Los tópicos son, como se sabe, lugares comunes (tópoi). Se trata de lugares -aquí, verbales- conocidos, transitados o frecuentados por todos o por muchos y, por ello, donde nos encontramos con la mayoría. Según esta acepción corriente, el tópico es un dicho que no dice nada nuevo a nadie, sino más bien lo que todos saben; y ello es así porque con él lo que se pretende es el satisfactorio el encuentro de uno con esa mayoría, su ocultamiento en medio del número, la huída de la disputa y hasta el descanso consiguiente… Pero también se les conoce como frases hechas. Los tópicos son frases prefabricadas, ya terminadas y dispuestas para uso de cada cual. Esto es, resultan dichos que no hemos pensado o producido nosotros mismos, sino que nos vienen ya preparados. Cada uno de ellos se forma como una reunión de palabras que han sido juntadas y expresadas por otros; no por éste o aquél en particular, sino por el Otro -grupo, sociedad, etc.- anónimo e impersonal. Y que luego repetimos todos. Alguien ha escrito que “al principio era la palabra, no la frase hecha”; sí, pero al final suele triunfar la frase hecha.
Tales lugares comunes -unos más, otros menos- lo mismo se detectan a la derecha que a la izquierda, igual entre los políticos de profesión que entre los ciudadanos de escasa vocación, bajo una cultura o en otra. Con escasas diferencias los pronuncian jóvenes y viejos, educados e incultos, ricos y pobres. En su misma apariencia de evidentes, en el suave confort que proporcionan, pero en la mentira que suelen encerrar… reside a mi entender la mayor debilidad de nuestra actual ciudadanía.
Vivimos del tópico como del aire que respiramos, pero recibimos de mejor grado la noticia de la contaminación atmosférica que la falsedad de nuestras frases hechas. Poner en solfa tan arraigadas muletillas sería como quitarnos nuestras andadaderas: nos vendríamos al suelo. Son estos comodines del lenguaje ordinario los que nos aportan la seguridad de que no estamos solos. Se diría que contribuyen al gregarismo, tal como lo expresó Orwell: “Mi lema es ‘grita siempre con los demás’. Es el único modo de estar seguro”. Tal es la función primera de los tópicos: acomodarnos al grupo, arroparnos con “lo que se lleva”, vestirnos a la moda verbal del momento a fin de llegar a ser de los nuestros. En una palabra, volvernos normales. ¿Nos olvidaremos, con todo, que al decir de Adorno la normalidad es la enfermedad moral de nuestro siglo?
Es verdad que a menudo los tópicos cumplen otros cometidos indispensables. Verbigracia, el del ahorro reflexivo cuando entramos en cierto tipo de comunicación, que sería muy fatigosa como tuviéramos que dar razones de cuanto decimos y sin poder descansar en lo que damos por supuesto. En ese sentido, el tópico viene a ser como el cemento de nuestras relaciones cotidianas. Todo tópico sería una “casa común”, un espacio que habitamos con toda naturalidad y complacencia. Pero en esa calidez, en ese carácter inmediato y contagioso, reside justamente su máximo peligro. En el funeral uno deja escapar el no somos nada, por ejemplo, y sólo con ello queda incluido en el grupo de los cercanos al finado y elude meditaciones algo más hondas sobre nuestra condición mortal.
Pero, si no es factible -ni prudente- prescindir de todos ellos, nos conviene tomar precauciones al menos frente a los más reiterados. Porque el tópico acostumbra ser hijo preferido de la pereza intelectual y hermano del prejuicio. A base de amontonar esos lugares comunes, construimos nuestra comunicación más impersonal y automática. Decir lo que se dice ofrece la ventaja de que nos permite ahorrar el esfuerzo de ponernos a aprender, opinar sin la molestia de pensar lo que decimos y, de paso, alcanzar la ilusoria certeza de entender y ser entendidos. Es un manifestar lo que en general se espera oír y a un tiempo lo que nos oculta. Comentar lo que “se comenta”, sin otro cuidado, nos protege frente a cualquier extrañeza y nos gratifica con la rutina superficial de todos los días. Ya sólo eso debería ponernos en guardia contra el fácil recurso al latiguillo. ¿Trataré de hablar yo mismo o dejaré que sean los anónimos demás quienes hablen por mí? ¿Habré de someterme a la suave pero férrea presión del entorno o me atreveré a desafiarla y arrostrar así -por distinguirme- su extrañeza y hasta su condena?
No se vaya a creer, pues, que los tópicos resultan tan sólo modos más o menos inocentes de expresarnos. Habrá que mirarles bien las tripas, no sea que estas monedas corrientes de la conversación faciliten nuestro intercambio al precio de degradarlo. Podría ser que varios de estos fetiches verbales, bajo su biensonante y usual apariencia, transporten más ignorancia que sabiduría y nos instalen en un blablablá vacío y satisfecho. Lo que sería aún peor: que la miseria moral que suelen encerrar contribuya a nutrir nuestra propia miseria. Según nos explicó Hannah Arendt, Eichmann tenía conciencia moral, pero esa conciencia hablaba “con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba». Lo que significa de acuerdo con los «clichés, frases hechas, adhesiones a lo convencional, códigos estandarizados de conducta y de expresión» de su momento y lugar. Repetimos que una imagen vale más que mil palabras, pongamos por caso, porque ya no estamos dispuestos al trabajo de distinguir y argumentar que exige el discurso razonable; porque la ley general del espectáculo, que hoy predomina, nos quiere pasivos y las palabras activos; porque es mucho más fácil, en fin, quedarnos en la apariencia de las cosas que traspasarla.