1. La copa que el padre me ha dado
El último día de diciembre de 1841, Henry Thoreau, que contaba por entonces veinticuatro años, escribió en su diario un apunte de cuatrocientas cincuenta palabras que comenzaba con la siguiente observación: “Los libros de historia natural son la lectura más alentadora del invierno”. Menciona a Audubon, los Cayos de Florida, la península de Labrador y “la nieve sobre las bifurcaciones del Misuri”. A lo largo de tres párrafos, insiste en la “salud singular” que encuentra en dichas lecturas. “En la sociedad no hallarás la salud, en la naturaleza sí”, escribe. “Me gustaría guardar siempre junto a mí algún tipo de historia natural a modo de elixir, cuya lectura devolvería el tono a mi organismo y me aseguraría una visión de la vida verdadera y alegre”.
Al día siguiente, un sábado de Año Nuevo de 1842, el cielo de Concord amaneció despejado, pero pronto se tornó nuboso, amenazaba borrasca. Era un día como otro cualquiera, salvo que John, hermano de Henry tres años mayor que él, se cortó el dedo anular de la mano izquierda mientras se afeitaba. Sin darle mayor importancia, se vendó el corte y prosiguió con sus quehaceres cotidianos.
Henry dedicaba un rato cada día a escribir en su diario. Por entonces estaba leyendo a Chaucer con agrado. Un par de días más tarde, el lunes 3 de junio, preparó palomitas y las llamó, en broma, “flores de cereal” pues no eran sino “una floración de la semilla acelerada bajo una temperatura más elevada que la de julio”. El miércoles 5 de enero, cuando las nubes dieron paso al sol de mediodía, alabó el trabajo manual como “el mejor método para eliminar la palabrería del estilo propio”. Puede que se aplicara a sí mismo ese consejo. No volvemos a oír nada acerca de esas “flores de cereal”.
El sábado 8 de enero, ocho días después de cortarse, John se dio cuenta de que la herida estaba gangrenada. Se dirigió al médico local, Josiah Bartlett, que le vendó de nuevo el corte y lo mandó a casa. Al salir de la consulta, John se sentía debilitado y regresó con mucho esfuerzo. A la mañana siguiente, notó que se le agarrotaban los músculos de la mandíbula. Henry comenzó a hacer las veces de enfermero, pero la salud de su hermano se deterioraba con rapidez. Al día siguiente, el lunes 10 de junio, llamaron a un médico de Boston que llegó a Concord y dictaminó que era un caso perdido. Al oírlo, se dice que John pronunció esta frase: “La copa que el Padre me ha dado, ¿acaso no he de beberla?”.
Murió al día siguiente, el martes 11 de enero, en los brazos de Henry. Tenía veintisiete años. Contamos con pocos detalles de su fallecimiento, pero es probable que no fuera apacible. En muchos casos de tétanos la rigidez se extiende por el cuerpo, a menudo afecta al cuello y hace que el enfermo se arquee hacia atrás, tal y como aparece en el terrible cuadro de Charles Bell, Tetanus Following Gunshot Wounds (1809). Se sabe que Henry le dijo a un amigo que John “estaba totalmente en calma, plácido incluso, mientras mantuvo la razón, y que hubo destellos de esa misma serenidad y alegría durante su delirio hasta el final”. Las expresiones “mientras mantuvo la razón” y “su delirio” sugieren que maquilló una escena que no fue del todo calmada y serena.
John nunca gozó de buena salud. Tres años mayor que Henry, era de baja estatura, frágil y delgado, solo pesaba cincuenta y tres kilos. En claro contraste con su hermano Henry, era tranquilo, afable y pulcro. A los dieciocho años sufría abundantes sangrados nasales, en ocasiones tan violentos que perdía el conocimiento. Enfermaba a menudo y decía que eran “cólicos”, pero el problema subyacente era la tuberculosis. La práctica de la enseñanza le resultaba tan agotadora que, a causa de su mala salud, él y Henry tuvieron que cerrar la escuelita que abrieron en Concord en 1841.
Tras la muerte de su hermano, Henry se dirigió a pie hasta la casa de su amigo Emerson, donde se había alojado varias veces antes de que John enfermara. Nevaba y el termómetro marcaba cero grados. Henry fue a hablar con Emerson y después no hablaría ya con nadie más. A la mañana siguiente, recogió algo de ropa que había dejado allí, le dijo a Lidian, la mujer de Emerson, que no sabía cuándo volvería y se marchó a la casa familiar de los Thoreau. Con la muerte de John, el diario de Henry se detuvo de forma abrupta.
2. Esperaba librarme de esta
Thoreau no escribió nada más en su diario en las siguientes cinco semanas, pero el mundo seguía su curso. El 11 de enero, el mismo día que John murió, William James, nuestro siguiente protagonista, nació en Nueva York y pronto recibiría la visita de Emerson, que era amigo de su padre. El 13 de enero, el doctor William Brydon, el único superviviente de un destacamento del Ejército británico en India de cuatro mil quinientos hombres, llegó tambaleante a Yalalabad tras una catastrófica “retirada” de Kabul, durante la cual todos sus compatriotas fueron aniquilados en los pasos de montaña de Afganistán. El 22 de enero, Charles Dickens y su esposa llegaron a Boston en barco desde Liverpool; los recibió una decena de periodistas, que subieron a bordo para entrevistarlos. Ese mismo día, la familia Thoreau, en Concord, quedaba conmocionada y horrorizada al ver que Henry, el hermano pequeño de John, de pronto presentaba también síntomas de tétanos.
Henry no se había cortado, tenía cada milímetro de su piel intacta y el tétanos no es contagioso. Su enfermedad fue una extraña reacción empática que duró dos días, una respuesta emocional desconocida por entonces. El 24 de enero, Emerson le relató a su hermano William que Henry estaba mejor. Pero aquel terrible enero aún no había tocado a su fin.
Esa misma tarde, Waldo, el hijo de cinco años de Emerson, contraía escarlatina, una enfermedad para la que, como en el caso del tétanos, no existía vacuna ni tratamiento. El 27 de enero, el niño comenzó a delirar. Cuando su madre, Lidian, le preguntó al médico de Concord, el doctor Bartlett, si Waldo se pondría bien, este respondió: “Esperaba librarme de esta”. Pocas horas después, a las ocho y cuarto de la tarde, el pequeño moría.
El hogar de los Emerson era inconsolable. Cuando la futura autora de Mujercitas, Louisa May Alcott, que por entonces era una niña de nueve años, llamó a la puerta para preguntar por Waldo, se encontró con su padre, que tenía entonces treinta y ocho, tan compungido que no consiguió pronunciar el nombre de su hijo ni el de su amiguita que esperaba fuera. “Ha muerto, pequeña”, fue lo único que alcanzó a decir. Más tarde, Alcott diría que aquella fue su primera experiencia de verdadero pesar existencial.
Pero Emerson escribió al menos diez cartas casi de inmediato –cuatro de ellas esa misma noche–, en un esfuerzo por recomponerse y dirigirse a los demás. “No comprendo nada de este hecho [la muerte de Waldo] salvo su amargura. No tengo ninguna explicación. Consuelo, ninguno que emane del hecho mismo; solo distracción, solo el olvido servirá y la búsqueda de nuevos objetivos”[1].
En casa de Thoreau reinaba el silencio y una terrible inactividad. Henry fue incapaz de levantarse de la cama durante cuatro largas semanas y, aunque retomó su diario el 19 de febrero, tuvo que pasar otra semana antes de que fuera capaz de escribir alguna carta. Cuando por fin reanudó su correspondencia, esta mostraba una calma insólita, casi impropia. Y las anotaciones en el diario que las precedieron tenían un carácter claramente forzado.
3. Por todas partes, la profundidad es insondable
La primera anotación en el diario de Thoreau después de la muerte de John, del sábado 19 de febrero (según parece, la primera que escribió, no solo la primera que conservamos), es un conjunto de observaciones recelosas y más bien sombrías sobre una visita reciente, casi seguro de Emerson. “Nunca vi a dos hombres lo bastante grandes como para encontrarse como sendos seres”, escribe en referencia a su relación con Emerson y evitando las consabidas expresiones de pésame o tristeza por las respectivas pérdidas sufridas. “Cuando dos se acercan para encontrarse, no incurren en peligros nimios; de hecho, los riesgos que corren son terribles. Entre hombres sinceros no hay cumplidos”, continúa. Se refiere a que tiene que existir confianza y sinceridad. Tal vez los cumplidos le resultaran superfluos en ese terrible momento. Parece bastante probable que en su primera visita al afligido Henry, el 19 de febrero, Emerson le llevara un libro recién publicado, The True Messia, de Guillaume Oegger, ya que eso es lo que Thoreau leyó y sobre lo que tomó notas al día siguiente, el domingo 20 de febrero.
Oegger era un swedenborgiano que creía que, como cada elemento de la naturaleza representa algo en la mente, el mundo físico funciona como un lenguaje visible, como una colección de símbolos que podemos descifrar. (Swedenborg ejerció una gran influencia en Henry James Sr., el padre de William y Henry). Que Thoreau leyera en ese momento a Oegger es un pequeño indicio de que comenzaba a retomar su camino. Es probable que esa fuera la intención de Emerson cuando le llevó aquel volumen o, al menos, su esperanza. Y, en efecto, la idea de que la naturaleza es una lengua que podemos aprender a leer permanecería en Thoreau hasta el último apunte de su diario, varias décadas más tarde, que trata sobre cómo, en el lecho de grava del ferrocarril, después de la tormenta y la lluvia, vemos registrados cada precipitación y cada vendaval[2].
El breve fragmento de Oegger que Thoreau apuntó en su diario el 20 de febrero de 1842 es positivo en lo referente al conocimiento de la conexión entre la naturaleza y la mente, pero aquella anotación (claramente inspirada en la visita de Emerson y en el regalo del libro de Oegger) no es representativa del estado mental de Thoreau durante aquella semana de febrero. Lejos de cualquier positividad, su humor era quejumbroso, gruñón, autocrítico. “Es inútil hablar”, se lamenta en su diario. «¿Qué quieres? ¿Intercambiar palabras o desprenderte de unas cuantas medias verdades que se revuelven en tu interior? ¿Emitirás un placentero ruido sordo después del festín para hacer bien la digestión? ¿O te decantarás por la música como los pájaros en primavera?”[3].
Thoreau se siente fuera de lugar en este momento, inseguro incluso de su propia inseguridad. Al día siguiente, el 21 de febrero, anota en su diario: “Debo confesar que nada me resulta tan extraño como mi cuerpo. Cualquier otro elemento de la naturaleza me gusta tanto o más”. Es ese “tanto o más” lo que muestra claramente el conflicto. Un conflicto que queda aún más patente en su extraordinaria sensibilidad en relación con el sonido: “Siempre fui consciente de los sonidos de la naturaleza que mi oído jamás oiría. Ella se retira a medida que yo avanzo”. Por lo general en perfecta sintonía con los sonidos, en especial con los naturales y musicales, Thoreau ahora se siente desconectado, perdido incluso: “Nunca vi ni oí hasta el final, y la mejor parte permaneció invisible e inaudita”. No se trata de la famosa frase “Las melodías oídas son dulces, pero las no oídas lo son más”, ni de un platonismo recurrente, sino, como corresponde a alguien que ama los sonidos reales, de la sensación de estar perdido, de ser incapaz de escuchar algo hasta el final. No solo perdido, también ingrávido: “Me siento como una pluma que flota en la atmósfera: por todas partes la profundidad es insondable”.
4. Solo la naturaleza tiene derecho al lamento perpetuo
En febrero de 1842, un mes después de la muerte del pequeño Waldo y seis semanas después de la de John, Henry sigue aislado, profundamente inseguro acerca de su situación presente y de su dirección futura: “He vivido enfermo la mayor parte del tiempo porque estoy demasiado cerca de mí mismo. Me he tropezado. No puedo caminar cómoda y placenteramente más que cuando me mantengo lejos en el horizonte”[4].
No es sabiduría. Tampoco es conocimiento de sí mismo. Es confusión, un pataleo enloquecido en un pantano sin fondo. Pero no dura mucho. Volvemos a encontrarnos a Thoreau con cierta sensación de alivio y estabilidad mientras lee a Chaucer, el 23 de febrero, a cuenta de lo cual escribe: “El lector tiene una gran confianza en Chaucer”, algo que sugiere que también él había recuperado la confianza en su lectura. Nos tranquiliza aún más leer en su diario que debemos tratarnos o estimarnos unos a otros no por lo que somos, sino por lo que somos capaces de ser. Parece un regreso a tierra firme donde descubrimos esta otra reflexión: “La verdadera cortesía es esperanza y confianza en los demás”, y hace hincapié en “la amabilidad innata de la naturaleza”.
A principios de marzo, aquel tono enloquecido y turbado prácticamente ha desaparecido del diario de Thoreau (o de lo que permitió que sobreviviera cuando copió los asientos antiguos) y, del 2 de marzo, conservamos tanto una nota extensa y reflexiva como una carta larga y reveladora dirigida a la hermana mayor de Lidian Emerson, Lucy Jackson Brown, donde expone, por primera vez en comunicación directa con otra persona, las conclusiones a las que ha sido capaz de llegar tras los terribles acontecimientos de enero.
Con la sinceridad innecesaria y autocomplaciente de la juventud, le cuenta a Lucy: “Cuando me doy cuenta de lo que ha sucedido y de la grandeza del papel que de manera inconsciente desempeño, me estremezco de emoción y parece como si no hubiera nada en la historia capaz de igualarlo”. Eso y todo lo que sigue en la carta iba dirigido a una persona que Thoreau consideraba cercana y por quien se sentía comprendido. No estaba escribiendo para los editores de su correspondencia y resulta fácil imaginar –e incluso esperar– que, de haber podido, habría omitido esas líneas antes de que gente como yo pusiera sus interpretativas manos encima de ellas.
El cuerpo de aquella carta dirigida a Lucy revela la realidad de su alma tanto como cualquier otro de sus escritos y muestra que ha alcanzado una fuerte, o al menos convincente, aceptación de la muerte de su hermano John y del pequeño Waldo. Comienza con el problema del duelo: “¿Qué derecho tengo a lamentarme, yo, que hasta ahora no he dejado de maravillarme?”. El dolor es lo esperado tras una muerte. Thoreau lo reconoce de este modo:
Sentimos al principio como si ciertas oportunidades para la amabilidad y la compasión se hubieran perdido, pero después aprendemos que cualquier dolor absoluto [la cursiva es suya] es una gran recompensa para todos. Pero solo si somos fieles, ya que el justo dolor no es más que compasión con el alma que dispone los acontecimientos, tan natural como la resina que derraman los árboles arábigos. Solo la naturaleza tiene derecho al lamento perpetuo, porque solo ella es inocente.
No solo inocente, también, y esto es importante, perdurable. Pronto el hielo se fundirá –continúa Thoreau en su carta a Lucy– y los mirlos cantarán en el río que él [John] frecuentaba, tan encantadores como siempre. La misma serenidad eterna aparecerá en el rostro de Dios y no estaremos afligidos si él no lo está[5]. Los individuos mueren, la naturaleza sigue viva. Resulta fácil decirlo, pero si se entiende lo que de verdad y de manera profunda significan estas palabras –si se vive, si se siente su significado–, resulta de veras emocionante. Y Thoreau suena como si lo hubiera entendido:
No deseo volver a ver a John –me refiero al que está muerto–, pero sí a otros a quienes él hubiera deseado ver o con quienes le hubiera gustado estar, de quienes él era una representación imperfecta. Pues no somos lo que somos ni nos tratamos o apreciamos unos a otros en función de eso, sino por lo que somos capaces de ser.
Thoreau también le habla a Lucy, en esa misma carta, de la muerte del pequeño Waldo Emerson, de cinco años:
En cuanto a Waldo, murió como la bruma que se eleva del arroyo y que pronto desaparecerá bajo los rayos del sol. ¿Acaso no mueren las flores todos los otoños? Ni siquiera había echado raíces aquí. No me sobresaltó la noticia de su muerte, parecía lo más natural que podía pasar. Su delicado organismo lo exigió y la naturaleza atendió esa petición con amabilidad. Habría resultado extraño que viviera.
Después repite la idea que ya había plasmado tras la muerte de John: “Tampoco la naturaleza manifestará dolor por su muerte, sino que pronto el trino de la alondra se oirá por el prado y los nuevos dientes de león brotarán en las viejas plantas de donde se escindieron el verano pasado”[6].
Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Teresa Lanero Ladrón de Guevara, ha publicado Errata Naturae.
Notas:
[1] JMN 8:205, 27 de enero de 1842.
[2] Esta sería la anotación completa: “Después de una violenta tormenta proveniente del este que ha tenido lugar durante la noche y ha cesado a mediodía (3 de noviembre de 1861), me doy cuenta de que la superficie de la calzada ferroviaria, compuesta de grava, está singularmente marcada en los bordes, estratificada como una roca de pizarra, de modo que sé, con una desviación mínima, de qué dirección provenía la lluvia. Estas líneas, como cualquier otra estratificación, son perfectamente paralelas, rectas como trazadas con una regla, y cruzan en diagonal la superficie plana de la calzada ferroviaria en toda su longitud. Detrás de cada piedrecilla, que son como rocas protectoras de un octavo o una décima de pulgada de diámetro, se extiende en dirección noroeste una cresta de arena de una pulgada o más, cuyo arrastre han evitado las piedras. Al mismo tiempo, las gotas más pesadas han caído casi en horizontal y han trazado un surco a cada lado, formando unas crestas que se encuentran por todas partes, con media pulgada de separación y perfectamente paralelas. Todo esto es muy evidente al ojo que observa, aunque a la mayoría le pasaría inadvertido. De este modo, cada viento marca su propio registro”.
[3] PJ 1:369.
[4] PJ 1:365.
[5] PJ corr 1:102.
[6] Ibid.