Mañana se vota en el Parlamento catalán la prohibición de las corridas de toros, hecho excepcional que sin duda devolvería a la tauromaquia su verdadera esencia, hoy disuelta en un mar de blandenguería clavelera y populista.
El mundo del toro necesita de la clandestinidad para brillar en todo su esplendor, necesita volver a las catacumbas -como los primeros cristianos- para renacer espiritualmente, para recuperar su estremecedora trascendencia como ritual de rituales, arte supremo, apoteosis cultural, eñe mayestática de Boadella y Dragó, pero también para separar la paja del grano, para distinguir al verdadero militante –tocado por la gracia del Minotauro y el Cossío–, del aficionadillo de barrera y merendola, el que acude a la plaza como quién va a ARCO o a un palco del Bernabeu.
Es preciso inocular la torería -atributo místico y viril a la vez-, al público y a los organizadores, y para ello nada como obligarles a asumir el riesgo de lo prohibido. Promotores valientes para aficionados con agallas, dispuestos a pagar cualquier precio a cambio de ser fieles a sí mismos y a los designios de su culta alma. No se hizo la miel para la boca del asno. Hay acontecimientos reservados sólo para unos pocos elegidos que requieren de una atmósfera especial. ¿Se imaginan qué sentiría un adicto a las peleas de perros si de pronto éstas se realizaran en olor de multitudes, con turistas haciendo fotos entre vendedores de bombón helado? ¡Por favor!
La ilegalización de las corridas de toros mejoraría nuestra imagen oficial ante los paises más civilizados y, a la vez, con un mínimo de condescendencia y vista gorda por parte de las autoridades -como ocurría durante el franquismo con el negocio del juego -, no tendría por qué afectar a la economía del sector, sino todo lo contrario. Recordemos que entre los negocios más boyantes del mundo se encuentran los relacionados con actividades prohibidas.
El mundo taurino podría camuflarse perfectamente bajo tapaderas legales: ganadería, actividades industriales, sector cárnico. Las corridas se celebrarían en espacios camuflados, tanto en el campo como en naves o hangares cerrados. Lugares de difícil geolocalización. Su acceso, inyectado ahora con una buena dosis de adrenalina, sería elitista y muy caro. Las tecnologías de la comunicación permitirían mantenerse informada y al día a la comunidad de adictos, que aprovecharía el enorme potencial de las redes sociales para mantener vivo y activo el gran secreto de la Fiesta. Sin duda, la prohibición beneficiaría a todos, animalistas, políticos y militantes. Taurinos, ¡a las catacumbas!