aunque que sea con la ligera variante de enfrentarlo. Pues algo muy importante cambió, en efecto, en la lírica de Occidente para siempre con el solo arranque (ese “Let us go!” sin más preámbulos) de aquel inicial poemario:
Vayámonos entonces, tú y yo,
cuando la tarde está tendida sobre el cielo
como un anestesiado en mesa de quirófano;
vayámonos por calles muy desiertas,
murmurantes retiros
de noches sin descanso en baratos hoteles de una noche
y restaurantes con serrín y conchas de ostra:
calles que se extienden como un tedioso discurso,
como el larvado intento
de llevarte a cuestión abrumadora…
Nunca sabremos si ese “tú y yo” alude al lector y el narrador del poema; a la pareja del poeta y su poesía o, ya directamente, a la escisión interna del hombre contemporáneo, a través del sujeto del poema como médium, preconizando de ese modo el existencialismo de entreguerras. Al rebufo de la Gran Guerra, que Eliot reconvierte en estrictamente interior y neuronal, con trajes hechos de jirones, se habla ahí de un sol convaleciente, y una atmósfera con respiración asistida, como el paisaje humano más veraz. Extrañamente, en efecto, lejos de las invocaciones más o menos sublimatorias o tortuosas de románticos y simbolistas –pero, al mismo tiempo, no desdeñándolas sino reciclándolas–, el narrador del poema coge de la mano al lector para conducirlo, de un modo cómplice, texto adentro. Y, a la inversa de la tónica clásica de colorear con atributos de la naturaleza la condición humana, ahora el sol crepuscular emula a un paciente humano sobre la mesa de un quirófano. A la siguiente estrofa se rompe con un esencialismo de siglos, con proclamar: “Pero no preguntemos ‘¿qué cuestión?’ / Vayámonos a hacer nuestra visita”.
Ahora, el poeta que con tal y tanta maestría incorporó el escondite inglés a la lírica contemporánea, y que siempre presentó sus versos en irreductible ebullición (no “oído cocina”, sino oyendo cocina y su tránsito mismo a la mesa –banquete / operaciones– y su degustación, ingestión y defecación –“En mi principio está mi fin”: cuna idéntica al nicho), nos es desvelado y vuelto a presentar en muchísima más y mayor –aunque esclarecedora– ebullición.
Un desbordante recorrido de mil ciento cuarenta y cinco páginas constituye el primer tomo de sus Poesías completas, 1909 – 1962 –al que seguirá un segundo volumen con la producción posterior–, que la editorial Visor acaba de publicar por vez primera en castellano, en impecable edición bilingüe, con la incorporación de un centenar de poemas inéditos. A partir de la edición inglesa de The poems of T. S. Eliot (Londres, Faber, 2015), compilada por Christopher Ricks y Jim McCue, el poeta y traductor cordobés José Luis Rey ha versionado este exhaustivo trabajo, que incluye incontables notas sobre la génesis (y recepciones) de los poemas, y el modo en que se bifurcan y aúnan –explica– “los dos Eliot: el innovador y vanguardista de La tierra baldía y el conservador de los Cuatro cuartetos”.
Publicada en el fructífero año de 1922 (cuando aparecen también el Ulises de Joyce, el Tratactus de Wittgenstein y Trilce de Vallejo), La tierra baldía es aquí objeto de la más sugerente deconstrucción, con importantes revelaciones. Si a la entrada del célebre poemario figura esta dedicatoria “Para Ezra Pound, il miglior fabbro” (“el mejor artesano”), es por la complicidad agradecida. Parcialmente escrito durante su reclusión por una severa depresión en un sanatorio suizo, Eliot le confía el manuscrito a su admirado Pound, y acepta las correcciones que le hace, empezando por la reducción a la mitad de la totalidad de los poemas, con un notable cambio en su disposición, tal y como el libro se ha publicado siempre. Ahora, en fragmentos aparte, se puede cotejar con la versión original, trufada de guiños más realistas e irónicos, y una entropía de anécdotas más acorde al Prufrock originario. En vez del famoso “April is the cruellest month”, con que se inicia el poemario, por el criterio de Ezra Pound, La tierra baldía habría comenzado de este etílico modo tabernario: “Primero nos hubiéramos tomado dos copas en el bar de Tom y estaba el viejo Tom, hervido hasta los ojos y muy ciego”.
Por su parte, José Luis Rey hace, en general, una traducción más expositiva, y, por así decirlo, prosista, de los versos de Eliot. Frente a ciertos golpes de nemotecnia a que nos tenía acostumbrados la canónica traducción de José María Valverde, en la Poesía reunida, como, por ejemplo, el propio “Abril es el mes más cruel”, opta por dejar de esta guisa la célebre entrada de ‘El entierro de los muertos’: “El mes más cruel es abril, porque nutre/ lilas fuera de la tierra muerta, porque mezcla/ memoria con deseo, porque agita/ apagadas raíces con lluvia primaveral”. Se pierde, tal vez, cierta percusión muy consabida, pero, a cambio, los versos ganan en acomodo a ese nidal, tan caro a Eliot, donde se amanceban y recuestan lírica, relato y pensamiento.
Las múltiples citas con fragmentos epistolares dan cuenta de la admiración oficiosa que sentían por Eliot muchos escritores y colegas de renombre. Muy lejos de los testimonios de cómo, en un principio, no se entendió, para nada, esta inaugural narratividad poética, con aspecto de arbitrario barrunto, a través de la cual las más sesudas reflexiones (“corriente de la conciencia”, como se la ha llamado luego) conviven con los recuentos más banales (“He medido mi vida con una cucharilla de café”). Era, ciertamente, una poesía muy novedosa, de lírica y épica mutuamente amortiguadas, a la vez pagana y trascendental, y que, aun trufada de elementos cultistas –con citas de La Divina Comedia de Dante o del Hamlet de Shakespeare, por ejemplo– daba rienda suelta a un magmático coloquialismo, con el que el poeta inaugura una estética muy cara al (“cambalache”, justamente) siglo XX. Como botón de muestra de la animadversión inicial, en una edición del suplemento literario de The Times (donde luego el propio Eliot sería un destacado crítico) se acogía de este modo el iniciático Prufrock: “El hecho de que estas cosas ocurran en la mente del señor Eliot seguro que carece de importancia para cualquier persona, incluido él mismo. Ciertamente, no tienen relación alguna con la poesía”.
Muy lejos de la ulterior crítica aquí recogida, que calificaría el Prufrock eliotiano como una gran renovación de la lírica occidental, a las puertas del siglo XX, revalidada con creces con La tierra baldía. Un destacado “drama de la angustia literaria” y “un dramático monólogo interior” sobre el aislamiento, el hastío, la impotencia o la nostalgia del amor no consumado de los nuevos urbanitas (“Porque he oído cantar a las sirenas, cantando unas a otras./ No creo que cantaran para mí”, dirá Prufrock). Bajo la carcasa aparentemente improvisatoria y prosaica de sus versos, laten los metafísicos ingleses (John Donne, sobre todo) y los simbolistas franceses (especialmente Laforgue y Baudelaire, pero también Rimbaud, Verlaine, Corbière…), sin olvidar el imaginismo de su compinche Pound. En realidad, Eliot ha revolucionado la lírica en boga, comenzando a agitar una coctelera inaudita, con materiales reciclados e innovadores retales, sometiendo cualquier símbolo y abstracción precedentes a un aterrizaje forzoso. Su viaje inverso a la tendencia migratoria de la época –pues, oriundo de la emergente nación de Walt Whitman, se instala en la metrópoli londinense y se hace ciudadano británico– resultará decisivo en el sincretismo transoceánico de su poesía, con la que, en rigor, Eliot funda la –por así llamarla– tardomodernidad en la que aún nos hallaríamos inmersos.
Peor aún que la morbidez telúrica y el ímpetu egotista –al cabo, esto último, de herencia romántica– con que Baudelaire o Rimbaud habían fundado la modernidad poética, es –por su concreción objetiva– la nueva configuración del mundo como un descomunal hospital, que abarca, incluso –decíamos–, a la naturaleza. (“La niebla amarilla que frota su lomo en las ventanas,/ el amarillo humo que restriega su hocico en las ventanas/ lamió también las esquinas del atardecer”). El poeta no es ya el cirujano sublime y maligno que aquellos tramaban, sino, también él, “un paciente anestesiado” en su mesa de operaciones. No es un “vidente”, como quería Rimbaud, sino, en todo caso, un privilegiado y fatal voyeur, con los ojos y los oídos bien atentos a la irreductible polifonía y polución visual que le circunda (“Polifiloprogenitivos”, acuñará en uno de sus célebres neologismos). Por eso, el “Yo es Otro” rimbaudiano le parecerá muy poca gente para enumerar las incontables escisiones de la sensibilidad contemporánea, que Eliot muestra en una endiablada sincronía de espejos rotos, entre reflejos, sobre todo, despersonalizados y anónimos.
Como se observa ahora al completo, sus poemas enseñan –decíamos– el escorzo de su ebullición creadora, e incluso deconstructiva, pues semejan ser también una vajilla recién destrozada y recompuesta sin que se le note las junturas. Son los platos circenses en rotación, sin que se vea la mano que los mueve. Se trata de una imaginería ventrílocua; un collage zurcido con retales líricos, narrativos y filosóficos, donde la alta cultura, con letanías bíblicas y citas de sus poetas predilectos, se entremezcla con contingentes soflamas publicitarias y prosaicas. Nunca antes un poeta tan hermético resultó tan nemotécnico y flagrantemente influyente como este Eliot, pionero en apuntalar la inmanencia y la serialización de escisiones que se avecinaban. De marcada filiación anglicana, tras su conversión, en 1927, a partir de él las convicciones religiosas ya no estarían reñidas con el nihilismo más inhóspito. Del mismo modo que el oscurantismo más borrascoso ya ha dejado de ser patrimonio de maudits y románticos, para afectar, en adelante, a poetas oficinistas perfectamente encorbatados, como él mismo, directivo en una editorial y en una sucursal bancaria.
Pocos versos han sido tan citados (e incitadores) por los poetas más diversos del siglo XX como su “(…) Of restless nights in one-night cheap hotels”, la contraseña de la Canción de amor de J. Alfred Prufrock, que acaba de cumplir cien años. Aunque parezca paradójico, Eliot instaura una especie de nemotecnia de culto. Se comprueba aquí que los aldabonazos irán en aumento en ulteriores entregas. Tras el mencionado “April is the cruellest month”, de The waste land, surtirá el insoslayable “In my beggining is my end”, con que se abren los Cuatro cuartetos (1945), donde subrayará –de nuevo al término de otra contienda mundial– la imposibilidad de la redención humana, a causa de la paradoja del presente perpetuo. Con ese nuevo poemario, Eliot alcanzará ahora una influencia mucho más determinante en la segunda mitad del siglo XX.
Verso a verso, en esta exposición total de su obra se comprueba que nada hay en T. S. Eliot de abstracciones evocadas o proyectadas, sino que todo son concreciones convocadas aquí y ahora, a través de textos que son jirones y girones de textura física en tiempo presente. Autor también de piezas teatrales y de una fundamental obra crítica y de pensamiento poético –sobre todo, El bosque sagrado y Función de la poesía y función de la crítica–, uno de sus principales legados es, justamente, la imposibilidad de forjarse una voz original sin intertextualidad (al punto de subrayar que la diferencia entre un buen poeta y un mal poeta, es que el primero “roba”, mientras que el segundo “plagia”). Eso sí: la condición indispensable es empaparse de los clásicos para después evacuarlos, pues nadie puede descomerse de lo que no ha ingurgitado.
Premio Nobel de Literatura, en 1948, su marcado rechazo al Romanticismo fue incluso inferior a su antiacademicismo; además, literalmente, pues formado en Harvard, La Sorbona y Oxford, cuando tuvo oportunidad de dedicarse a la docencia en esta última institución, dijo: “La Universidad es muy bella, pero no quiero ser un muerto en vida…”. Su magisterio ha iluminado a poetas muy contrapuestos entre sí; en el caso de España, fue igual de determinante, por ejemplo, para un poeta tan órfico como Claudio Rodríguez o tan realista como Jaime Gil de Biedma… Ya se sabía de esa máxima polarización eliotiana, pero, a juzgar por los abundantes inéditos que aquí se ofrecen, bajo el epígrafe Versos ocasionales, su influjo puede llegar a ser mucho más ilimitado. En ellos se acrecienta la ironía y el sarcasmo más directos, hasta poder situarlo, inclusive, como un precedente de la generación beat; y más aún, con boca deslenguada, hasta podría pasar, por momentos, como el abuelo malhablado de muchos poetas actuales de Instagram. Sirva como botón de muestra este poemilla titulado ‘El triunfo de la estupidez’:
Señoras, en quien puse mi atención,
si pensáis que son méritos pequeños
los míos, demacrados,
pomposos, sin sabor, hasta fantásticos,
monótonos, gruñones, constipados,
algún galimatías sin poder
afectado, tal vez plagiado,
¡levantad vuestros culos de una vez!
(…)
Y cuando vuestros pies plateados avancen
entre las Teorías que aguardan en la hierba
llevaos también mis buenas intenciones
y que os den por el culo de una vez.
Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y ABC. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, En la ‘montaña rusa’ de Nicanor Parra. El antipoeta como sacerdote que no cree en nada, Cohen, Quebec, Barcelona, Cuando el verano se va de veraneo y Verano del 77: Adolfo Suárez, cuarenta años después.