Para Elina Hairullina
El día que me fui de Tallin lo único valioso que llevaba en la maleta eran las arracadas de diamantes que me regaló Bruno. Los diamantes son una moneda universal, pensé, y la idea me dio algún consuelo. Pero cuando llegué a Londres y abrí la maleta en mi cuartito de au-pair me di cuenta al tiro de que habían desaparecido.
No es divertido tener dieciocho años y ser una inmigrante rusa con doscientas libras y una maleta de ropa absolutamente inadecuada para Inglaterra como todo capital. Se necesita cierto carácter para disfrutar de ese tipo de vulnerabilidad. Telefoneé a casa.
Mamá, tú sacaste las arracadas de mi maleta, dije.
¿De qué estás hablando?
Mamá. Nos conocemos de toda la vida.
Ella soltó una risa infantil al otro lado de la línea. Una risa que terminaba en una tos incómoda.
¿Para qué necesitas diamantes? Terminarías por perderlos. Esas joyas no son para alguien de tu edad.
¿Qué voy a hacer si necesito dinero?
Ay, Elina, querida, no seas dramática. Los jóvenes siempre se las arreglan.
Colgué sin despedirme.
Como au-pair, no recibía salario. En Tallin no recuerdo haber pagado nunca por nada. Sólo las feas necesitan llevar dinero. Y las feas no existen, simplemente hay chicas que no saben arreglarse. Es difícil encontrar una mujer que no tenga por lo menos un rasgo decente al que se le pueda sacar partido o algún defecto que no se consiga disimular.
Yo nunca tenía un centavo. Mi madre ganaba poco como periodista de Naine, una revista femenina, apenas lo necesario como para mantenernos a Talgat y a mí. Yo iba al Humanitaargümnaasium, la escuela secundaria más cara de Tallin, porque mi madre quería que me relacionara con gente de clase. Pero nuestra ropa salía de las tiendas de segunda mano y los alumnos lo notaban. Hacían comentarios desagradables. Aunque lo que de verdad me enojaba era que molestaran a Talgat con eso de que no teníamos padre. Hijo de puta, le gritaban. No me habría enterado si no fuera porque la vecina, que tenía un hijo en el mismo curso que mi hermano, vino con la historia. Talgat no decía nada, pero estaba cada vez más retraído. Le conté a mamá. Ella me llamó exagerada y dijo que no era para tanto, que seguro le dábamos demasiada importancia. Creo que tenía miedo de que nos quitaran las becas si traíamos problemas, si nos quejábamos. Es difícil criar sola a dos hijos, suspiraba.
No guardo muchos recuerdos de papá. Desapareció cuando yo tenía diez años y mamá estaba embarazada de Talgat. Mis parientes en Tatarstán dicen que era el hombre más guapo de Kazan y que le gustaban mucho el vodka y las apuestas. Mi madre estaba loca por él, pero la familia de mi padre pensaba que podía aspirar a casarse con una mujer más rica y no con la hija de unos campesinos. Se casaron a escondidas. Mi madre acababa de matricularse en periodismo.
Nos mudamos a Estonia cuando cumplí ocho años. En Tallin no conocíamos a nadie. Mi madre me prohibió hablar ruso en las tiendas, porque algunas dependientas se negaban a atendernos.
Mi padre trabajaba como guía turístico. Los clientes lo adoraban. Estaba lleno de energía. Sabía contar chistes. Nunca rechazaba una copa. O dos. A veces se iba de casa por un par de días; cuando mi madre estaba por llamar a la policía él aparecía en la puerta con alguna excusa. En una ocasión salió a resolver unos asuntos y simplemente no regresó. Mamá encontró su pasaporte en la mesita de noche, junto con su sueldo completo. La policía lo buscó durante unos meses. Luego archivaron el caso. Mamá, que lo conocía bien, se aferró a su propia explicación: estaba segura de que papá paró en un bar, bebió más de la cuenta y se lió en una pelea con un tipo que lo mató.
A veces creo que toda mi vida hubiera sido diferente de haber vivido papá. Pero tampoco pienso mucho en eso. No tiene sentido.
No era feliz en Tallin, pero no creía que mi infelicidad fuese algo muy terrible o muy importante. Qué fea eres, decía mamá, y yo no lo discutía. Cómo puedes vestirte con ropa usada, se reían Andrea y Olga en la escuela, y yo no sabía qué contestar. Miss Katerina, la profesora de inglés, pensaba que los estudiantes pobres arruinábamos el estatus del instituto. Sólo Natasha hablaba conmigo, aunque no veo muy bien por qué. No me gustaban mucho los libros, y ella siempre estaba leyendo una cosa u otra.
Miss Katerina daba una clase de inglés para los alumnos regulares y un curso especial para los que podían pagarlo. Creo que no estaba permitido, pero nadie se quejaba. Yo, por supuesto, iba con los regulares. Miss Katerina trataba de ignorarme y casi siempre lo conseguía. Pero a veces su mirada caía sin querer sobre mí y no podía ocultar su irritación. No creo que fuera su culpa. Ahora que lo pienso, debo haber parecido uno de esos animalitos callados, inexpresivos. No muy agradable de ver. Y miss Katerina había perdido a toda su familia el mismo año: a su marido por culpa de un ataque cardiaco y a su hijo en un accidente de tránsito. Yo intuía lo que era eso, así que trataba de hacerme invisible para no molestarla. Lo que no significa que ella me cayera bien. Tampoco soy tan estúpida.
Natasha no lo pasaba mucho mejor. Su padre se había escapado con una niñera rusa. Por las tardes nos sentábamos en el café Tallin y conversábamos. O más bien, yo la escuchaba. No mencionaba nunca a su padre. Yo no mencionaba nunca al mío. Me hablaba de lo que estaba leyendo. Se le había dado por los poetas estonios. Sobre todo por Tõnu Õnnepalu, un poeta homosexual. Yo no sabía que existiera algo así.
A veces, también, sonreíamos a los hombres que pasaban. No había mucho más que hacer. De vez en cuando alguno se sentaba en nuestra mesa y fumaba y pedía una ronda de bebidas y hablaba del tiempo o del gimnasio o de viajes a lugares como Londres o París o Luxemburgo. Esas historias eran música para nuestros oídos. Ninguno parecía fijarse en nuestros zapatos ordinarios o en nuestro aire de colegialas —que es lo que éramos, al fin y al cabo. Nosotras no preguntábamos por sus esposas o por sus hijos porque nos parecían planetas distantes donde sucedían cosas que no comprendíamos y de las que quizás era mejor no saber. Queríamos que nos deslumbraran con la posibilidad de otros mundos fuera de Tallin. Con eso bastaba.
A fines de marzo, Natasha apareció con la noticia de que se iba de vacaciones a Moscú con su madre. Yo nunca tenía vacaciones. Sólo Tatarstán en los veranos, pero eso no contaba. Mi abuela tenía una granja en Bilär y nos vendía la leche, los huevos y la mantequilla al mismo precio que a los extraños. No nos hacía rebajas ni nos regalaba nada. Mi madre ahorraba todo el año para ese viaje, pese a que siempre terminaba peleando con la abuela. Pero Talgat empezó a llevar frenillos y se acabó el dinero. Mamá optó por cortar gastos y hacer el viaje en la primavera, de manera que fuera más corto y saliera más barato. También decidió que ya era lo bastante mayor como para quedarme una semana sola en Tallin.
Alguien de mi edad habría estado fascinada con la idea. Pero yo no tenía nada qué hacer sin las salidas con Natasha. Sin las horas jugando dominó con Talgat. Ése era todo mi mundo. Las demás chicas seguro iban a fiestas y a discotecas y estrenaban ropa y tomaban sambuca. Mi vida se parecía más a un camino en el que nunca ocurría nada. Al menos nada bueno.
Fui al café Tallin por mi cuenta. A pensar. Escogí una mesa en la esquina y me senté de cara a la pared. No quería que nadie conocido me viera sola y tuviera lástima de mí. Saqué un cigarrillo. Todas mis compañeras de colegio fumaban. El mesero se acercó con una copa de vino rosado que no había pedido. Le dije que era un error, pero señaló otra mesa. Me di la vuelta y vi a un hombre de unos cuarenta años que alzaba su copa hacia mí. Era muy guapo. Me sonrojé. Tomé la copa que me invitaba y bebí un sorbo. Un sorbo muy chiquito. El hombre vino a sentarse a mi lado.
Doce años en el colegio sin que nada ocurriera y un día vas a un café y tu vida tal como la conoces se convierte en otra cosa.
Lo primero que noté en Bruno es que se hacía la manicura. Lo segundo, que no le importaba que yo no tuviera nada qué decir. Eso no estaba mal, porque de pronto me había quedado muda. No recuerdo las cosas que me dijo. Me invitó a una copa tras otra hasta que la gente y las luces del café Tallin comenzaron a hacerse borrosas ante mis ojos. Me hundí en una especie de aletargamiento. Cuando levanté la cabeza, Bruno pagaba la cuenta y me estaba pidiendo que lo acompañara de compras.
Entramos a una tienda de cosméticos. Bruno dijo que eligiera lo que se me antojara mientras él conversaba con la vendedora. Escogí dos cremas humectantes para el rostro —una de día y otra de noche—, un peeling facial, un corrector de ojeras y un tratamiento rejuvenecedor, pese a que aún tenía diecisiete años y no necesitaba ni el corrector de ojeras ni el tratamiento rejuvenecedor. Bruno pagó la cuenta sin fijarse en la suma. ¿Estoy soñando?, pensé mientras la ciudad pasaba ante mis ojos como las luces de un tragamonedas por la ventana de su Mercedes. Cuando llegamos a la puerta de mi casa se acercó para besarme. Vi, por primera vez, la posibilidad de redimirme. De reinventarme. El fin de la mala racha.
Al día siguiente nos encontramos en Sashimi. Me enseñó a comer sushi colocándome los bocados entre los dientes. Con paciencia. Como haría con una niña. Nunca había probado una mezcla de sabores tan complejos. Cerraba los ojos cada vez que descubría un gusto nuevo. Bruno se reía y me decía que era divertido ver a una chica comer con tantas ganas. Pero no era únicamente la comida. Era algo así como volver a nacer.
Él hablaba mucho de sí mismo.
Querrás saber a qué me dedico, me dijo.
No, contesté. Por la forma en que me miró, me di cuenta que esperaba que le dijera que sí.
No eres muy curiosa.
Sé lo que hay que saber.
Bien, me dijo. Eso te servirá en el futuro.
Me quedé callada.
Traigo cargamentos de cobre desde Rusia. Sin permiso del gobierno.
¿Ilegales?
Es una forma de llamarlo.
Me preguntó si estaba sorprendida. Le dije que no. Para mí, lo mismo daba que fuera profesor o ingeniero informático o contrabandista. Cada uno se gana la vida como puede.
Me contó de sus viajes. Del riesgo de que lo descubriera la policía. De la euforia cada vez que cruzaba la frontera. Pero también me habló de su niñez en Harku y de la pobreza, de cómo su padre murió en un accidente en la fábrica. Quise decirle que entendía lo que era eso. Pero tuve la impresión de que él ya lo sabía y que no era necesario decir nada. Después de la cena me llevó a su departamento, me desnudó en la sala y me hizo el amor en el sofá.
A mamá no le importó que saliera con un hombre mayor que ella. Se acercaba el viaje a Tatarstán y le preocupaba irse con unos kilos de más.
¿Qué va a decir tu abuela?, se lamentó, frente al espejo. ¿Qué va a pensar esa bruja de Martina?
Cuarenta y dos, dije. Bruno tiene cuarenta y dos.
Mamá me miró de arriba abajo.
Deberías cuidarte. Tienes tendencia a engordar del busto. A tu edad, yo era delgada como un fideo.
La siguiente vez que estuve con Bruno dolió menos, aunque sangré un poco de todos modos. En el baño de su departamento, desnuda, me paré frente al espejo y tuve la certeza de que por fin me estaban sucediendo cosas. De que tenía una vida propia que excluía a la gente de la escuela y de mi casa. Una vida llena de secretos. Sonreí.
Mamá no hizo ningún comentario sobre mis horas de llegada de los últimos días, pero me pidió que me mudara con Bruno durante la semana que ella y Talgat pasarían en Tatarstán.
Apenas lo conozco, le dije, sorprendida.
Mamá estaba sentada al borde de la cama, delineándose los ojos con la ayuda de un espejito de mano.
Si eres buena para coger con él, eres buena para vivir con él.
¿Por qué no puedo quedarme en casa?
Nunca apagas las luces. Te olvidas de cerrar el gas de la cocina. Vas a terminar haciendo volar la casa y ése sí que será el fin de todos nosotros.
Mamá viajó con Talgat y yo me mudé con Bruno. Acostumbrarme a la vida cotidiana con él resultó la cosa más fácil del mundo. La mujer de la limpieza nos hacía el desayuno. Adquirí el gusto por el café cargado. Esa semana salimos casi todas las noches. Bruno me compró vestidos y carteras y joyas. Cogíamos en todas partes. En las esquinas de las discotecas. En su auto. En los baños de los restaurantes. Aprendí muchas cosas.
Cuando Natasha volvió de vacaciones y la puse al tanto, me di cuenta enseguida de que el asunto no la convencía. Ni siquiera la impresionó mi monedero nuevo. Y eso que era un Prada. Queríamos seguir siendo amigas, así que intentamos no mencionar a Bruno en nuestras conversaciones. Lo cual nos llevó a una situación imposible. Así que, por primera vez, me encontré mirando el reloj con disimulo mientras Natasha hablaba de cosas que antes me interesaban. En una ocasión me contó sobre un escritor asesinado en un campo de concentración, polaco, creo, un tal Bruno Schulz. Es una de esas cosas que recuerdo porque… Bueno, por razones obvias.
Poco después, mamá y Talgat volvieron de Tatarstán. No consideramos la posibilidad de que yo regresara a casa. Creo que mamá estaba aliviada de tener una boca menos que alimentar. Se veía más feliz.
También yo volví al colegio con una actitud nueva. Lo que pasaba en la clase no me tocaba. Era como si mi cuerpo estuviera ahí pero yo me hubiese ido a otra parte. Ésta no es mi vida, pensaba. Mi vida es la otra, con Bruno. A la salida del colegio me esperaba en el Mercedes. Ya no tenía que caminar o tomar el bus. Eran buenos tiempos.
Se me dio por el vino casi todas las noches. Saltaba en la cama con el babydoll de seda. Bruno me agarraba por el tobillo y me arrastraba entre las sábanas. Él también bebía mucho, casi siempre whisky. A veces el whisky lo ponía melancólico. Se quejaba de que la vida no era justa. De que su socio lo estafaba. De que los funcionarios de aduana pedían sobornos estratosféricos. De que sus amigos eran unos interesados. Intentaba besarlo pero él me rechazaba. Se encogía en posición fetal y se quedaba inmóvil, hasta dormirse. De espaldas a mí. Como si mi presencia le hiciera daño. Luego despertaba, otra vez de un humor excelente, me exigía que me pusiera un vestido y tacos altos y nos íbamos a cenar.
Bruno conocía muchas chicas. Eso a veces me incomodaba. Pero no porque me intimidaran. Sé muy bien cuáles son mis limitaciones. Saber estas cosas te da una buena perspectiva de lo que eres capaz de conseguir. Y ése es un gran punto de partida. En serio. El problema con las amigas de Bruno era que tenían las intenciones pintadas en la cara. Y él no hacía nada por detenerlas. Cuando me quejé, en una discoteca, se rió como si se tratara de un chiste y se comió la aceituna de su martini.
Éstas son carne de cañón, dijo. No tienes de qué preocuparte.
No sé qué quiso decir con eso. Traté de tranquilizarme dando sorbitos a mi botella de Smirnoff Ice y mirando a la pista. Bruno me ignoraba frente a esas mujeres. Todas mucho mayores que yo. De veintiuno, de veintidós o hasta de veintitrés años. Quizás Bruno se aburría conmigo. Quizás yo tenía menos mundo que ellas. Pero cuando vi a una pelirroja besándolo en el cuello mientras simulaba decirle algo, tuve la sensación de estar caminando dormida o de estar delizándome en caída libre. O las dos cosas. Y en ese estado de sonambulismo o aturdimiento o náusea tiré la botella de Smirnoff Ice en dirección de la cabeza de la pelirroja. Y acerté.
Quizás hubiera seguido sonámbula si no fuera porque me despertó un golpe en la cara. Un golpe que casi me hizo perder el equilibrio y que me dejó cinco marcas rojas en el lugar donde impactaron los cuatro dedos y la palma de la mano de Bruno.
Los guardias de la discoteca se llevaron a la mujer. No podía caminar muy bien. Iba dejando un hilo de sangre a sus espaldas. Bruno me sacó a empujones. No paró de gritarme en todo el camino. Siguió pegándome en su departamento. En la espalda, en el estómago, en la cara. Hasta que su camisa quedó manchada de sudor. Por loca. Por avergonzarlo en público. No me resistí. Cuando se cansó, hicimos el amor.
La siguiente vez me encontró en el teléfono al volver a casa y no me creyó cuando le dije que hablaba con Natasha. Se puso como loco. Falté dos días al colegio mientras esperaba que mi ojo derecho desinflamara. Me invadió la apatía. Todo me producía un cansancio enorme. Cada vez iba menos a clases. Me quedaba tirada en cama, en babydoll, sin ganas de peinarme o maquillarme. A veces, por hacer algo, salía a las tiendas y compraba montañas de ropa que no necesitaba o que no me gustaban.
Bruno me regaló las arracadas de diamantes para disculparse por lo del ojo morado. Tuvimos una temporada sin muchos problemas. Festejamos mi cumpleaños con un picnic en la playa. Vimos la puesta de sol. La luz del atardecer sobre mi vestido blanco. Nos hizo frío. Bruno sacó del bolsillo una cajita con un anillo de diamantes que hacía juego con las arracadas. Nos besamos y sin previo aviso Bruno me retorció el brazo hasta hacerme daño y me llamó zorra y amenazó con matarme si algún día se me ocurría escaparme con otro. Me quité el anillo y lo tiré lo más lejos que pude. Bruno se pasó la siguiente hora buscando el anillo en la arena, maldiciendo, hasta que se hizo oscuro y regresamos al departamento, donde me alisté a toda velocidad porque teníamos una mesa reservada en un restaurante a las nueve y media.
Bruno viajaba a Rusia cada tanto y se olvidaba de llamar durante dos o tres días. No me daba ningún número de teléfono para ubicarlo. Decía que era peligroso. Evitaba encontrarme con Natasha, que había ido a ver a mi madre para avisarle de que estaba inquieta por mí. Mamá le contestó, sin muchas vueltas, que se había arruinado la vida criando a sus hijos y que era hora de pensar en sí misma, mientras aún fuera joven. Natasha se escandalizó. Yo le di la razón a mamá. Hacía poco habían acabado las clases y me maravillé cuando me enteré de que pasé el curso. Apenas había pisado la escuela en los últimos meses. Tampoco fui a mi graduación. Ya no visitaba a Talgat. De alguna forma, el tiempo se detuvo. Dejé de contar las semanas y los meses.
Incluso el sexo perdió su intensidad. Bruno empezó a pasar películas pornográficas para poder hacerlo conmigo. Decía que era mi culpa. Que no podía excitarse porque yo nunca decía nada, que lo miraba con cara de reproche, como todas las otras mujeres de su vida. Eso lo ponía furioso.
Una tarde sonó el teléfono mientras veía American Idol en la tele y bebía la cuarta copa de vino. Pensé que era Bruno avisándome que estaba por llegar a Tallin y que todo había salido bien. Pero era una mujer. Me preguntó quién era yo.
Quién eres tú, dije, alerta.
La mujer se rió. Así que hablo con el nuevo juguete de Bruno, dijo. Y después de una pausa: ¿Te pega?
No.
Seguro que te dijo que está en uno de sus famosos viajes a Rusia. El muy valiente. Si te das ahora mismo una vuelta por el Olimpia, te apuesto a que lo encuentras con alguna puta.
Me quedé callada.
Buena suerte, dijo la mujer, y creí escuchar cansancio y verdadera compasión en su voz. Dile que pague la pensión de su hija. No es sólo coger, ¿sabes?
Díselo tú misma, contesté, pero la mujer ya había colgado.
Bruno llegó un poco borracho. Me daba cuenta por su ensimismamiento. Incluso cuando hablaba, siempre se estaba diciendo cosas a sí mismo. Se tiró en el sofá, con los ojos cerrados, y me pidió que le alcanzara un whisky. Me senté a su lado.
Hay algo que quiero preguntarte, dije, apenas audible.
Bruno vació de un trago su vaso de whisky. Distante. Creo que no estaba acostumbrado al sonido de mi voz. De pronto abrió los ojos y se quedó mirándome. Como si me hubiera visto por primera vez.
Eres lo más sexy que he tenido en mi puta vida, dijo.
Pero no parecía contento, sino todo lo contrario. Se veía muy desgraciado. Le pasé una mano por el cabello, intentando consolarlo.
Te he dado todo, dijo. Nunca te ha faltado nada.
Sí, contesté, y lo dije de corazón.
Intenté abrazarlo. Se apartó de mí. Evitaba hacer contacto visual. Me explicó que había pedido dinero prestado a Tolik, su socio. Los negocios salieron mal y no tenía cómo pagarle. Tolik le propuso a Bruno que me acostara con él para saldar la deuda.
Yo había visto a Tolik unas cinco veces, en la discoteca, siempre con una chica diferente. Era un tipo alto y duro que hablaba muy poco, pero que parecía estar siempre bullendo por dentro. A punto de estallar. Bruno se reía y decía que las novias no le duraban porque Tolik se portaba como una bestia con ellas.
¿Qué le contestaste?, pregunté.
Que hablaría contigo.
Noté que el pulso se me aceleraba. No era rabia lo que sentía, tampoco dolor. Era más bien una sensación de vacío que me obligaba a pellizcar mis propios brazos para confirmar que existía de verdad.
No es para tanto, dijo Bruno, impaciente. ¿Por qué siempre me haces sentir como un hijo de puta?
Volvió a salir sin dar explicaciones. No supe dónde pasó la noche. Seguí viendo tele hasta que amaneció y el resplandor de la pantalla me hizo arder los ojos. Llené la bañera. Me bañé por primera vez en días. Enjabonándome los brazos y las piernas y el estómago. Sumergida hasta la nariz en agua caliente. Aguantando la respiración. Mi cuerpo estaba cubierto de marcas. Las acaricié mientras pensaba en Bruno. Al salir me puse un par de jeans y botas y me amarré el cabello húmedo. Luego llamé a Natasha.
Natasha contactó con la agencia de au-pairs e hizo todas las averiguaciones. Fue discreta y práctica. En cierta forma, me salvó. Vino al departamento de Bruno, empacó mis cosas y me llevó a casa de mi madre. Se quedó conmigo hasta que llegó la hora de partir. Mi madre prefirió no hacer preguntas. Se lo agradecí.
Bruno pasó por la casa un par de veces tocando la bocina de su auto. También telefoneó, y Natasha amenazó con avisar a la policía. Él se rió y dijo que si le daba la gana podía hacer que la policía de Tallin me llevara de vuelta a su departamento en cinco minutos.
Natasha tenía miedo de que se me ocurriera buscarlo y volver con él. No hacía falta. Había decidido obedecer y dejar que las cosas me sucedieran como si se tratara de la vida de alguien más. Así no se necesitaba demasiada voluntad para que el tiempo pasara. No había que pensar en reinventarse. Mientras más se parecieran los días, mientras más monótonos, más fácil se me hacía olvidar quién era yo. O quién había sido.
Poco antes de viajar me encontré con Bruno en la puerta de mi casa. Había salido a sacar la basura y lo encontré apoyado en la pared. Fumando. No sé cuánto tiempo llevaba así. No ofreció justificaciones ni disculpas. No se las pedí.
Te fuiste sin avisar, como una ladrona, dijo.
Pensé que había dolor en su voz, pero también algo parecido a la ternura.
Te di todo lo que querías, siguió, como si no estuviera hablando conmigo, sino más bien como si estuviera tratando de convencerse de algo. Las cosas no salieron bien. No fue mi culpa.
Me mentiste, dije.
No todo fue mentira, contestó.
Podía escuchar a Natasha en la cocina, cargando la tetera. Cantando en voz baja. Bastaba una palabra para que la tuviera en un segundo a mi lado.
¿Qué cosa?
Lo de mi padre. El accidente en la fábrica. Eso no fue mentira.
Asentí. Bruno se quedó en la puerta unos segundos más. Como esperando algún tipo de señal. Estaba un poco desarreglado y más hermoso que nunca. Abrí la boca para decir algo que ambos pudiéramos recordar más tarde. Pero no me salió nada. Dejé la bolsa de basura en el suelo y cerré la puerta detrás de mí.
Hora del té, anunció Natasha con voz alegre.
El día que me fui de Estonia mamá no pudo ir a despedirme. Estaba trabajando. Abracé a Talgat en la puerta de la casa. Le dije que todo iba a salir bien. Era diciembre y Tallin estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Natasha subió conmigo al taxi. La ciudad tenía el aire fantasmal que siempre asocio con mi infancia. El taxista encendió la radio.
Me apoyé en el cristal de la ventanilla y me eché a llorar.
Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1981) estudió comunicación en la UPSA y realizó una maestría en la universidad inglesa de Cambridge. Fue periodista de El Deber, El Nuevo Día y Número Uno. Sus relatos se incluyeron en varias antologías del cuento boliviano. Escribe para la revista Americas Quarterly y fue coeditora de Conductas erráticas. Primera antología boliviana de no-ficción (Aguilar, 2009).