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ArpaTamales de chivo. Dos relatos sobre la borrachera inmobiliaria

Tamales de chivo. Dos relatos sobre la borrachera inmobiliaria

1. Jenaro

El protagonista de esta historia verdadera que te voy a contar se llama, o se llamaba, Jenaro. Era de un pueblo pequeño de la costa y sus padres lo metieron en el seminario porque el maestro les había dicho que valía para estudiar y ellos no tenían dinero para mandarlo a hacer el bachillerato a la capital, que de aquella no había instituto en el pueblo. Era listo y al parecer sacaba muy buenas notas en el seminario. Pero, cuando los padres lo iban a buscar para pasar unos días en el pueblo, los curas se quejaban de que su comportamiento no era el que se esperaba de un futuro sacerdote. Que era altivo, orgulloso, pendenciero y que mentía con tal de no admitir que había hecho cualquier cosa reprobable. Les pedían a los padres que lo corrigieran o que lo sacaran del seminario, y no lograban entre unos y otros que se enmendara. Por su parte, los padres, aunque no confiaban en que acabase siendo ordenado sacerdote, sí esperaban que la disciplina de los curas consiguiera cambiar su forma de conducirse. En las cortas temporadas que pasaba con ellos en el pueblo, los chantajeaba sabiendo que tenían mucho interés en que siguiera con los estudios que luego le permitieran ganarse la vida sin tener que andar a la mar en un pesquero como su padre y su hermano mayor, Julián. A cambio, él les exigía cantidades relativamente importantes del dinero que les costaba tanto ganar.

Así iba pasando el tiempo, hasta que un buen día, cuando a Jenaro le faltaba ya poco para acabar sus estudios de teología, llamaron del obispado a los padres preguntando si el muchacho estaba con ellos, porque había desaparecido sin despedirse ni haber comunicado sus intenciones ni a sus profesores ni a sus compañeros. Los padres nada sabían y no volvieron a tener noticias de él hasta dos años más tarde. A un vecino que había emigrado a Barcelona le pareció verlo sacar escombro de una zanja en una calle de Sabadell y lo había llamado por su nombre. Al oírlo, el joven se había vuelto, pero inmediatamente fingió que la cosa no iba con él y siguió trabajando con la cabeza baja. El vecino, tras haber dudado qué hacer, acabó por contarles lo que había visto cuando volvió al pueblo por vacaciones. Todos allí conocían su fuga del seminario. El padre se murió poco tiempo después, sin haber vuelto a ver a su hijo desde que estaba en el seminario.

Al fin, un día su madre tuvo noticias directas de Jenaro. Habían pasado ya siete años de la muerte del padre. El hijo estaba muy cambiado. De su antigua complexión de mocetón robusto no quedaba nada. Tenía poco pelo, estaba delgado, la piel se le había hecho muy fina y, al parecer, estaba algo delicado de salud. Se había casado y llegó al pueblo en un lujoso coche alemán de gran cilindrada con su mujer y con un hijo de dos años de aspecto saludable pero que aún no hablaba una sola palabra. Dijeron que la mujer era enfermera, pero había dejado el trabajo al tener el niño. Él, por lo visto, se dedicaba a la construcción y ganaba mucho dinero. A partir de aquella primera visita, Jenaro volvía al pueblo dos o tres veces al año y se mostraba generoso –aunque un tanto fanfarrón– con todos trayéndoles regalos y llevándolos a comer a restaurantes caros en la capital.

Pasado el tiempo, un día Jenaro reunió a su madre y a su hermano y, con semblante serio y preocupado, les dijo que tenía que hablar con ellos. Para entonces, la madre, que ya no se las apañaba muy bien sola, vivía con el hijo mayor, que se había comprado un piso bastante decente. Julián, después de muchos años faenando en la mar, había dejado el pesquero para abrir una tienda de congelados, refrescos y chucherías que había marchado razonablemente bien hasta el comienzo de la maldita crisis. El banco le había cancelado la línea de crédito, lo que lo obligó a reducir referencias, porque solo podía hacer compras con lo que iba entrando en la caja, que cada vez era menos.

Jenaro les habló a los dos de esta manera: “Voy a pediros un favor. Estoy pasando por un momento complicado en mi empresa. Tengo casi terminada una urbanización de quince dúplex, con la mayoría de ellos comprometidos por cantidades entregadas a cuenta por los compradores. Pero ahora resulta que me condicionan el enganche de luz para las viviendas, y por tanto la cédula de habitabilidad, a que la empresa eléctrica ponga un transformador bajo tierra. He hablado con ellos ni se sabe la cantidad de veces, pero mis prisas no son las suyas. El dinero que había cobrado de los compradores ya lo tengo invertido en otra promoción que estoy empezando. Con lo del transformador no solo tengo parada una venta que, en condiciones normales, ya estaría hecha al completo, sino que me está faltando liquidez para seguir con la promoción que tengo entre manos y ya algún proveedor ha dejado de servirme porque le debo materiales. Unos cuantos compradores de los dúplex se han mosqueado porque ya tendrían que estar viviendo en ellos y me exigen que les devuelva el dinero que me entregaron por incumplimiento de los plazos. Me molesta mucho tener que pediros un favor, pero he pensado que tu casa, mamá, ahora que te has ido a vivir con Julián, está vacía. ¿Por qué no me dejas pedir un préstamo con la casa como garantía? Por supuesto que voy a pagar enseguida esa hipoteca. Se trata sólo de salir del apuro, mientras la compañía eléctrica no construye el maldito transformador. Hay que ver cómo es la Administración. Si me hubieran puesto esa condición de principio, ya me las habría arreglado para que el transformador estuviera en servicio al acabar las obras. Pero no. Lo exigen ahora y me estrangulan a mí, que tenía que tener todo vendido y estar metido de lleno en la nueva promoción. Mientras tanto, paga sueldos, cargas sociales y compra materiales cuando tienes el grifo cerrado. A nadie parece importarle esa situación. Sólo os pido que me dejéis poner esa casa en garantía para poder seguir adelante, sin que se me echen encima los acreedores. Ya os digo que sería por poco tiempo, que en cuanto se desbloquee esto, yo liquido la hipoteca”.

No solo consiguió ese crédito contra la vivienda de la madre. Más tarde la garantía fue el piso del hermano. “No podéis dejar que me hunda”, imploraba con lágrimas cayendo por sus mejillas. Empezó a dejarse ver menos por el pueblo, ahora convertido en una ciudad de veraneo. Y ya no venía en su flamante coche. Sí acudió a una celebración familiar con una berlina de gama media, dijo que alquilada. Esa fue una de las últimas veces que se llegó al pueblo. Más tarde se supo que había pedido dinero a un hermano de su padre, que acababa de vender una propiedad, con el mismo pretexto del transformador. Solo que esta vez era inminente su instalación, decía, pero necesitaba el dinero para hacer frente a los pagos que se le venían encima. Todo indica que había estado utilizando la historia del transformador, con múltiples variantes, para conseguir dinero de deudos y conocidos.

Si alguno había pensado en algún momento lo contrario, todos se dieron cuenta de que jamás verían un solo euro del dinero prestado cuando se ejecutaron los embargos de las viviendas de la madre y del hermano. Jenaro había acudido a usureros que ejecutaron a la primera ocasión las hipotecas. Ese tipo de prestamistas prefieren quedarse la propiedad antes que recibir la devolución del préstamo, que así es como obtienen sus pingües ganancias. Generalmente prestan a gente a la que le urge el dinero y que por eso acepta poner en garantía un inmueble que vale mucho más que el dinero que reciben.

De resultas, Julián tuvo que irse a vivir en un piso alquilado con su madre. Su mujer, Chon, se separó de él, no solo por haber accedido a poner la vivienda en garantía sin haber contado con ella sino, todavía peor, por haberla engañado para que firmara el documento del préstamo diciéndole que era para el negocio y sin contarle que lo que estaba en garantía era el piso. Chon se quedó con el negocio y él tuvo que empezar a trabajar como portero de noche en un hotelucho de tres al cuarto. Quedaban ya muy pocos barcos de pesca en el puerto, por lo que los empleos de marinero escaseaban y, además, él ya no tenía cuerpo para la dura faena a bordo.

Durante algunos meses, Jenaro todavía decía a quien quería escucharlo que estaba intentando reflotar su empresa con proyectos importantes en terceros países. De vez en cuando estaba ilocalizable un par de semanas. Según decía, estaba a punto de conseguir contratos de gobiernos de países del Magreb para construir pozos e infraestructuras de regadío y saneamiento. En realidad, su empresa constructora hacía tiempo que había dejado de funcionar por falta de suministros y, además era imposible que pudiera reanudar su actividad, acumulaba muchos impagos y no encontraría suministradores. Lo único que iba frenando las demandas por impago era que, en una infantil huida hacia delante, Jenaro entregaba pequeñas cantidades del dinero que conseguía por medio de engaños de cualquiera que se le ponía a tiro. Pero no tenía ningún plan que no fuera ir saliendo del paso de mala manera. Con eso, lo único que conseguía era deber cada vez más dinero a cada vez más gente y pronto ya no pudo parar las demandas judiciales. Además, a Hacienda y a la Seguridad Social no se las podía engatusar con buenas palabras. El juzgado empezó a instruir un sumario único por todas las deudas y la fiscalía lo acusó de quiebra fraudulenta, de alzamiento de bienes y de unos cuantos apartados más del Código Penal. Ninguno de los familiares ni allegados a los que les había pedido dinero se personaron en la causa, pero no era necesario, el montante de la deuda oficial ya era abultado. Cuando se celebró la vista oral, Jenaro estaba en paradero desconocido. Fue condenado en rebeldía.  Además de imponerle multas e indemnizaciones por importe de varios millones de euros, le cayeron diez años de prisión. A su mujer, que había vuelto a trabajar en un bufete, le impusieron un embargo parcial de su sueldo.

Tú te preguntarás dónde estaba nuestro hombre. Pues al parecer, huyendo de la Justicia había ido a parar a México. Parece ser que sus abogados españoles, a los únicos que les pagó religiosamente lo que les debía, por la cuenta que le traía, le habían proporcionado contacto con un colega de Monterrey para que le ayudara a instalarse en donde nadie pudiera informar a las autoridades españolas de su identidad ni de su paradero. El abogado mexicano le confirmó que, si quería ser invisible, no le quedaba otra opción que moverse por los márgenes de la legalidad. Una manera de que nunca lo encontraran era incrustándose en alguna de las poderosas organizaciones del narco existentes en el país. Era seguro para burlar a la policía, pero arriesgado, especialmente para alguien de salud delicada como él. Otra opción, le dijeron, para mantenerse a buen recaudo, en ausencia de dinero para otro tipo de vida, era afincarse en un barrio periférico de la capital y buscarse la vida en actividades marginales o heterodoxas. Y él mismo le facilitó contactos con otros abogados mexicanos que lo introdujeron en el mundo del hampa en los barrios periféricos del noroeste de Monterrey. Los jefes locales lo tuvieron a prueba una temporada asignándole tareas menores y, con frecuencia, humillantes. Finalizada la prueba, que Jenaro había aguantado pacientemente, y como era una persona con estudios, lo acabaron convirtiendo en una especie de contable del menudeo de droga en el área bajo su control. Acudía por las mañanas al lugar, que iba variando de unos días a otros, en el que se distribuía la droga entre los camellos locales. Verificaba el peso y repartía las cantidades que le proporcionaban los jefes de zona, registrando en sus minuciosos y pulcros apuntes todo lo que daba y recibía. Había camellos que trabajaban por cuenta propia. Esos manejaban cantidades mayores y tenían que pagar al recoger la mercancía. Jenaro hacía el cálculo y cobraba a estos peculiares autónomos. Otros, los que se dedicaban al menudeo, pagaban al final del día lo que habían vendido. A veces, no conseguían colocar todo lo que se habían llevado, y entonces Jenaro tenía que comprobar si el dinero que traían concordaba con lo vendido. Para evitar tentaciones, los que no habían conseguido vender todo lo que se les había entregado por la mañana, al día siguiente se llevaban solo lo que habían traído de vuelta y tenían que conseguir el resto del dinero que les faltaba. Solo cuando lo liquidaban íntegramente se les podía dar una nueva pesada, como se decía en el argot. Jenaro tenía que dar puntual información del rendimiento de los camellos, especialmente de los que se acomodaban y dejaban de colocar repetidas veces la cantidad que se les confiaba. Así empezaba su caída en desgracia. Primero se les daba un toque de atención y se les vigilaba por si frecuentaban amistades poco convenientes. Había algo que los camellos tenían expresamente prohibido: cortar por su cuenta la mercancía para conseguir una ganancia extra. El que caía en la tentación y era descubierto, así como los que una y otra vez dejaban de colocar la mercancía que se les había encargado, solían aparecer al poco tirados en algún erial con un balazo en la cabeza. La organización no llevaba bien las defecciones ni los cabos sueltos. Consideraban que la mejor manera de callar una boca potencialmente delatora era cerrarla para siempre.

Por supuesto, todo el mundo tenía que estar al día en sus cuentas. Para eso las anotaciones de Jenaro eran importantes. Había ideado un sistema de registro cifrado de modo que nadie más que él fuera capaz de relacionar lo que figuraba en sus papeles con personas, con cantidades de dinero y de sustancias o con actividades concretas. Aun así, nunca dejaba a nadie ver sus cuadernos, sino que cuando tenía que rendir cuentas, traducía él mismo en voz alta sus anotaciones. Custodiaba sus papeles con celo y al cabo de un tiempo sus jefes y pagadores le dieron un cierto margen para decidir cuándo cortar el grifo a alguien. Paradójicamente, el que en un entorno legal había cometido todo tipo de ilegalidades, ahora, en un entorno ilegal, era el encargado de mantener una estricta contabilidad y de velar por que todos cumplieran todas las normas y nadie dejara de pagar lo que debía. Ironías de la vida, el mal pagador se había convertido en el guardián de los pagos. En ningún momento se le ocurrió apropiarse ni de un gramo ni de un peso. Allí no había juicios formales, ni mucho menos abogados defensores; la condena era siempre a la pena capital, y de sobra sabía con qué facilidad la ejecutaban. Así que la rectitud en su proceder estaba garantizada. A cambio, su vida era respetada, tenía una vivienda modesta en el barrio La Alianza de Monterrey y recibía una cantidad de dinero variable pero suficiente para su supervivencia. Ese era su horizonte vital. En esta función de meticuloso y pulcro contable estaba su techo en la organización. Las cuestiones relativas a la procedencia, la producción y la distribución de las mercancías, y de las fabulosas ganancias que todo ello generaba, le eran del todo ajenas. Había encontrado un nicho en un rincón apartado donde no iba a ser nada fácil que lo localizaran los que tenían cuentas pendientes con él en España, eso era lo que debía importarle.

Naturalmente, su condena en rebeldía implicaba una orden de busca y captura. Se había hecho del modo rutinario habitual para los delincuentes a los que el Estado, después de buscarlos en su domicilio habitual, no dedica un céntimo para encontrarlos. Pero también sabía con certeza que si cometía algún desliz que advirtiera a las autoridades consulares de su presencia en México, sí que podía verse en dificultades. Los abogados, tanto los españoles como los mexicanos, le habían advertido que sus delitos entraban de lleno en los especificados en el tratado de extradición vigente entre España y México. Además, aunque sus acreedores sabían que no podían sacar un euro de él, más de uno, si tuviera noticias, aunque fueran imprecisas, de dónde se encontraba, estaría dispuesto a pagar a un detective para que diera con su paradero y así facilitárselo a quien pudiera meterlo en una cárcel española por el solo placer de verlo entre rejas. Por eso no quería dar ninguna facilidad. No viajaba nunca, ni siquiera se acercaba al centro de Monterrey; tampoco trataba de relacionarse con nadie que no formara parte del grupo de traficantes en el que se movía. Incluso había restringido al máximo las noticias que daba a su familia y, a fuerza de no comunicarse con ellos, notaba que empezaban a tener para él una existencia irreal. Ni siquiera alimentaba la esperanza de regresar una vez que sus delitos hubieran prescrito. La Justicia dejaría un día de perseguirlo, pero sus acreedores, incluidos los familiares a los que debía un dinero que nunca iba a poder pagar, seguirían estando allí donde los había dejado. Su hijo seguiría creciendo sin su presencia, sin su ayuda, y sería un perfecto extraño para él. Probablemente albergara un justificado resentimiento para cuando Jenaro pudiera regresar. Sobre su mujer tampoco tenía ninguna esperanza. Sus relaciones se habían deteriorado al mismo ritmo que las cosas le empezaron a ir mal. Por otra parte, él estaba lejos, pero ella tenía que ver todos los días a muchos de los perjudicados por sus turbios negocios y estaría sufriendo a diario sus reproches explícitos y aguantando las miradas cargadas de desdén que sin duda le dirigirían. Sería natural, pensaba, que su mujer quisiera emprender una nueva vida, con o sin nueva pareja, eso no lo tenía claro. Y no era algo que se le pudiera reprochar. Por consiguiente, el regreso no era para él esperanza ni horizonte.

Allí en Monterrey se sentía entre extraños y si no tenía pareja estable –una mujercita mexicana– era precisamente porque no encontraba afinidades. De hecho, había tenido una corta relación con Wendy, una chica bastante más joven que él, y la cosa había acabado cuando el hábito había debilitado la atracción por un cuerpo joven y terso hasta el punto de que ya no era un puente transitable para salvar el abismo que los separaba. De Wendy le extrañaba todo. Su despreocupación, su alegría ensimismada, sus repentinos cambios de humor en los que era capaz de pasar de la ternura más dulce al desdén más absoluto. Su carencia de proyecto vital, porque sus ensoñaciones infantiles de lujo, ascenso social y glamur que caerían del cielo el día que se enamorara de ella un hombre poderoso no podían ser consideradas en serio aspiraciones fundadas. Estaba con él y soñaba en voz alta con el hombre que la sacara de la miseria de La Alianza. Si en algún momento Jenaro consideró “rehacer su vida”, con ella o con cualquier otra mujer mexicana, la idea se había desvanecido pronto. No se puede rehacer lo que está totalmente deshecho y era consciente de que su vida se había deshilachado. Lo único que permanecía en pie en él y lo que lo había empujado a su aventura mexicana era su voluntad de supervivencia. La prisión en España no era una opción. Esa misma voluntad lo mantenía vigilante para no cometer errores. Era cierto que tenía que sufrir no pocas humillaciones por parte de los temerarios delincuentes con los que tenía que tratar. En cierto modo, él tenía grabado en su piel el imperativo categórico de la vieja Europa de mantenerse vivo a cualquier precio. Ellos, sin embargo, daban mucho menos valor a la vida que a la intensidad o al orgullo. Si Jenaro le dijera a cualquiera de los jóvenes con los que tenía que contender alguna de las cosas que a él le tocaba oír, estaba seguro de que sacaría su arma o emprendería una pelea a muerte sin pensar en las consecuencias. Él, sin embargo, soportaba pacientemente las vejaciones porque trataba, ante todo, de seguir vivo aun sin saber muy bien para qué. Vivo y libre. Había emprendido la huida para escapar de la cárcel y de la posibilidad de que se materializaran las amenazas que había recibido de algunos prestamistas que no pudieron cobrarse la deuda. Pero también había en él un fuerte deseo de escapar de ese mundo en el que se había consumado su hundimiento. Había que dejar todo aquello atrás. Había huido de la cárcel, de las amenazas y del escenario de su naufragio. Diez años de prisión le parecían un mundo, aunque todos le aseguraban que con buen comportamiento se verían dulcificados con permisos y el tercer grado llegaría bastante antes del final de la condena. Pero el teatro donde se había consumado su fracaso estaría esperándolo implacable a la salida de la prisión. Con tercer grado o en libertad, allí estaban todos los parientes y amigos a los que había sacado sus ahorros, o su hermano y su madre, a los que había dejado en la calle y ahora vivían en precario. A donde había huido no lo perseguía el eco de su fracaso, ni los viejos afectos desgastados y llenos de reproches y de resentimiento. Sin grandes ilusiones de partida, la realidad se le fue imponiendo de una manera aplastante. En primer lugar, la fuga hacia la libertad lo condujo a un nicho, como era La Alianza de Monterrey, en el que se encontraba confinado y con un horizonte bien estrecho. Las amenazas allí, aunque no eran tan directas como una sentencia firme que lo obligaba a ingresar en prisión, eran también reales. Aquellos traficantes iban todos armados y tenían el gatillo fácil. Había que tener extremo cuidado para no pisar ningún callo que pusiera en marcha el resorte que accionara un arma. Pero la amenaza de cárcel también aquí estaba siempre presente. A fin de cuentas, estaba incrustado en actividades ilícitas y, aunque la banda para la que trabajaba tenía buenas agarraderas en el mundo legal y político regiomontano, la posibilidad de ser detenido siempre estaba ahí. Y los penales mexicanos eran lugares muchísimo más inhóspitos y peligrosos que los españoles. En cuanto al mundo de los afectos, habría de pasar mucho más tiempo para que su integración fuera mayor y lo que le rechinaba pudiera llegar a hacérsele normal y aceptable.

En algún momento había albergado la esperanza de ir abandonado poco a poco el mundo del hampa para ir instalándose en actividades, aunque no legales, no tan abiertamente delictivas como el tráfico de drogas. Como tenía experiencia en la construcción, empezó a conseguir materiales para las infraviviendas del barrio. Estaba empezando a lograr que algunos acudieran a él para las construcciones ilegales que todos los días se levantaban en La Alianza o para la mejora de las existentes cuando fue llamado a presencia de sus jefes inmediatos.

—Oiga, gallego ¿a cómo lo da una lámina para el tejado de un jacal?

Sin esperar a oír la respuesta, el tipo siguió:

—Se toma el trabajo por unos pocos centavos. ¿Es que nosotros no le pagamos bien? Ándele, ¿ha calculado cuántas láminas y adobes tiene que vender para ganar lo que le damos aquí en una semana? No se engañe, cuate, la mayor parte de esta gente apaña o consigue en vertederos los materiales que usted pretende enjaretarles. Además, casi todos pueden dormir al raso, si hace falta, pero de lo que no pueden prescindir es de su ración diaria de bazuco. Usted está ya en buen lugar, galleguito. En este negocio corre el clavo. Si es ambicioso le daremos cacho. Pero no vaya a regarla. Cierto que aquí nos hace falta, pero no se crea imprescindible; nadie lo es. Así que, céntrese en lo que hace y no deje que lo distraigan menudencias. O está con nosotros con plena disponibilidad o búsquese usted mismo quien le dé chiche.

Con aquella indisimulada amenaza se acabó su esperanza de tener un negocio propio. Estaba al servicio de un grupo de traficantes de medio pelo que vivía de las migajas que caían de la mesa de un cártel de los grandes –que había tomado Monterrey como cabeza de puente para sus grandes operaciones con el vecino del norte, especialmente todo lo relacionado con el blanqueo de capitales– que los toleraba como un huésped a su saprofito. Le quedó bien claro que no era del agrado de sus jefes que estuviera buscando su independencia. Era la versión narco del precepto bíblico de que nadie puede servir a dos señores. No se podía estar dentro y fuera de la organización. Los grupos rivales eran más de temer que la propia policía y era necesario cuidarse de las filtraciones, de las delaciones y de las traiciones. Jenaro ya había hecho su elección y tenía que perseverar. Vivo, sí; pero tal vez no tan libre.

Los contactos con su familia española se fueron espaciando cada vez más hasta que acabaron por perderse totalmente. No dio ninguna pista de la causa de su silencio. En cierto modo podían haberlo visto venir. Cada vez estaba más lacónico y falto de interés en sus poco frecuentes llamadas. En sus últimos contactos solo decía vaguedades que repetía sin apenas variación ni convencimiento y no hacía preguntas sobre cómo les iban las cosas a los que habían sido los suyos. Ni su madre, ni su hermano, ni su hijo llegaron nunca a saber si finalmente había rehecho su vida y fundado allí otra familia; si, a fuerza de perder la esperanza de regresar, había perdido también el interés por lo que se había quedado allí; si su huida del ingreso en una relativamente humanizada cárcel española lo había acabado llevando a una atroz y hacinada prisión mexicana; o si había acabado abatido por una bala perdida o dirigida expresamente a acabar su vida, que cada vez le importaba menos a nadie. En todo caso, antes de que el tiempo de su condena en España hubiera concluido, se perdieron en La Alianza de Monterrey, México, todas las noticias de su existencia.

Y esta es, hasta donde yo la conozco, la historia de Jenaro que te quería contar antes de que te vayas a Madrid. Este es tu último año de máster. Aprovecha el tiempo y aprende de los errores de otros para no cometerlos tú. Los malos pasos nunca conducen a buen lugar.

2. Flori

—Ya lo sé, ya sé que tú también lo estás pagando muy caro y que lo pasas muy mal, pero tengo que decírtelo, porque ¿cómo no has sido capaz de pararlo a tiempo? No, no me digas que no has podido evitarlo. ¿No ves que se ha ido dejando en la ruina a sus parientes? Eso ha sido imperdonable. No fue suficiente que se haya hundido él solo, tenía que extender, como si fuera una enfermedad contagiosa, la desgracia a toda la familia…

—Yo no podía pararlo, Chon. Ni yo sabía nada de sus fechorías, ni él me hubiera permitido tomar cartas en el asunto. Es muy suyo, tú lo sabes, y llevaba las cosas a su manera sin dar cuentas a nadie, y menos a mí.

—No me digas que una mujer con estudios como tú, Flori, no se daba cuenta de lo que estaba pasando, porque eso no se lo puede creer nadie…

—Pues ya, pero por raro que te pueda parecer, es así. Él no daba explicaciones ni cuando los negocios le iban bien –o parecía que le iban bien, porque ahora yo ya desconfío de todo lo que se relacione con Jenaro–, ni cuando empezó a faltar hasta para los gastos diarios. Cuando dejamos el chalé y nos fuimos a vivir de alquiler, claro que yo ya tenía algo más que una sospecha de que estábamos arruinados; ya viste que empecé a mover a mis contactos para volver a trabajar, a ver qué te crees.

—Y ¿ni siquiera entonces le pediste explicaciones?

—Él me decía que estaba pasando un bache. Que era algo que tenía que ver con no sé qué de un transformador que la compañía eléctrica no acababa de poner, y que eso le tenía parada una urbanización que ya tenía que estar vendida. Y de ahí no lo sacabas. Yo primero me dije que tenía que apoyarlo. Estaba retraído, acobardado, ya no era él mismo de antes y lo que a mí me preocupaba era que podía caer en una depresión y que, si no lo ayudaba yo, se me vendría abajo. Así que, haciendo de tripas corazón, yo lo animaba: “no te preocupes, ya verás cómo pasa esta mala racha y los negocios vuelven a funcionar como antes”.

—Pero es que no me puedo creer que no tuvieras ni idea de que estaba saqueando a la familia y a los amigos con el famoso cuento del transformador, hija, si les contó a todos lo mismo…

—Pues ya te lo he dicho; te lo creas o no, a mí no me daba cuenta de sus negocios. Yo sabía, cómo no iba a saber eso, que se dedicaba a la promoción o a la construcción, pero nunca jamás supe detalles. Cuando gastábamos a manos llenas, alguna vez le pregunté si podíamos permitirnos tanto derroche, pero él me aseguraba una y otra vez que sí, que estaba ganando mucho dinero, que no había por qué preocuparse. Y lo decía con tal seguridad, que había que creerle.

—Ya. No me digas que te creías a pie juntillas todo lo que te decía, que no tenías ni una sola duda. Que ni se te ocurría pensar que no era prudente gastar de aquella manera que lo hacíais por mucho que él ganara tanto como presumía, que hay que ver lo que presumía.

—Pues sí, claro que me parecía que debíamos guardar o invertir algún dinero por si llegaban las vacas flacas. Algo me decía que aquella locura no podía durar toda la vida. “No hay gente que pueda comprar tanta casa como se construye en esta ciudad tan pequeña”, le decía yo. “Tenemos que estar preparados para cuando ya no te las quiten de las manos como hasta ahora”. Y él me contestaba siempre: “Tú no te preocupes, Flori, deja eso de mi cuenta. Con lo que estamos ganando ya nunca nos va a faltar de nada, seguro”, me respondía. Y supongo que yo me engañé sin calentarme la cabeza, y quise pensar que él estaba guardando algo.

—Ya, claro, y se vivía mejor en un chalé que en un piso, y estrenando ropa todas las semanas…

—Pues claro que sí. ¿A quién le amarga un dulce? Ya sabes las ganas que tenía yo de quedarme embarazada y por fin podíamos pagarnos el tratamiento, que fue tan largo y tan caro. Mira, yo nunca fui amiga de fiestas, pero me gustaba invitar a los amigos. Y Jenaro sabía ser generoso. También conmigo. Las joyas que me fue regalando me están sirviendo ahora para no pasar faltas, que ya sabes lo que me queda del sueldo embargado y entre eso, el alquiler y los gastos de Adrián se me va todo.

—Por lo menos tienes un buen sueldo, envidia me das. Ya ves mi marido, después de perder su casa, ahí está el pobre, de portero de noche en un hotel y por cuatro perras para pagarse el alquiler. Y gracias que encontró trabajo, que ya con su edad…

—Pero yo no tengo la culpa de que tu marido aceptase hipotecar la casa para darle el dinero a su hermano. Yo no se lo pedí. Es más, tú bien sabes que a mí no me dijo nada de aquello.

—Eso es lo que yo te reprocho, que tu marido estuviera sableando a media ciudad y tú tan fresca o tan inocente; y a su madre, la pobre, ahora viviendo con mi marido, que no sé cómo la mujer no se ha muerto al ver que se quedaba sin su casa, mientras tú no hacías nada por parar esa locura. Porque no me irás a decir que él no sabía que aquellos sablazos no le iban a permitir levantar cabeza, que todo era una huida hacia delante que lo llevaba adonde ahora está, condenado por la justicia y huido. No me digas que había necesidad de que le levantara los miles de euros a la tía Luisa, que tan bien le habrían venido ahora a su viudo.

—Yo no sé nada de esos miles de euros, ni tampoco supe en su día de las hipotecas de vuestras casas. Y ni siquiera sé si yo hubiera podido pararlo, de haberlo sabido.

—Ya. ¿Y por qué no avisaste de que iba a ser imposible recuperar el dinero que le pedía a todo el mundo?

—¿Y cómo iba yo a avisar, si es que yo no sabía que os lo estaba pidiendo? Como no sabía nada, na-da, de sus cuentas, me gustaría que me creyeras, Chon, porque te digo la verdad. Cuando ya no podía ocultar que las cosas iban mal, me decía que estaba pasando un bache pero que se iba a recuperar, y le echaba la culpa al dichoso transformador. Cuando dejamos el chalé, mi principal preocupación fue encontrar trabajo porque, aunque no sabía bien cuál era la situación, ya tenía claro que era urgente que yo empezara a ingresar un sueldo. Y a eso tuve que dedicar todos mis esfuerzos, porque no me resultó nada, nada fácil. Una abogada que lleva tantos años apartada de la profesión no encuentra más que suplencias en turnos de oficio, sin horario y haciendo guardias. Y yo con Adrián, tú sabes cómo está, no podía hacer rotaciones de turnos. Me costó no sabes cuánto encontrar el puesto con horario fijo en el bufete de Ana. A lo mejor eso para mí fue un refugio para enterrar la cabeza y no enterarme de las que había liado Jenaro, no te digo que no. Pero tienes que entenderme, yo sabía que iban a venir tiempos malos, y prefería que me pillaran con un puesto de trabajo, con mi propio sueldo. En lugar de regodearme en contemplar como mi vida se destruía, preferí volver a ejercer mi profesión. Un trabajo era mi tabla de salvación ante el naufragio que entonces ya sí estaba viendo venir.

—Pues, hija, la verdad es que no me explico cómo eras capaz de no querer enterarte de lo que estaba haciendo tu marido, francamente…

—Y sigo sin querer enterarme de todos los detalles, mira tú. ¿Para qué? Bastante tengo yo con ocuparme de mí y del pobre Adrián. ¿Dónde está ahora Jenaro? ¿eh? Condenado a diez años de cárcel y huido a no se sabe muy bien dónde. Y yo, en cambio, estoy aquí, pagando la parte de culpa que me pueda corresponder y atendiendo a nuestro pobre hijo, y aguantando miradas y murmuraciones. A mí me deducen todos los meses el máximo de mi sueldo que por ley pueden embargarme. Eso es todo lo que necesito saber. Tengo que mirar para adelante, por mí y por mi pobre hijo. Siento mucho el daño que os ha hecho, de verdad que lo siento. Pero no está en mis manos deshacerlo.

—Hablas como si hubieras estado en el limbo en vez de al lado de Jenaro y disfrutando del tren de vida que llevabais.

—Pues mira, Chon, a lo mejor tienes razón y vivía en el limbo por no querer enterarme de cómo eran las cuentas de mi marido, por dejarme mecer en ese lujo en el que vivíamos. Y ya lo estoy pagando, que esto es muy pequeño y nos conocemos todos. Pero lo que no puedes hacer es echarme la culpa de sus trapacerías. Nos engañó a todos. A vosotros os esquilmó con sus trolas, y a mí me sumió en la vergüenza de ser la mujer de un estafador condenado en firme y huido de la justicia. Y, por si fuera poco, casi la tercera parte de mi sueldo me la quitan para pagar una porción de las deudas que dejó que, aunque en comparación con lo que debe sea poco, menuda diferencia si yo lo tuviera cada mes; pero a mí me lo quitan. No puedo evitar pensar de vez en cuando que trabajo una semana de cada tres para tapar los pufos que él dejó. Y claro que me lamento de no haber sido más lista y no haber estado más atenta. Aunque te repito que yo no sé muy bien si hubiera podido yo pararlo.

—Bueno, por lo menos tú puedes ganarte la vida con un trabajo digno. Te recuerdo que a mi marido y a mí, cuando llegó la crisis y empezaron a bajar las ventas en la tienda, el banco nos cerró la línea de crédito. Y entonces, hipotecar el piso hubiera sido lo único que quizá nos hubiera permitido salir con desahogo y no con el agua al cuello, como estoy yo ahora. Pero resulta que, para entonces, ya nos habían desahuciado los prestamistas buitres a los que había ido Jenaro con el aval de mi marido. Yo también me siento engañada. Mi Julián me mintió para que firmara los papeles, diciéndome que era un crédito para nuestro negocio, ya lo sabes. Luego, cuando el dinero no llegaba, me decía que el banco estaba mareando la perdiz, pero que acabaría dándolo. El muy ingenuo se creyó que su hermano se lo iba a devolver pronto. Anda que, si llego yo a saber que hipotecábamos la casa para que el dinero se lo llevara Jenaro, no firmo ni loca, desde luego. Hay que ver lo que nos ha cambiado la vida. Teníamos una casa pagada y con la tienda nos íbamos defendiendo. Ahora él, cuidando de su madre en un apartamentucho alquilado y trabajando de noche en un hotel de mala muerte, que no te cuento las cosas que tiene que ver y oír, y yo malviviendo de la tienda y acogida de prestado en casa de mi hija, a estas alturas de mi vida. Mira, yo creo que nunca podré perdonar a Julián, aunque lo sigo queriendo y ya sé yo que seguramente volveremos a juntarnos algún día. Pero ahora mismo es que no puedo seguir con él como si no hubiera pasado nada. Lo que hizo Julián no es propio de ser una persona generosa, es propio de ser un pardillo como no hay otro igual en el mundo.

—Pues ¿ves?, lo mismo que no se te puede culpar a ti por no haber sido capaz de impedir que tu marido tirara por la borda todo lo que habíais conseguido juntos, yo tampoco me considero responsable de no haber sabido enterarme de las trampas en las que se estaba metiendo Jenaro y del daño que os estaba haciendo a todos vosotros.

—Ya, pero ahora que lo sabes y que lo estás sufriendo ¿por qué no te divorcias de él?

—¿Y qué ganaríamos con eso? No van a dejar de embargarme el sueldo porque esté divorciada. Las deudas y estafas se produjeron estando casados en régimen de gananciales y el divorcio no cambia nada de lo pasado, así que voy a tener que pagar una parte de mi sueldo durante lo que me queda de vida. Entonces ¿para qué divorciarse? Eso sin contar que, como no se sabe dónde está, todo sería más complicado. No, no, no quiero remover más las cosas, bastante he pasado ya. Jenaro ha optado por largarse y yo lo considero un desaparecido. A lo mejor no debería decir esto, pero ya todo me da igual. Sé que está en México, en algún sitio en el que no es fácil que puedan encontrarlo y donde va sacando para su día a día, seguramente al margen de la ley, claro. Es su vida, que ya no es la mía. A lo mejor te va a sonar raro lo que te diga, pero a pesar de todo lo que ha hecho y de las circunstancias en las que me he quedado, tengo que decirte que no ha sido un mal marido. Era cariñoso, atento y detallista. No era un hombre que te enamorara hasta perder el sentido. Pero eso, en cierto modo, era más cómodo. Me permitía vivir la vida sin sobresaltos. Jenaro siempre me trató bien, nunca me faltó nada y me permitía todos los caprichos, tú lo sabes bien: ropa, zapatos, me regalaba joyas con cualquier excusa y con él tenía todo lo que una mujer puede desear. Reconozco que eso de pasar tardes enteras probándome cosas y al final poder llevarme todas las que me apetecían era una sensación incomparable que toda mujer debería de poder experimentar al menos una tarde en su vida. Y yo podía permitírmelo unas cuantas al mes. Adrián siempre estaba bien atendido, educación especial, terapeuta, logopeda y todas las atenciones médicas que necesitaba… Tampoco te voy a negar que fueron buenos tiempos.

—Sí, ya lo sé, y yo reconozco que entonces te tenía envidia; pero ahora, ya ves, ha dado la espantada y te ha dejado a ti con todos los problemas y con la vergüenza. Menudo impresentable, perdona que te lo diga.

—Claro que el golpe ha sido brutal. Ya te he dicho y te repito que yo no sospechaba nada. Al principio, cuando ya no había fiestas, hasta cuando empezó a faltar dinero para la asistenta o para el terapeuta de Adrián, yo simplemente pensaba que la crisis le acababa llegando a todo el mundo y que por eso los negocios de Jenaro ya no iban tan bien. Es cierto que veía la preocupación en su cara, pero te aseguro que yo no me podía imaginar lo que estaba pasando. Fue después cuando empecé a descubrir cosas que me hicieron pensar que el hombre con el que me había casado no era el que yo creía y ya ahí le vi las orejas al lobo. Y en ese momento fue cuando decidí volver a ejercer. De pronto sentí miedo de que Adrián y yo nos quedáramos en la putísima calle y eso fue lo que me hizo reaccionar, sin tiempo para pararme a pensar en mi desdicha o en lo ciega que había estado. Cuando, antes de empezar el juicio, ya me dijo que se iba porque lo iban a condenar a prisión y que no estaba dispuesto a ir a la cárcel, ya no me importaba mucho. Es más, incluso sentí alivio de que aquel nuevo Jenaro se alejara y me dejara en paz. Reconozco que no quería saber mucho de sus andanzas, aunque tuve que enterarme de más cosas de las que hubiera querido.

—Pues francamente, me parece un poco infantil aferrarte a esa imagen de Jenaro como un marido modélico y dar la espalda a la realidad que te ocultaba.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me atormente pensando que estaba viviendo con un hombre que no se parecía nada a la imagen que yo tenía de él? Ahora soy consciente de que es muy cobarde, y su cobardía lo ha llevado finalmente a huir de su país para no afrontar las consecuencias penales y la vergüenza por todo lo que ha hecho. Imagínate cómo me miran en el bufete. Es más, estoy casi segura de que en su refugio mexicano ni se ha parado a pensar en lo que ha dejado aquí y de que incluso no nos tiene presentes ni a mí ni a su hijo. Por eso, el día que se despidió de nosotros no pude evitar que me viniera a la mente la frase esa: “hoy es el primer día del resto de mi vida”.

—Pues sí, pero en cierto modo tú lo has tenido más fácil, Flori. Él se ha ido y te has hecho cargo de ti y de tu hijo, ya está. Te deducen una parte de lo que cobras, sí, pero tienes un sueldo digno. Para mí está siendo más difícil. Mi situación es más amarga. Ha saltado por los aires todo, todo lo que tenía y ahora tengo que vivir entre los escombros que han quedado. Tu marido ha sido un canalla. El mío, simplemente un pobre hombre que, porque fue incapaz de decirle que no a su hermano, mintió a su mujer, renunció a su casa, que podía habernos ayudado a reflotar nuestro medio de vida, y perdió todo lo que tantos años le había costado conseguir. Ahora no tiene ni casa ni mujer ni negocio.

—Pues yo creo que no debemos hacer comparaciones, la verdad. Cada una de nosotras ha tenido que hacer frente a lo suyo y cada una tiene su forma de reaccionar. Yo he optado por mirar hacia adelante y no darle más vueltas a lo que pasó. Y lo hago porque me debo a Adrián y, sobre todo, para no volverme loca. Fui una estúpida y no supe ver lo que estaba pasando delante de mis narices, vale, pero no me voy a atormentar por eso ni voy a andar agachando la cabeza. Yo no soy la responsable de que Jenaro haya hecho lo que hizo y por eso no pienso martirizarme. Él nos engañó a todos, a mí la primera. ¿O es que cualquiera de los que le han dado dinero o lo han avalado lo habrían hecho de saber que estaban dándolo por perdido? He tenido y tengo que aguantar miradas de reproche todos los días. Tú misma has empezado regañándome porque no fui capaz de parar a tiempo a Jenaro. Puede que yo no sea del todo inocente, sí, y que de alguna manera yo lo haya podido empujar al disparatado tren de vida que llevábamos. Los hombres parece que se sienten más hombres si son triunfadores y poderosos y nosotras, consciente o inconscientemente, a lo mejor los empujamos para que hagan lo posible y a veces lo imposible por serlo o por parecerlo. En ese sentido sí me siento culpable. Pero de las sinvergonzonerías y las ilegalidades que Jenaro ha cometido, y por las que tendría que estar en prisión, de eso solo él es responsable. Por eso no estoy dispuesta a ir con la cabeza gacha, ni a soportar la venganza de los perjudicados por sus trapacerías. Si quieren vengarse de Jenaro que lo busquen, que no se lo ha tragado la tierra. Si dan con su paradero, que lo denuncien para que entre en la cárcel o que le exijan que les devuelva su dinero, o que se resarzan como quieran. Pero quisiera que dejasen de lanzarme a mí miradas acusadoras o de manifestarme su resentimiento, porque estoy ya cansada. Han llegado a insinuarme que me vaya lejos de aquí para empezar una nueva vida donde nadie me conozca. Y no voy a hacerlo. Lo he pensado bien. Mi nueva vida ya ha empezado sin Jenaro. Aquí están mi familia y mis amigos, aquí he vivido la mayor parte de mi vida y aquí tiene Adrián el entorno que le permite paliar sus deficiencias. No veo motivo suficiente para renunciar a nada de eso. Quien quiera entenderlo, bien; y a quien no, no voy a darle facilidades para que le den una patada a Jenaro en mi culo, y menos aún en el de Adrián.

—Mujer, Flori, tampoco te pongas así. En realidad, las dos somos víctimas de nuestro matrimonio, si te fijas. A las dos ha sido nuestro marido el que directamente nos ha empujado a perder lo que teníamos. Tú y yo tenemos que estar unidas. Ya me doy cuenta de que a las dos nos han engañado, en eso te doy la razón.

—Mira, Chon, yo no quiero sentirme una víctima el resto de mis días. Es cierto que he perdido cosas, pero a cambio he ganado otras. No vivo en la abundancia que vivía y ahora tengo que hacer cuentas y equilibrios para llegar a fin de mes. Sin embargo, ahora soy más libre. No era del todo consciente de que vivía en la mentira, pero una vez que lo descubrí, me siento liberada. Había renunciado a mi profesión, creía que para siempre, y la he recuperado. No soy ninguna eminencia, más bien soy una profesional del montón un poco oxidada por tantos años sin ejercer, pero vivo de un trabajo que me gusta, soy dueña de todo lo que me permite lo que queda de mi sueldo y eso me produce sosiego. Trato de estar en paz con mi pasado y mirar al futuro con tranquilidad. No sé si lo voy a conseguir algún día. Supongo que se necesita que pase el tiempo para que pueda acabar sintiéndome bien y con todas mis cuentas saldadas. Te repito que me considero estúpida por haber hecho el papelón que hice. Vivir como la orgullosa mujer de un hombre rico, cuando mi marido era un tramposo con delirios de grandeza capaz de estafar hasta a su madre y de dejarla en la calle con tal de mantener el engaño un poco más de tiempo… eso es algo por lo que no puedo más que sentir profunda vergüenza. Espero que algún día esa vergüenza se haya disuelto como una mancha de vino en un mantel lavado muchas veces.

—Pues ojalá que lo consigas. Lo que yo siento en este momento todavía es mucha rabia, no lo puedo evitar. Desde los 14 años trabajando para nada, todo perdido. Espero también que el tiempo la apacigüe. Anda dame un abrazo.

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