Por uno de esos azares de la historia ya imposible de remediar, el escenario del reencuentro entre los personajes que interpretan Humphrey Bogart (un excombatiente de las Brigadas Internacionales) e Ingrid Bergman fue Casablanca y no Tánger, la ciudad que realmente había inspirado la película de Michael Curtiz. En 1942, Tánger estaba ocupada por las tropas de Franco, lo que trastocaba el propósito propagandista de Hollywood en contra del gobierno colaboracionista de Vichy. Verdadero enclave multicultural, disfrutó desde 1912 hasta 1956 de un estatuto internacional (“tierra de nadie y de todos”) y reunió a una miríada de refugiados, idealistas y descreídos. Era un lugar donde “parecía posible vivir sin dar explicaciones, incluso sin pasaporte”, según ha escrito Sergio Trigán.
En tiempos en los que se refuerzan y coronan de concertinas las fronteras, he querido releer estos días –y traer aquí– una de las mejores novelas de la segunda mitad del siglo pasado: La vida perra de Juanita Narboni, obra de un autor falsamente etiquetado de maldito, a no ser que consideremos así a la legión de inadaptados vapuleados por los avatares de la existencia que pueblan nuestras calles. Ángel Vázquez nació en Tánger en 1929, hijo de un camarero violento y alcohólico que pronto abandonó el hogar. Ángel (cambió el nombre para firmar sus obras, en realidad se llamaba Antonio) creció en la sombrerería de su madre, Mariquita Molina, que alcanzó tiempos felices cuando la burguesía tangerina se tocaba en la elegante tienda de la calle Siaghins, en la medina antigua.
Los caprichos de la moda, la inestable situación internacional y el creciente alcoholismo de la madre, obligaron a Vázquez a dejar los estudios y buscar algún sustento. Lo encontró transitoriamente en el despacho de un húngaro emigrado, el señor Hollander, que había llegado a la ciudad huyendo de los nazis gracias a los buenos oficios del diplomático español Ángel Sanz Briz. Montó un negocio de importación-exportación y Vázquez fue el único capaz de entenderle –y traducirle– en una Babel en la que se hablaba una mezcolanza de lenguas, dialectos y jergas.
Los tangerinos –que hoy se citan en internet para mantener la memoria de la bahía de las “costas cubistas”, como la bautizó Truman Capote– recuerdan que de niños se entendían en las playas combinando con naturalidad el español, el francés y el inglés. Las familias se intercambiaban presentes en las fiestas religiosas respectivas y pasaban ante las sinagogas, mezquitas o iglesias sin ningún recelo. “No tenían la menor idea de que esa promiscuidad pudiese parecer insólita a la posteridad”, ha escrito el periodista Domingo del Pino, emparentado con Vázquez y autor de páginas imprescindibles sobre Tánger.
En la sombrerería de Mariquita Molina se reunían, sobre todo, clientas judías, que usaban un español híbrido de origen sefardita, la yaquetía (haquetía, prefiere el DRAE), “Se entremezclan, a decir verdad con mucho salero”, escribe Vázquez, “el castellano antiguo con el hebreo, salpicado de árabe y de portugués”. Era un joven retraído e introvertido que devoraba las bibliotecas de la ciudad en su idioma respectivo. Juan Goytisolo –uno de sus valedores– pintó las sórdidas bibliotecas de aquella época en Reivindicación del conde don Julián, al tiempo que observaba la costa española desde Tánger, “crisol de todos los exilios”.
En 1940, al tiempo que las tropas de Hitler llegaban a París, Franco ocupó Tánger y, aunque su autoridad no fue reconocida más que por los nazis, decretó su anexión al Protectorado español de Marruecos. “En el léxico de la ciudad se introdujeron palabras y expresiones hasta entonces desconocidas como autoridad, jerarquía, jefes locales, provinciales y nacionales, ‘Por Dios y por España’…”, señala Domingo del Pino. El franquismo, en Tánger, sólo duró cuatro años y concluyó con el cierre del consulado alemán en 1944. Volvió a ser una ciudad abierta hasta que la independencia de Marruecos, en 1956, terminó con sus estatus, aunque no con la vida singular de sus habitantes. Todavía hoy es un enclave marroquí único en el que corre el alcohol y se distingue el cabello de las mujeres.
La decadencia de Tánger coincide con la de la familia de Ángel Vazquez, que cuida de su abuela materna –originaria de Ronda– y de su madre, en condiciones cada vez más deplorables de alcoholismo y miseria. Colabora en el diario España (que poco después dirigirá Eduardo Haro Tecglen) y trabaja en la Librairie des Colonnes (en el boulevard Pasteur, todavía en activo), donde se dan cita los intelectuales y artistas que conformaron la cosmogonía tangerina: Samuel Beckett, Truman Capote, Tennessee Williams, William Burroughs, Juan Goytisolo, Djuna Barnes, Jean Genet, Allen Ginsberg, Bob Dylan, Ignacio Ramonet y, sobre todo, Paul Bowles y su mujer, Jean, con quien entabla una estrecha relación de complicidad en la que comparten su pasión por la literatura, su afición a la bebida y su homosexualidad.
En 1962 Ángel Vázquez gana el Premio Planeta con su novela Se enciende y se apaga la luz, para sorpresa de todos, incluido el autor, al que la editorial localiza finalmente en Casablanca y mete en un avión hacia Barcelona (la premiada era otra, pero se descubrió que había sido presentada a varios concursos). A Vázquez el galardón sólo le sirvió para saldar algunas deudas y siguió siendo en Tánger el tipo introvertido al que encargaban llevar unas cartas al correo pero, en el camino, se bebía en los bares el dinero de los sellos, y las tiraba a la alcantarilla. Mariquita la sombrerera murió en 1964, en un semisótano sin luz rodeada de botellas vacías, y Ángel, acogiéndose a las ayudas españolas, abandonó Tánger para siempre y se trasladó a la Península.
En los años ochenta, Eduardo Haro Ibars quiso reivindicar su figura y publicó una semblanza en la revista La Luna en la que definía a Vázquez como un hombre “orondo, pequeñito y con gafas”. Deambuló por algunas ciudades y oficios hasta que recaló finalmente en Madrid, donde él mismo se veía llegando como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. Seguía escribiendo y enviando sus relatos a los periódicos y revistas, aunque siempre crítico y autodestructivo. De su novela galardonada con el Planeta, decía: “Nada más volverla a hojear me entran ganas de vomitar”. Ganó un premio que otorgaba una revista literaria y recibió una carta laudatoria de Dionisio Ridruejo. “¿Cómo no ha podido darse cuenta una persona como Ridruejo de que mi cuento es una mala imitación de Katherine Mansfield?”, confesó a un amigo.
Durante muchos años, para mi tesis doctoral, estuve indagando en la recepción de las técnicas narrativas modernas en España, sobre todo las que lograron derribar el muro del realismo. En 1976, Ángel Vázquez publicó La vida perra de Juanita Narboni, que pasó desapercibida aunque algunos críticos –ya alertados por Tiempo de silencio– la señalaron y fue seleccionada (sin éxito) para el Premio de la Crítica de 1977. La novela es un largo monólogo interior de una de las clientas de la sombrerería, Juanita Narboni, en la que el autor, incorporando la yaquetía, va recogiendo y recomponiendo los pedazos de un mundo roto. De pronto, allí estaban todas esas referencias literarias de entreguerras que faltaban en las letras españolas, no como ejercicio de arqueología lingüística sino encerrando la misma verdad que el monólogo de Molly Bloom.
Nada más ajeno a Ángel Vázquez que el mundillo literario madrileño de los años setenta. Luis Antonio de Villena le conoció en las noches del Oliver “con grandes gafas de muchas dioptrías, terno humilde y corbatita estrecha, silencioso y con muchos güisquis”. Le regaló un ejemplar dedicado de su novela, pero Villena no tuvo curiosidad de leerla. Vázquez vivió sus últimos años en una pensión de la calle de Atocha que llamaba “la mansión de Drácula”, frecuentando demasiado los baruchos de la zona y sin asumir abiertamente su condición de “invertido”, como la definía. Los amigos le encontraron muerto en su cuarto en febrero de 1980. Tenía 50 años y poco antes había quemado en su estufa dos novelas inacabas.
Vázquez es autor –además del Premio Planeta y de La vida perra…– de otra novela escrita por insistencia de su editor, Fiesta para una mujer sola (1964), de la que también abominaba y que fue reeditada hace unos años. Contrapone la vida gris y opaca del Madrid de los sesenta con la libertad y cosmopolitismo de Tánger, y fue retenida y perseguida por la censura. Más interés tiene el volumen editado por Pre-Textos en 2008, que recoge los cuentos (irregulares, pero ilustrativos de su mundo) con una evocación inicial de su gran amigo, Emilio Sanz de Soto, y algunos documentos esclarecedores. El blog de Domingo del Pino ya citado y el número monográfico de Letra Internacional sobre Tánger que coordinó Sergio Trigán (nº 93, 2006) constituyen bagaje suficiente para adentrarse en el universo de Juanita Narboni.
Siempre he creído que Ángel Vázquez fue un tipo bastante corriente al que no le gustaba dar explicaciones como buen tangerino, que intentó ganarse la vida honradamente y que sólo le diferenciaba de los demás su clarividencia para mirar alrededor y a su interior. No fue un precursor de la reivindicación de la auténtica España ni un maldito en la decoración de los bares de la movida. La carambola del Planeta tal vez le dio alas para seguir escribiendo, hasta que logró la obra que ansiaba, de la que se sintió satisfecho. Pensaba, seguramente, que las animadas conversaciones de la sombrerería de la calle Siaghins que oyó de niño eran lo más real de su existencia en el extraño mundo que le tocó vivir.
En mi última visita a Tánger, hace cinco años, compuse este soneto:
Atardecer en el balcón de Tánger
Una tras otra, las luces se apagan,
una tras otra, se encienden las sombras.
La ciudad se invierte, pierde sus formas,
gritan los suelos, los cielos se acallan.
Cuatro cañones ahuyentan la luna:
huye del cielo sin derramar un ruido,
sin despertar al sol recién nacido
que la noche cría, mece y acuna.
El hormiguero vuela. El Boulevard,
de colores y sabores teñido,
mira de frente, desprecia El Minzàh.
Se pisan inquietas, largas, sin tino,
sombras de sombras de espaldas al mar.
La ciudad engulle el día derretido.
Ángel Vázquez en Tánger.