María José reparte su tiempo libre entre el CRPS Carabanchel, la Asociación Cibeles y el Instituto Ramiro de Maeztu. También acude a clases de inglés todos los martes y jueves de 11.30 a 13 horas. “María José tiene un secreto”, dice el profesor de la academia al resto de los alumnos. El secreto de María José es que padece esquizofrenia.
Los martes por la tarde Emi va al Hospital San José. Allí charla con los ancianos y les acompaña en sus paseos.
—¡Ay!, ¡qué malito estoy!
Se quejan.
—Bueno, cada uno tenemos lo nuestro…
Sin saberlo, ellos son una importante medicina en la enfermedad de Emi.
Alexia conoció a Miguel con 21 años. Estuvieron juntos tres meses, hasta que ella le contó que había sufrido abusos sexuales durante su infancia por parte de su padre. Miguel rompió con ella, y poco después, a Alexia le diagnosticaron esquizofrenia latente.
A Pili le gusta copiar. Refranes, expresiones hechas, siglas, adivinanzas… cada vez que oye una palabra rara la copia y si la lee en el periódico directamente la recorta. Ella asegura que se relaja escribiendo, pero los terapeutas le tienen prohibido coger folletos, pues luego los almacena en su casa para copiarlos más adelante.
—Tú al final escribirás el libro gordo de Petete, le dice su hermano.
Estos hábitos forman parte de su rutina diaria, y son uno de los síntomas del trastorno obsesivo compulsivo que padece. Además, Pili tiene esquizofrenia.
En 1982, María José terminó la carrera de Derecho. El mercantil se le resistió hasta la cuarta convocatoria, pero pudo con ello. Tenía 23 años. En octubre de ese mismo año su familia la envió a Manchester a estudiar inglés. Allí se fijó en Egber, un chico alemán diez años mayor que ella que se alojaba en su misma casa. Cuando él la rechazó, María José sintió un profundó shock que le tuvo llorando durante varios días.
—María José, hazme caso, vámonos con los padres que yo te veo mal, le decía Cristina, su hermana pequeña.
De vuelta a Madrid, le hicieron un contraste de médula espinal porque creían que estaba drogada. La prueba fue tan dolorosa que perdió el conocimiento. María José no entendía que a ella le pudiera pasar “esa enfermedad tan rara”. ¿Se habían equivocado sus padres por hacer caso al doctor Colodrón?
Emi siempre supo que tenía alucinaciones. Desde que en mayo de 1995, poco después de las fiestas de San Isidro en las Vistillas, con sus amigos, se despertó su enfermedad. Tenía 28 años.
—Me encuentro muy mal. Llevadme al 12 de Octubre que estoy malísima.
Pero las pastillas no hacían efecto, y Emi seguía pensando que tenía el demonio dentro y que lo único que podía salvarle de morir era un sacerdote. No podía comer ni dormir.
Su familia no sabía cómo actuar ni qué le estaba pasando, y siguiendo el consejo de una prima doctora la ingresaron en la Clínica López Ibor donde le diagnosticaron depresión con brote esquizofrénico.
Emi estuvo un año y medio de baja, hasta que volvió a su empleo y de presidenta en el comité de empresa de Rodeplasa, que tanto le apasionaba. Pero diez años después comenzaron los despidos en masa, y de la mano del estrés apareció el segundo brote.
Emi ya no podía ni siquiera coger el metro. “Se me iba la cabeza a los raíles”. Solo encontraba consuelo rezando al Cristo de Medinaceli.
La vida de Emi cambió gracias al sanatorio mental Benito Menni de Ciempozuelos (Madrid). Allí disfrutaba de terapia, actividades con el resto de los internos y mayor independencia. Un gran resort comparado con la López Ibor, donde su relación con el psiquiatra se reducía a un breve y rutinario intercambio de palabras.
—¿Cómo estás?
—Muy mal.
“Quién iba a decir que yo me iba a enamorar aquí”. Alexia se ruboriza cuando habla de Juan.
Él tiene un trastorno facticio y ella padece esquizofrenia. Hace más de cuatro años que se conocieron en el CRPS de Carabanchel. A ella él le cayó bien desde el principio. Fue la primera en darle dos besos.
—Me llamo Alexia, encantada de conocerte.
Un día él, se acercó tímidamente a preguntarle: “¿Te vienes a San Ginés conmigo a tomar un chocolate con churros?”, y accedió.
Así, y “casi sin darse cuenta”, el refresco en el bar de después de la clase de jardinería se convirtió en una rutina y empezaron a salir.
Ahora, Juan y Alexia ultiman los últimos detalles para irse a vivir juntos.
Pili va caminando cuando alguien le coge del brazo. Tiene mucho miedo, pues no puede ver la cara de ese extraño sujeto que quiere secuestrarla. Pili se despierta del susto. Es la tercera vez que se repite este sueño que de pronto tanto la obsesiona.
Pili también soñaba que era la novia del príncipe Felipe, y así fue cómo comenzó a escribir cartas a la Casa Real. Los sueños tenían mucha importancia para ella y en la mayoría de ellos siempre había un fuerte componente sexual. Compró un diccionario de sueños para poder interpretarlos.
Un día, Pili le preguntó a una amiga:
—¿Tú sueñas?
—Sí, sueño muchas veces.
Pili comenzó entonces a contarle sus extrañas pesadillas. De pronto, y de un día para otro, Pili escuchó cómo todo lo que le confiaba a su amiga iba saliendo en la radio en forma de canciones.
—¡Si esto se lo dije yo ayer! Algunas cosas al derecho, otras están torcidas y otras se mueven.
Pili cuenta esta historia mientras se le escapa algún que otro hipo, como suele sucederle cuando está nerviosa.
“Era una enfermedad terrible que hacía que fuera impulsada de un lado para otro. No me dejaba vivir”.
A Alexia le tiemblan las manos cuando habla de la anorexia nerviosa. Tenía 17 años y pesaba 34 kilos. Se mostraba hostil con todo el mundo, especialmente con los hombres, y solo aceptaba a su madre, de la que era dependiente.
Ya han pasado 20 años desde que Alexia superó la enfermedad.
“Ahora ya no soy ni hostil ni agresiva. Hombre, tengo mi carácter, cuando me enfado me enfado. Antes tener pareja era un tabú, ahora puedo estar con Juan”.
Con 37 años María José ingresó en el Psiquiátrico de Arévalo (Ávila). Tenía solo dos horas para salir los fines de semana y veía a su familia una vez al mes. En dos ocasiones pidió que le dieran la extremaunción. Nueve años y medio después, María José abandonó el centro.
Por aquel entonces sufría alucinaciones y delirios. Pese a ser muy creyente y practicante no podía entrar en una iglesia porque le aterrorizaban las imágenes de Cristos ensangrentados que veía a su alrededor. “Es como cuando ves que se ponen las nubes negras y que va a llover… Entonces ya te pones en guardia contra las voces o contra lo que venga”.
Para sus hermanos era muy duro comer con la televisión encendida. Sabían que ella estaba escuchando voces de su interior.
Con 46 años, María José cruzó las puertas del CRPS de Carabanchel. Cuando entró, en la sala se encontró, alrededor de una imagen suya, las fotografías de todos los terapeutas. Le dijeron que, a partir de ese momento, nunca le pasaría nada malo porque ellos estaban allí para cuidarle.
“Desde esa foto rodeada con los terapeutas ha habido un antes y un después”, añade seis años más tarde.
Una mañana de agosto de 2010, Emi y su padre llegaron por primera vez al CRPS de Carabanchel. Diego, el director, le enseñó el centro.
—Qué bien, voy a poder cocinar.
Pensó, y sus nervios se calmaron un poco al ver la cocina.
Hoy, Emi es la moderadora del club literario del centro. Ha elegido Los renglones torcidos de Dios, la novela de Torcuato Luca de Tena que despertó su gran pasión por la lectura. A las siete y media de esta misma tarde tiene clase de gimnasia en la Asociación de Vecinos de Orcasitas, su barrio.
—Tú ponte aquí a mi lado, que contigo no me equivoco, le dice su compañera, y a ella se le escapa una sonrisa de oreja a oreja.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que Emi no podía leer, en el que era incapaz de concentrarse. “Sentía una angustia muy grande, no podía salir de mi mundo”.
Una parte muy importante de ella había quedado gravemente lastimada por la enfermedad. Tenía un bloqueo mental que le impedía hablar y bromear con sus amigos y compañeros de trabajo como siempre había hecho.
“Te sientes muy sola con la esquizofrenia. La personalidad que tienes te la mina”, se acuerda Emi mientras espera al autobús en la parada.
—Pues vaya, con el tiempo que hace no van a salir las procesiones.
Conversa con una mujer, al tiempo que una sensación de orgullo le nace por dentro.
Cuando Alexia enfermó trabajaba como empleada del hogar en la casa de unos médicos. Ellos le ayudaron y la prestaron libros con los que pudo conocer un poco mejor la esquizofrenia.
“Tuve conocimientos de psicopatología, me informé de lo que era la enfermedad y me propuse solventarla”.
Después de diez años sin brotes, el año pasado volvió a ingresar porque oía voces. Insultaba a Dios y le pedía perdón durante todo el día. Sentía una gran angustia porque creía que era la novia de Dios.
Pili era muy tímida cuando entró en el CRPS en el año 2002. Incapaz de utilizar la máquina del centro, tomaba sus cuatro cafés diarios en el bar. No hablaba prácticamente, le “sacaban las palabras con sacacorchos”. Ahora tiene 52 años y vive con su madre de 87, a la que cuida. Cuando Pili sufrió el primer brote rozaba la veintena.
—Tía Carmen, ¿tú eres mi madre?, preguntó Pili en la cocina, en la que se encontraban su madre y su tía.
Las dos mujeres se miraron y dijeron algo en voz baja. Pili sentía desconfianza de todo, y su única pretensión era seguir atando hilos.
Poco después la ingresaron en un psiquiátrico.
“Mamá, ¿pa´que me traes aquí, si yo no estoy mal de la cabeza?”.
Pili aún sigue pensando que tiene dos madres, la biológica y la que la ha cuidado.
Han pasado 25 años desde que María José participara en la terapia del vídeo, una terapia novedosa en la que se grababa al paciente hablando. María José posa hoy sonriente en una sesión de fotos, a los ojos de una veintena de espectadores, y se compara a sí misma con aquella mujer retrotraída y torpe que aparecía en la cinta.
A veces aún le pregunta a su doctor:
—Y sin pastillas, ¿cómo es la vida?
—Pues mira, no lo vas a saber porque no te las voy a quitar, le contesta él.
Emi no se arrepiente de nada. Es consciente de que su enfermedad pudo surgir por un cúmulo de estrés, pero ella lo hacía porque quería, y “no cambiaría nada”. Además, Emi ya no se siente un bicho raro. ¿Por qué habría de serlo? No entiende a la gente que se empeña en apartarles, que piensa que todos los esquizofrénicos son unos asesinos.
“¡Pues a mí no me ha dado por matar a nadie!”.
Pili se levanta de la cama, coge una bolsa y guarda todas sus pertenencias. Solo quiere irse a casa. Monta en el ascensor y llega a una de las puertas del Gregorio Marañón.
—Pili, ¿dónde vas?, le dice el enfermero
—A mi casa, porque aquí todo el mundo está loco y yo no quiero estar aquí, yo no quiero vivir con locos.
Cuando murió su abuela, Pili sentía que le clavaban cuchillos en el culo: “Yo no sé cómo tendrían que ser los cuchillos de largos que no me podía ni levantar”.
Quince años después de aquello, Pili sueña con viajar por Italia, recorrer Venecia, El Vaticano, Córcega, Cerdeña… “¡El brazo gitano!”.
Para el psiquiatra Alejandro Rocamora «la esquizofrenia es la locura por antonomasia. La persona pierde el contacto con la realidad y se construye su propio mundo, a través de sus delirios y alucinaciones. Podríamos decir que la persona que padece una esquizofrenia es como un coche sin dirección. Es posible que sus facultades (memoria, atención, etcétera) se mantengan, pero falla el acoplamiento entre ellas. El enfermo se encuentra viviendo en un mundo extraño, alucinante, e invadido por una gran angustia: la angustia psicótica”.
Ana González Martín es periodista y comunicadora audiovisual. Vive en las nubes, y desde hace 24 años, en el madrileño barrio de Carabanchel (Alto). Le gustan las fotos y los cuentos, y sobre todo, salir a la calle a buscarlos