El 13 de octubre de 1992, el periódico La Jornada de la Ciudad de México publicó una foto de primera plana en la que se ve una estatua de bronce caer al piso. La imagen es la efigie del virrey Antonio de Mendoza, fundador de la ciudad de Morelia en 1541, y responsable, según algunos anales indígenas, de solapar maltratos y castigos crueles contra los más viejos pobladores de la meseta Purhépecha. Por desventuras de la política, un gobierno municipal proveniente de la izquierda partidista mexicana ordenó erigir la estatua de Mendoza, sin importarle la irritación que habría de causar entre los miembros de la etnia michoacana. Pacientes como son, los indígenas guardaron su malestar y, el 12 de octubre de 1992, salieron a la calle a cumplir una cita con la historia y hacer añicos el monumento del jerarca de sus antiguos verdugos.
Un día después, mientras en palacios y embajadas se superaba la resaca número quinientos por la celebración del descubrimiento de América, la opinión pública internacional supo que dos estatuas habían sido derribadas en territorio mexicano. Una de ellas era la del virrey Antonio de Mendoza en Michoacán y la otra la del encomendador Diego de Mazariegos en San Cristóbal de las Casas, Chiapas. De esta última se habían encargado los indígenas del sureste mexicano, a quienes, el 1 de enero de 1994, el mundo conocería como bases de apoyo del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional.
Sentados en la parte frontal de un restaurante en el centro de Morelia, Antonio Ahumada, un sindicalista independiente, me relata pasajes del derribo de la estela del Virrey de Mendoza sucedido 20 años atrás, en una ciudad emblemática por sus casas de estudiante, su febrilidad política y ahora por el dinero del narco que corre por sus calles. Conversamos en las afueras de una fonda tipo español, en un andador de mesas con manteles blancos. Frente a nosotros se levanta la cantera del Conservatorio de Las Rosas, la más antigua institución de música de América Latina, cuya fachada destaca atrás de las copas frondosas de los arboles que hacen más oscura y húmeda la noche. En la plaza, entre el restaurante y el conservatorio, hay por lo menos dos monumentos de personajes de la era pre virreinal cuyos pedestales han perdido sus lápidas de bronce a manos de raptores furtivos de la ciudad. Acicateados por la crisis económica que se come al país, los ladrones se llevan ahora mendrugos de historia precolombina para hacerse de unos pesos y quizá para no olvidar el origen de su exclusión.
Esa noche, la conversación sobre el tema de la estatua nos lleva irremediablemente a Cherán, un pueblo legendario por la defensa de sus principios comunales, del que hace apenas unas horas hemos regresado. Nacidos en el ombligo de la meseta Purhépecha, sus habitantes han peleado durante décadas contra el Estado para defender su cultura. Su mayor aspiración ha sido siempre la autonomía. Aquel 12 de octubre de 1992, se recuerda a algunos de los comuneros de sus alrededores jalando con mayor fuerza el mecate puesto en el cuello del Virrey Antonio de Mendoza.
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Los presagios de lluvia en Cherán son tan visibles al mediodía como la certeza entre algunos de sus moradores de que la guerra llegará aquí si el gobierno sigue protegiendo a los talamontes.
A pesar de que en la plaza central del pueblo se respira una atmósfera de tranquilidad, en la que hay imágenes de niños dando vueltas en bicicleta y ancianos apacibles sentados bajo el sol, los retenes de la policía comunitaria, instalados a las entradas y salidas del pueblo, el rastro reciente de barricadas y fogatas en sus calles y el dolor palpable entre los habitantes por sus últimos muertos, dicen otra cosa.
En un sitio donde la supervivencia ha estado ligada durante siglos a la conservación de la naturaleza, las advertencias de confrontación son tan reales que para verificarlas únicamente es necesario asomarse al corazón de una comunidad que en los últimos años ha perdido más de 20.000 hectáreas de bosque. El asesinato de 15 comuneros y la desaparición de casi una veintena de personas en el último año y medio, a manos de los mismos depredadores de los recursos naturales, han marcado a la comunidad, retumbando como tambores que anuncian un conflicto mayor, me sugiere un viejo cheranense con ojos de chamán, sentado a las afueras del edificio de Correos, convertido hoy en una de las principales sedes del Consejo Mayor del Gobierno Comunal.
Para los indígenas de Cherán no hay duda de que el secuestro y asesinato de sus compañeros es parte del clima de violencia y zozobra que se vive en la zona, después de que los últimas administraciones estatales y el actual gobierno federal de Felipe Calderón han sido incapaces de combatir la tala inmoderada de arboles, el transporte ilegal de madera y la instalación de aserraderos clandestinos, muchos de estos administrados hoy por agentes del narcotráfico.
A las páginas de medios locales y nacionales han saltado imágenes de habitantes armados patrullando su poblado en una clara demostración de que ya no están dispuestos a soportar que se siga destruyendo su entorno y se asesine a miembros de la comunidad que la protegen. El estado de emergencia en que vive ahora este pueblo no tiene que ver con el azar sino con un plan trazado desde el gobierno federal y estatal de abandonar a sus habitantes en un entorno de interés no sólo del narco sino de trasnacionales involucradas en el jugoso negocio de la madera, según resumen algunos comuneros.
En este pueblo, uno de los de mayor tradición indígena de la meseta Purhépecha, ubicada a sólo 123 kilómetros al noreste de Morelia, capital del Estado de Michoacán, aún están frescos los retratos del 15 de abril de 2011, día en que las mujeres de la comunidad salieron a la calle a enfrentar a los narcos. Fueron ellas las primeras en levantar la voz y poner alto a los sicarios. Estaban cansadas de sus abusos. De sus burlas. De sus amenazas. La cuota impuesta a los comercios de la comunidad crecía día con día, así cómo aumentaba el volumen de la madera extraída ilegalmente de los bosques.
En esa fecha, decenas de mujeres llamaron al pueblo a levantarse. El punto de reunión fue fijado en el calvario, una vieja iglesia católica, referente obligado del pueblo y punto de partida hacia el bosque comunal. Tras el repique de las campanas se juntaron los pobladores. Algunos testigos cuentan que al párroco también le tocó hacer lo suyo. En su última homilía, desde el púlpito, llamó a la conciencia de los fieles, preguntando ante el acoso de los talamontes si en Cherán no había hombres que defendieran a la comunidad. Fue entonces cuando se juntó el pueblo. Los más jóvenes quemaron cohetes, prendieron fuegos pirotécnicos con que alegran sus fiestas patronales para llamar la atención. Llevaban palos y machetes. Reunieron toda la herramienta necesaria que encontraron a su paso para blindar la autodefensa. Organizados, bloquearon las tres entradas del pueblo. Prendieron fogatas en puntos claves, ordenaron el establecimiento de rondines y construyeron, con todo el material a su alcance, retenes y barricadas en la mayor parte de esquinas. Ese día, los cheranenses perdieron el miedo.
Testigos de los hechos relatan cómo fueron cercados algunos de los sicarios. Cayeron en la trampa uno a uno. Ese día, los comuneros detuvieron varias camionetas cargadas de madera que subían y bajaban de los cerros. Cinco talamontes fueron hechos prisioneros, quienes por decisión del pueblo serían entregados días después a las autoridades federales.
Después de estos enfrentamientos, los cheranenses daban una lección de valentía al país. El 15 de abril de 2011, quedará inscrito en la historia de México como el día en que una comunidad indígena decidió enfrentar al monstruo del crimen organizado.
Pero la batalla todavía no se gana en Cherán y su tranquilidad aún depende que las autoridades estatales y federales atiendan con prontitud la crisis “si no quieren que la paz y orden que tanto glorifican les estalle en pedazos”, me dice un comunero, vestido con ropas de mezclilla y un sombrero que le oculta parte del rostro.
—Aquí sólo hace falta una chispa para que prenda todo –dice.
—Pero estamos preparados para lo que venga –remata.
—Si el gobierno no actúa, entonces nosotros nos vamos ha defender — advierte.
Cuando arribo a Cherán el cielo azul empieza a dibujarse con nubes grises y profundas. Pareciera que de un momento a otro caerá la lluvia. Tras esa lontananza, escucho al hombre del alero de paja. Conocedor de los recovecos de la historia prístina, sin titubeos advierte en un primer diálogo frente a la plaza: “Nosotros sabemos que atrás de la violencia están los intereses de las trasnacionales de la madera y el papel. Son éstas las que se están comiendo nuestros bosques. A los narcos los dejan operar aquí para que siembren mariguana y miedo. Pero los verdaderos beneficiarios de todas nuestras desgracias son los grandes capitales protegidos por los gobiernos en turno”.
Es curioso, en Cherán, todo tiene un aire tan íntimo. Todo parece estar relacionado con los árboles y el oxígeno por los que se pelea. La denuncia del hombre del alero de paja se traduce en una sucesión de imágenes atroces que casi nos roza las narices. Desde la plaza central se ve cómo los cerros que rodean al pueblo han perdido el mayor número de sus árboles viejos. Pese a que las montañas aún guardan verdor, en sus faldas hay brechas dibujadas por donde los talamontes meten sus camionetas para sacar la madera. En el tramo carretero entre Cherán y Pátzcuaro, circulan a toda velocidad camiones de doble rodada, cargados de cientos de metros cúbicos de pinos, encinos y oyameles, convertidos en astillas. Los árboles gigantescos son trozados en los aserraderos clandestinos para luego trasportar su producto a lugares insospechados. Esta tarde, la premura los delata. Las lonas, bajo las que esconden su pecado, son rasgadas por un viento pertinaz baleado por los primeros goterones de lluvia. Los pedazos de manera minúscula vuelan en el aire. Caen en el pavimento. Esta ruta despiadada ahora convierte a los que transitamos por ella en testigos mudos e impotentes del trasiego. Es extraño. He viajado desde el norte, a más de mil kilómetros de distancia, para ver lo que no quiere ver una de las policías mejor pertrechadas de México.
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En Cherán sus pobladores viven de la siembra de maíz, frijol, trigo, papa y de otros productos agrícolas. Pastorean sus vacas a los pies de las montañas y en sus días de fiesta matan chivo, gallina y guajolote. La madera la trabajan de manera moderada. Una de sus formas de sobrevivencia, para no diezmar los bosques, la han encontrado en la recolección de la resina, un producto natural de propiedades útiles en tareas industriales. De acuerdo a sus tradiciones, para los hombres y mujeres de Cherán los bosques son sagrados. No tocan la madera de los árboles salvo de manera racional.
La modificación del artículo 27 constitucional, decretada por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, en 1992, abrió a la venta y especulación las parcelas en ejidos y propiedades comunales del país. Dos años después, el gobierno mexicano firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Ambas iniciativas no mejoraron las condiciones en el campo. Las empeoraron, en muchos sentidos. Por ejemplo, permitieron que algunas trasnacionales, aliadas con capitales locales, se apoderaran de la riqueza natural de muchas comunidades indígenas, señala Salvador Campanur Sánchez, uno de los líderes comunales con quien conversé vía telefónica después de no poder hacerlo de manera directa en su comunidad.
Asediados por su reserva natural, una de las de mayor diversidad, ubicada en el centro del país, a los bosques de Cherán llegaron desde esos años los nuevos latifundistas a querer hincar el diente. Casi dos décadas después de la firma del TLC, los aguacateros, otra plaga desprendida de terratenientes con capitales de origen dudoso, pretenden ahora las tierras húmedas y fértiles de este valle para extender sus cultivos. La siembra de aguate se comería la flora y la fauna y se tragaría el agua de la región, denuncian los cheranenses. Paralelo a este acoso, desde 2008 se acrecentó la presencia de narcotraficantes y talamontes, una rara simbiosis delictiva, a quienes se les señala hoy como responsables de rapar cerros y sembrar miedo entre la comunidad.
La colusión del crimen organizado y policías en Michoacán, sobre todo en sus partes serranas, es proporcional al grado de impunidad existente entre las cúpulas del gobierno de ese Estado y todas las policías del país. Esto se entiende si se observa cómo la inoperancia policiaca ha larvado un conflicto entre comuneros y delincuentes. El interés de proteger al narco en Cherán, o la incapacidad de combatirlo, demuestra, además, el fracaso de Calderón en su publicitada guerra contra el narcotráfico, que ha costado a México más de ochenta mil muertos, según ha denunciado el poeta Javier Sicilia, convertido en figura visible contra la guerra y creador del Movimiento Nacional por la Paz con Justicia y dignidad, después del asesinato de su hijo Juan Francisco, a mediados de 2010.
La violencia criminal en contra de Cherán no es gratuita. Su escalada ha irrumpido en tiempos en que los pobladores convirtieron a la comunidad en el primer municipio autónomo del Estado. El proceso no fue fácil. Significó años de lucha para que Cherán finalmente seleccionara a sus autoridades de acuerdo a sus usos y costumbres. El 22 de enero de 2012, el Instituto Electoral de Michoacán reconoció, a regañadientes, el nombramiento de un cabildo autónomo, después de que una sentencia de la Sala Superior del Tribunal Federal Electoral reconocía ese derecho a los comuneros.
Sin precedentes en la historia reciente, la conversión de la autoridad, dispuesta ya no desde el gobierno ni desde los partidos políticos, sino desde los habitantes de una pequeña demarcación, representa para Cherán y otros pueblos de la zona el inicio de la ruptura del viejo pacto impuesto desde hace varias décadas entre las comunidades indígenas de la región y un Estado infectado por la corrupción y el autoritarismo.
El flagelo de descomposición moral de las instituciones mestizas alcanzó la médula de los partidos políticos, cuyos dirigentes nunca estuvieron aquí a la altura de las demandas de sus antiguos electores. La debacle institucional en Cherán amenaza ahora con romper el orden de los poderes fácticos, conformado, principalmente, por talamontes, narcotraficantes, políticos del anterior y actual régimen y empresas trasnacionales, beneficiarias de la extracción ilegal de la madera.
El reconocimiento del derecho de elegir sus autoridades de acuerdo a sus usos y costumbres, no fue una concesión gratuita por parte del Tribunal Federal Electoral, en todo caso la clave constitucional de esta decisión hay que buscarla en la presión y a la luz de los distintos tratados internacionales, firmados y ratificados por el gobierno mexicano, señala Campanur Sánchez, cuya voz se escucha sosegada atrás de la bocina del teléfono. La serenidad con que reflexiona y responde a las preguntas este hombre es la misma captada por algunos medios que lo han entrevistado en los momentos más álgidos del conflicto.
Cuando Campanur Sánchez habla de los tratados internacionales que avalan la autonomía de su pueblo, se refiere concretamente al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y a la Carta Internacional de los Derechos Humanos, suscrita por todos los países miembros de la Organización de Naciones Unidas.
Lo vital para Campanur es el modo autonómico en que se decidió la última elección en su municipio y su correlato hay que buscarlo, dice, en el espíritu de los acuerdos de San Andrés Sacamachen de los Pobres, firmados entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y una representación del gobierno federal, el 16 de febrero de 1996.
La esencia de estos acuerdos no fue respetada por el gobierno. Los partidos políticos representados en las dos Cámaras del país hicieron lo mismo. Por eso las comunidades indígenas, particularmente las zapatistas en Chiapas, han asumido de facto su autonomía.
“El racismo y el desprecio con el que el mal gobierno nos ve y nos trata es una de las razones por las que no se reconoce nuestros derechos indígenas. La otra es porque al no reconocer la autonomía de nuestros territorios se facilita al capital extranjero la depredación de nuestros recursos naturales”, señala Campanur.
El acuerdo del pueblo de rechazar la instalación de casillas para las elecciones oficiales del mes de noviembre de 2011, en las que se votaría para gobernador, diputados locales y presidente municipal, se da en el marco de la mayor crisis política y de seguridad que haya vivido ese pueblo en los últimos tiempos. Los cheranenses entendieron lo que el Estado había pasado por alto: en un clima de ingobernabilidad y vacío de poder, era demasiado riesgoso la celebración de un proceso comicial, organizado con las reglas de siempre. Estaba latente el peligro de que su control quedara en manos de los segmentos más corruptos de la clase política y sus socios, los narcotraficantes. En ese sentido, los líderes naturales del pueblo apretaron para que la elección de sus autoridades en diciembre del 2011 se diera de acuerdo a sus tradiciones y “se ganó la primera batalla”, reflexiona Campanur.
Detrás de la historia de este triunfo, me dice Antonio Ahumada, yace la tradición rebelde de los cheranenses y el fuerte apego a su cultura. La decisión de gobernarse a sí mismos les viene de siglos y la concreción de un gobierno autónomo, regido por sus usos y costumbres, representa una vieja aspiración de la nación Purhépecha. Para los habitantes de Cherán, un municipio que no rebasa los 20.000 habitantes, en la recién adquirida independencia de sus autoridades reside la posibilidad de restablecer el equilibrio de un gobierno comunal que vele de manera genuina por los intereses de la gente, pero sobre todo, que detenga la grave desforestación de sus bosques.
La lucha de los pobladores por ejercer el derecho a la elección de sus autoridades, de acuerdo a su visión ancestral, descarta vicios políticos arraigados entre quienes habían ejercido aquí el mando. Además, incorpora per se la tesis del ambientalista mexicano Víctor M. Toledo en el sentido de que un modelo de desarrollo comunitario sustentable es posible cuando una comunidad toma o recupera el control de los procesos que la determinan o la afectan.
Esta sola previsión arroja luz para entender la espiral de violencia en Cherán en los últimos tiempos. Obligado a reconocer la soberanía de las nuevas autoridades, la administración de Fausto Vallejo, arribado al poder estatal en febrero pasado, en vez de atender la demanda de protección y seguridad de los habitantes de ese municipio, optó por el uso de un aparato difusor de mentiras oficiales, cuyo fin ha sido reducir la crisis de Cherán al marco de una pugna intracomunitaria.
En todo caso, las diferencias entre los comuneros de Cherán, Casimiro Leco y Capácuaro, pueblos aledaños a este municipio en conflicto, han aumentado debido a que estas dos últimas comunidades, así como algunas otras, han convertido, tras la ineficacia policial, porciones importantes de sus territorios en refugio de “los malos”, como llaman aquí a los narcotraficantes. Casimiro Leco, Capácuaro y otros vellorios cercanos a Cherán, han cobijado a “gentes llegadas de otras partes del país”, a quienes se les señala hoy como responsables directos de la tala clandestina de los bosques comunales, según explican gentes cercanas al Consejo Mayor.
Por eso no es raro que autoridades de esos pueblos confrontados con Cherán exijan al gobierno de Vallejo que suspenda la instalación de las Bases de Operaciones Mixtas y otro tipo de controles policiacos en la zona, que, si operaran de acuerdo a la ley y cumplieran a cabalidad los ordenamientos para los que fueron creados, accionarían inmediatamente la detención de los responsables de la tala y trasiego de madera. Detrás de estas solicitudes no es extraño que se halle oculta la mano de crimen organizado, además de otras esferas opositoras a la autogestión y autonomía por la que han optado los cheranenses.
Para muchos comuneros es claro que el reagrupamiento de estos intereses en lugares cercanos a Cherán y la consecuente aparición de su estela delictiva, ha sido posible gracias a la permisividad de la policía de Michoacán, el Ejército mexicano y la Policía Federal. Ante la ausencia de protección, los comuneros han optado en los últimos meses por la creación de su propia policía comunitaria, cuyas brigadas patrullan desde abril de 2011 los cuatro barrios del pueblo.
“Nosotros lo que pedimos al gobierno es que el Ejército y la policía patrulle a las afueras de la comunidad y detenga a los que sacan de manera ilegal la madera”, enfatiza un comunero. Para él no hay duda que el clima explosivo que hoy viven se debe a la pasividad y oídos sordos de las autoridades.
La impunidad en este valle se ha ahondado en el tema de justicia y esclarecimiento de los asesinatos cometidos en los últimos meses. Hasta ahora la Procuraduría de Justicia del Estado no tiene noticias de los responsables del secuestro y asesinato de Guadalupe Gerónimo y Urbano Macías, dos comuneros cuyos cuerpos aparecieron torturados en los alrededores de la comunidad, en la segunda semana del mes de julio de 2012. En Cherán existe la certeza que los homicidas de Gerónimo y Macías son sicarios que viven y operan en rancho El Cerecito. Estos homicidas se emborrachan y se pasean a la luz del día en los pueblos circunvecinos, sin que nadie los moleste. Esa laxitud es la misma que guardan las investigaciones de los demás asesinatos cometidos en los últimos 16 meses. Sobre el tema de los desaparecidos, tampoco hay respuestas satisfactorias. Frente a la presión de los comuneros y tras fatigosas mesas de negociaciones con autoridades estatales, a lo único que se ha comprometido el gobierno de Fausto Vallejo es a establecer pensiones para las viudas, la creación de becas de trabajo para pueblos donde se cobijan los talamontes y el establecimiento de las Bases de Operaciones Mixtas (BOM) en los municipios de Tanaco, Paracho y en el mismo Cherán.
Las Bases de Operaciones Mixta es un agrupamiento policial de élite integrado por miembros del Ejército mexicano, la policía del Estado y la policía Federal, creado en el marco de la Iniciativa Mérida y dentro de los planes de seguridad nacional, patrocinados por el gobierno norteamericano. La efectividad de las BOM ha fracasado en el destierro de los cárteles de la droga en Michoacán, pero, a cambio, ha dado golpes certeros contra el movimiento estudiantil, que demanda mayores prerrogativas escolares en el Estado y que desde el inicio del conflicto en Cherán se ha convertido en uno de sus pilares solidarios.
Apenas, el 15 de octubre pasado, 176 estudiantes de las escuelas normales rurales de Tiripetío, Cherán y Arteaga fueron detenidos por un contingente de por lo menos 400 de estos policías, quienes se introdujeron a los edificios de las tres escuelas para sacar y golpear brutalmente a los estudiantes. La acción policiaca se dio después de que un numeroso grupo de muchachos llevó a cabo una jornada de lucha que incluyó la detención y quema de varios camiones. Según denuncia de los estudiantes, la orden del desalojo llegó directamente del gobernador michoacano, Fausto Vallejo, quien en días recientes justificó la intervención de la policía diciendo a la prensa: “una cosa es la manifestación de las ideas y otra la transgresión de la ley”.
El 11 de diciembre de 2006, once días después de haber asumido la presidencia del país, Felipe Calderón ordenó la puesta en marcha del primer capítulo de su guerra contra el narcotráfico denominado Operativo Conjunto Michoacán. Desde sus primeros pasos, la iniciativa sólo ha logrado, más allá de magras victorias, acrecentar la virulencia del narco y expoliar al máximo sus pugnas internas por la conquista de mayores territorios. El saldo rojo y quizá más dramático de esta guerra ha sido el acoso de los narcotraficantes y policías contra sectores específicos de la sociedad civil.
En la meseta Purhépecha existe la creencia de que la aventura del presidente Calderón contra el narcotráfico fue desde el inicio una película mal rodada en un clima donde la peor parte la han llevado los pobladores. Pero si se analiza a fondo la cinta, se encontrará que su argumento no es tan estúpido si éste se escribió con el afán de recrear un nuevo y macabro control social. Inaugurado en un ambiente de ingobernabilidad y una ácida disputa entre Felipe Calderón y Leonel Godoy, en ese entonces gobernador del Estado, el Operativo Conjunto Michoacán consintió el incremento de más policías y militares en las calles de ciudades y pueblos como una medida insuficiente para derrotar al narcotráfico, pero muy predecible en la consecución de un gobierno de mano dura. Después de las fraudulentas elecciones de 2006, el panorama del país era el de una inminente convulsión social. En ese contexto, el gobierno de Calderón consideró estratégico introducir el tema de la narco violencia en la agenda ciudadana, una cortina de humo que borraba de la mente mexicana la crisis económica que padecía y la ilegitimidad con que llegó el presidente al poder. El miedo a las matanzas del narcotráfico y su horrendo espectáculo de cuerpos desmembrados en las calles, dio resultado en la psique de los mexicanos. Esta virulencia, desconocida, no solo arrinconó a los ciudadanos tras las rejas de sus casas, sino permitió que una importante franja de votantes devolviera al PRI al poder en la última elección presidencial. La parte más amarga de la historia pudiera ser la irrupción de los carteles de la droga y la consolidación de su actividad criminal, como factor de acomodo en una nueva etapa de la guerra sucia del gobierno contra los pueblos indios del país.
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En la tarde del domingo 28 de julio, regreso a Morelia. Algunos kilómetros después de cruzar la primera bifurcación que conduce a Pátzcuaro, veo, a la derecha, tras la ventanilla del auto, volcanes de astillas de madera colocados en unos patios inmensos, escasamente iluminados. Son los exteriores de Cepamisa, la filial mexicana de la trasnacional Kimberly Clark. No dejo de preguntarme de dónde habrán salido esos millones de metros cúbicos de madera descuartizada. Por momentos, la lluvia cae a torrenciales. Aún me acompañan los rostros y las voces tranquilas de los hombres con los que he hablado en Cherán. En el avión de la Ciudad de México al infierno de Ciudad Juárez reviso la declaratoria del Yo Soy 132 leída por sus voceros frente a las instalaciones de Televisa, el día que esa empresa trasmitía la inauguración de los juegos olímpicos. Sin aludirlos por su nombre, el planteamiento de los muchachos recoge como algo central la resistencia de los pueblos indígenas del país. Todo pareciera indicar que en México los contrapesos están por juntarse. ¿Será Cherán uno ellos?
Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, México (y reside desde hace 25 años en Ciudad Juárez, Chihuahua). Es periodista independiente y ha publicado en varios periódicos mexicanos. Algunos de sus textos han aparecido en The Clinic (Chile), TrovareLAMERICA (Argentina), Emmequis, Replicante y Arrobajuarez (México). En FronteraD ha publicado Ciudad Juárez, pandilleros o víctimas de la desocupación, Lomas del Poleo: detrás del despojo, la avaricia y Ciudad Juárez, la frontera olvidada