He leído este mes varios libros que evocan la memoria personal de los años 70. Uno más divertido, sobre una adolescencia más hedonista que comunista de Arcadi Espada, y otro triste e íntimo en torno a la muerte del comisario Luigi Calabresi. Tienen los dos un énfasis periodístico muy grato, tan poco visto en las memorias hispanas (por favor, Pilar Urbano, deja de atentar contra el ensayo), y así pretenden confrontar la memoria personal con los testimonios del tiempo.
Es una ley importante a la hora de recoger fuentes, vaya, que siempre el testimonio cercano en el tiempo es más próximo a la verdad. En el caso de las memorias de Arcadi Espada adolescente, Vida de Arcadio -libro tan atravesado por Marsé-,el autor juguetea con una tercera persona. En ocasiones, quizá, es más literato que historiador como cuando narra un asesinato en el “drugstore” donde no coteja un periódico que confirme el suceso. Estos hechos mistificadores, y algunas anécdotas estupendas, se limitan por las distintas voces de su juventud -donde brilla Marcos Ordóñez- y una voluntad de estilo inevitable en Espada. Libro fuera de tiempo, es una de sus mejores piezas y sospecho que pasará desapercibido por no tratar temas en la agenda política.
Todos quieren ser un «pijoaparte»
Es mucho más grave el testimonio de Mario Calabresi, en el cual confronta memoria e informaciones sobre el asesinato de su padre por la extrema izquierda italiana. Aquí se enfrentan dos memorias contrapuestas con pericia. Primero, la del hijo de Luigi Calabresi, chivo expiatorio del asesinato del anarquista milanés Giuseppe Pinelli. Segundo, aquella de la zurda transalpina presta a la búsqueda de nuevas ficciones que aseguren su supervivencia. Mario Calabresi consigue en este ensayo, Salir de la noche, un raro equilibrio entre el testimonio personal y la propaganda contra un padre que hubo apenas conocer. ¿Quién mató al comendador / anarquista? No fue, claro, Fuenteovejuna, pero tampoco Luigi Calabresi, que se encontraba en otra planta de la comisaría cuanto Pinelli falleció.
La calma antes de la fatalidad
Ahí es donde empieza el proceso mitológico donde se pergeña una figura maligna como villano que acabó con la revolución. “Los años de plomo” en Italia, tiempo donde se enfrentaron servicios secretos occidentales con sus homónimos soviéticos, necesitaron figuras de cera para ejercer como dioses o monstruos de relatos bajo la sombra del absoluto. Se quería todo y aquel que impidiera arrancar el fruto prohibido del árbol ejercía de necesaria serpiente. La manzana no cayó, no había tantos moviendo el árbol y la gravedad en tanto científica es anticomunista. Luigi Calabresi, cuyo apellido además coincidía en sílabas con “assassino” para perfecta proclama, fue el necesario ser abyecto para una izquierda que leía más que pensaba. Detrás todos estos ridículos, de los campamentos rojos con un bisoño Arcadio Espada o de la tragedia vital de tintes viscontianos de la familia Calabresi, los muertos en vida que legó una épica fantasmagórica llamada comunismo. Dice Carmen Grimau:
“Los viejos camaradas no murieron todos de la misma forma, ni en los mismos lugares, ni en las mismas fechas, ni en las mismas geografías. Muchos pisaron suelos de cristal y se estrellaron sin saber que habían sido traicionados. Véase el guerrillero Víctor García Estanillo. Otros viejos camaradas reventaron sabiendo a quién obedecían. Otros se salvaron por la escritura; incluso algunos, al final de su vida, perdieron la memoria, ellos, que jamás se permitieron olvidar quiénes fueron en sus múltiples vidas. Y esos clandestinos murieron sin dejar rastro, palabra ni consigna, y sus últimas voluntades quedaron bajo la estricta conveniencia del interés político. Pero ninguno de ellos luchó por unos honores póstumos”.