Tengo un amigo que comparte conmigo la fascinación por el cine antiguo y por la buena literatura, amén de otras muchas cosas, como la música de Nina Zilli, y las relaciones que terminan languideciendo cuanto menos te lo piensas. Cuando nos vemos, después de ponernos al día en ese habitual intercambio de penas, propio de amigos que no se ven tanto como quisieran y de hablar de viajes, y de arquitectura imposible; es inevitable que terminemos hablando de nuestros líos amorosos, cuando no de libros.
Porque también en esto nos parecemos y nos complementamos como si fuéramos almas gemelas. Y es que si a mí me gusta la chulería de Javier Marías, él prefiere el estilo canallesco de Pérez Reverte. Ambos tenemos por ídolo literario a Stefano Benni como en el pasado tuvimos a Bukowski. Si yo prefiero a los Red Hot Chili Peppers, él disfruta con la música de Stone Roses, cuando él anda en la fase supina del enamoramiento, yo ya estoy de vuelta de todo. Cuando él viene, yo voy… como veis somos tal para cual, como en aquella famosa canción.
Tomaba un café con él uno de estos días, la semana pasada, creo que fue… Hablábamos, como no podía ser de otra manera, de relaciones, de la ausencia de ellas, del miedo al compromiso, de cómo buscamos a veces nuestro príncipe azul en medio de la nada, en lugares muchas veces insospechados y él se lamentaba de su mala suerte, yo de la mía. No lo he dicho, pero mi amigo es casi más enamoradizo que yo. Cada dos por tres cree conocer a la mujer de su vida, a la futura madre de sus hijos. Le basta, como a mí, una mirada furtiva en el supermercado, un simple detalle, un roce sin querer en la cola del metro, para que el milagro se desencadene y termine acabando en batacazo la mayoría de las veces. Y es que los dos estamos más dotados para las parejas clandestinas que para las oficiales, más dotados para el compañerismo y la complicidad que para la parafernalia de un anillo en el dedo. Es a la conclusión que hemos llegado después de muchos cafés, de muchas hostias sentimentales.
Por eso, discutir si un hombre y una mujer pueden ser amigos sin terminar siendo amantes es una de nuestras diatribas favoritas. Es la típica terapia que nos reconforta y nos deja como nuevos, para después de varias cervezas, risas y cotilleos, no llegar a ninguna conclusión. Pero esta vez mi amigo estaba apurado, lo noté enseguida cuando, a quemarropa y tras pasarse ya a las cervezas, me preguntó balbuceando, dónde fallaba nuestra teoría, si tan endiablado era su carácter como para que las mujeres no lo tomaran lo bastante en serio, que estaba harto de ser un estúpido pagafantas, harto del miedo al compromiso, de los pasos mal encaminados, de las relaciones porque sí.
De no haber sido por su resfriado, y el pañuelo que cada dos por tres se llevaba de los ojos a la nariz, hubiera pensado que el romanticismo estaba a punto de hacer de las suyas en su ya de por sí resquebrajada autoestima. Quise hablarle entonces de Bufalino cuando dice que nunca se conoce a quien se desea, sino a quien se debe o a quien el azar favorece, pero me callé. Intenté cambiar de conversación, pero no pude.
¿Qué otra cosa podía hacer sino echarme también yo a llorar? También yo muchas veces me hago la misma pregunta, también yo, a mi manera, no dejo de serlo, otra pagafantas con tacones. Pedimos la cuenta y nos sumimos por un momento en el silencio. Quedaba todavía mucha tarde y mucho de lo que hablar, aunque yo ya no pudiera pensar en otra cosa y por el modo en que me miraba, sospecho que él tampoco.
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Foto: Margaret Sullavan y James Stewart en El bazar de las sorpresas.