A menudo me viene a la cabeza un relato de Clarice Lispector llamado ‘Felicidad clandestina’. Cuenta la historia de una niña gorda que tiene atemorizadas al resto de las niñas de clase, delgadas y rubias. En los castigos y chantajes que inflige a sus compañeras no solo la mueve la envidia por no ser como ellas, sino que se ampara en el hecho de poseer algo que todas las demás anhelan: su padre tiene una librería, por lo que tiene acceso a miles de libros con los que las demás sueñan. Un día promete a la protagonista del relato, una niña enclenque y soñadora, que si a las cinco de esa tarde se presenta en su casa le prestara un libro.
A partir de ese instante la vida de la protagonista cambia: se llena de alegría e ilusión. Como han acordado, se presenta puntual en casa de su maltratadora y ahí llega la primera decepción: ya le ha dejado el libro a otra niña. Pero de nuevo le promete que si el día siguiente acude a la misma hora, se lo dejará. Y así se va sucediendo el relato infinitamente. Todos los días, la niña acude cabizbaja a su cita. Está segura de que algún día todo cambiará. O al menos, eso piensa, porque tiene la esperanza de que la gorda malvada le preste el libro. Pero no sucede así. Es la madre que, sorprendida por aquella misteriosa presencia día tras día en la puerta de su casa, la que dándose cuenta de la perfidia de su hija, le presta el libro a la protagonista. Y final feliz porque la niña obtiene su libro. Final feliz porque la gorda mala se queda sin él.
Pero ése no es el tema. Siempre pienso en la niña. En los momentos de felicidad que tiene, sobre todo, antes de conseguir el libro, cuando piensa que lo obtendrá si lo intenta una vez más. Sin embargo la moraleja que escojo aquí –aunque hay muchas- es la de que si no fuera por la madre, nada hubiera cambiado y nos hubiéramos quedado sin final feliz.
Y eso me recuerda a mi propia vida. A la de casi todos, que nos convencemos de que haciendo lo mismo una y otra vez, un día obtendremos un resultado diferente.
Hoy he vuelto al relato de Clarice Lispector porque un taxista me lo recordó hace poco. Me suele gustar hablar con los taxistas. No me cuesta hacerlo: al final entre dos extraños que compartirán apenas cinco o diez minutos es fácil entablar conversación y decir lo que uno piensa sin tapujos. Tuve suerte y di con un taxista cubano que me contaba que quería volver pronto a su isla. Había tenido suficiente con todos estos años y sentía que tenía que cambiar de nuevo.
—Y en qué trabajas, ¿estás contenta?
—Bueno, –ahí me tiré del rollo- supongo. Yo solo soy alguien tranquilo que no vive de manera tranquila.
El taxista, nada impresionado por mi frase, suspiró.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta.
—Uy, pues eso tiene mala pinta.
Yo, contrariada, que esperaba unas palabras de con-lo-joven-que-tu-eres-todo-irá-a-mejor, me vi escuchando un sermón un poco distinto. Me contó que a mi edad él quería comerse el mundo e hizo todo lo posible por hacerlo.
—Me lo comí. Lo dejé todo y me vine a España. Ahora tengo cincuenta y cuando miro atrás, pienso que podría haber hecho más cosas. Sin embargo en ese momento estaba convencido de lo que hacía.
Nos paramos en un rojo, se volvió hacia atrás y me miró fijamente:
—Si no hubiera estado convencido de lo que hacía hace veinte años, ahora ya sería para pegarse un tiro. Me estaría dando golpes contra la pared. ¿Qué es eso de tener treinta años y no estar convencido? ¿Qué vas a pensar cuando tengas cincuenta? Pinta mal…
Me bajé del taxi con una dosis de realidad, algo que a veces, no sé si será por tanto libro o tanta canción pop, me falta. Aquel tipo me recordó no solo a la felicidad y a la esperanza de la niña de Clarice Lispector, sino a Wakefield, el cuento de Nathaniel Hawthorne en el que un hombre se ausenta de su vida porque no se atreve a cambiarla y simplemente abandona su hogar para mudarse a pocos metros de su casa y pasar a ser espectador de su vida. Sin implicarse. Viendo cómo su mujer sigue viviendo su vida sin él.
A veces parece como si en un momento dado se pusieran de acuerdo un relato de Clarice Lispector, Nathaniel Hawthorne y un taxista cubano para recordarnos lo mismo. Nada cambia si uno no hace nada para que las cosas cambien. Es de tontos pensar que haciendo lo mismo tal vez un día obtengamos un resultado distinto. Y es más de tontos aún pensar eso con treinta años. Lo que aprende una de los taxistas.