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Teatro entre rejas


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En los últimos veinte años la población reclusa se ha duplicado en España. Existen ochenta y un centros penitenciarios que acogen a más de setenta mil reclusos. La cárcel ha dejado de ser un lugar fundado únicamente en el castigo y se ha convertido en una institución para solucionar conflictos personales y sociales. El voluntariado en las prisiones ha permitido establecer escenarios de ayuda útiles para la reinserción social de los presos. El Centro Penitenciario Madrid III, más conocido como la cárcel de Valdemoro, es uno de esos escenarios. Se ubica en la carretera de Andalucía, a unos dos kilómetros de esta localidad madrileña. Detrás de un casi imperceptible montículo se alza bajo una mole de hormigón que, tras sus muros, esconde un interesante grupo de teatro dentro de un proyecto terapéutico y social llevado a cabo por la organización no gubernamental (ONG) Entre Pinto y Valdemoro.

 

Más de cinco mil colaboradores, pertenecientes a centenares de ONG (la mayoría religiosas), se encargan de visitar y ayudar a los presos. Marisa Aguirre es una de ellos. Dirige el grupo de teatro desde hace ocho años. Su proyecto comenzó bajo los auspicios de una entidad católica, la Asociación Marillac, y a día de hoy han conseguido constituir su propia organización sin vinculación religiosa centrada en el teatro como terapia de grupo dentro de la cárcel. Lo hace voluntariamente, sin ningún ánimo de lucro. Desde entonces, el grupo de teatro se ha establecido como una institución independiente dentro de la prisión.

 

Los miércoles y los viernes, Marisa acude a la cárcel a dar clase de teatro. Tras el papeleo, el cacheo de rigor y el atronador sonido de las rejas al abrirse y cerrarse a su paso llega a una sala enorme con ventanas pequeñas desde las que se vislumbra algo parecido a un patio de colegio. Se trata del salón de actos de la prisión. Sobre el escenario, cada día aparecen unos cuantos elegidos con los mismos nervios a flor de piel que los actores antes de salir a escena. Esperan a Marisa. Ella es profesora de instituto y parte de su vida ha girado siempre en torno al teatro. Su marido, ya fallecido, era actor. Tras su muerte decidió embarcarse en este proyecto.

 

El teatro entre rejas, como proyecto, es además innovador. Apenas dos prisiones más en España cuentan con un grupo de teatro. Una cárcel es un lugar sorprendente donde puede pasar cualquier cosa. El primer día que Marisa fue a la cárcel se encontró con un ex alumno: «Aquello me dejó totalmente descolocada y en la cabeza me ha dejado el poso de que cualquiera puede estar en prisión en cualquier momento».

 

La composición del grupo es muy variopinta. Por él han pasado desde mafiosos a profesionales del cine porno, algún personaje famoso y políticos corruptos cuyo nombre nadie quiere desvelar. La cárcel de Valdemoro cuenta con un módulo especial de drogodependientes y de trastornos psíquicos leves. Algunos de sus presos participan en el grupo. Es el caso de A. G. L. Tiene 45 años, lleva más de ocho en la cárcel y dos participando en el grupo de teatro. Su chándal turquesa de tactel y sus gafas de pasta transparente y amarillenta hacen que no pase inadvertido. Padece esquizofrenia paranoica y presenta un clara tendencia al suicido. Sólo alcanza a decir frases hechas, como «el teatro y Marisa han sido mi mejor terapia», o «para mí, el teatro es la bomba». Pero A. G. L concentra buena parte de las características de los integrantes del grupo. Se trata de vidas anónimas que han encontrado en la intimidad del teatro una parcela de comunicación con los demás que lea hace sentir mejor dentro del centro penitenciario.

 

Antes de formar parte del grupo han de pasar por un reconocimiento psicológico y determinar hasta qué punto el proyecto les va ayudar. Es importante conocer la situación de cada uno de los participantes. «No se puede dejar participar a personas que puedan llegar a romper la dinámica de trabajo del grupo», dice Marisa. Los presos que intervienen en el proyecto se sienten orgullosos de ello y ven a su directora como un referente muy positivo en sus vidas.

 

Marisa pensó en hacer un taller de teatro como los que habitualmente se crean en la enseñanza secundaria, pero reconoce que se equivocó. Por ejemplo, A. G. L. no quiere hacer un taller de teatro al uso. Busca un espacio distinto donde trabajar enseguida en una obra. Marisa cree que de nada serviría hacer ejercicios de vocalización porque no lo entenderían. Para los internos el teatro supone otra cosa: «El teatro para ellos es una auténtica terapia. El teatro lo que hace es unir, aglutinar, porque es un proyecto común».

 

Las historias personales de cada uno de los que acceden voluntariamente a este proyecto son diferentes, pero todas ellas tienen algo en común: comparten dureza y superación personal. Marisa explica que, al principio, existe una especie de barrera imaginaria que es difícil vencer, del mismo modo que se siente cierto miedo irracional a acercarse demasiado a los presos. En la cárcel los prejuicios funcionan rápida y eficazmente. A la hora de trabajar con los internos los responsables del grupo prefieren no saber qué clase de delito han cometido. Marisa nunca quiere conocerlo, ni siquiera cuando ellos desean contárselo a priori. Al final termina por saberlo al involucrarse al máximo con las historias personales de cada uno de ellos.

 

«Ninnete un señor de Murcia», «La estanquera de Vallecas» o «Bajarse al moro» son sólo algunas de las obras que en estos ocho años han representado los internos para sus compañeros. De momento no han podido sacar sus obras fuera de la cárcel, ni actuar ante otro público que los reclusos y los funcionarios de prisiones. Como curiosidad, la directora comenta que a los internos les gustan las obras que rocen algún tema delictivo: «Algunos son profesionales del delito y aportan mucho al personaje que representan», bromea.

 

El Centro Penitenciario Madrid III es uno de los que más volumen de presos extranjeros suma, ya que muchos tienen juicios pendientes en la Audiencia Nacional. Esto no pasa inadvertido para el grupo de teatro. Reconocen estar sorprendidos al ver cómo rusos, rumanos, checos, croatas, cubanos, congoleños, nigerianos…, gente que no conoce el español, han ido aprendiendo el idioma y finalmente han podido representar sus papeles. Kiril N. V. es uno de ellos. Es macedonio y en la representación de Navidad hizo de rey Gaspar en «El auto de los Reyes Magos». «Dice el verso perfectamente y, no sólo eso, sino que le da un sentido maravilloso.», explica Marisa.

 

En este centro hay presos que pasan pocos meses mientras esperan destino en otras prisiones. Éstos también participan en el grupo de teatro, aunque en papeles pequeños. Por este motivo el reciclaje de actores es continuo. Los reclusos se muestran reticentes a las nuevas incorporaciones y son muy selectivos porque no quieren que haya ningún broncas en el grupo. Si lo hubiera, lo rechazarían inmediatamente.

 

Disfrutan cuando les llaman actores. Se sienten realmente orgullosos de lo que hacen y se lo toman muy en serio. Poco tiempo después de la creación del grupo los internos solicitaron permiso para poder ensayar un día más a la semana, sin la supervisión de Marisa, en el salón de actos de la prisión, y se lo concedieron. Esta actividad se convierte en una ventana abierta al exterior. Para ellos es una pequeña parcela de libertad que ganan con su esfuerzo. En este sentido, el teatro les hace valorar mucho más aquello de lo que están privados. Para muchos lo más importante es que Marisa llega de fuera. Ella lo sabe y por eso se perfuma abundantemente antes de entrar a la cárcel. Aunque poseen aparatos de radio y están al tanto de las noticias, los internos echan en falta la inmediatez de las cosas en la calle, como ese perfume de mujer. En la cárcel la limpieza exhaustiva hace que huela a desinfectante y a lejía, y sin embargo la fragancia femenina de Marisa puede dar alas a cualquiera dentro de una cárcel en la que solo hay hombres. Al menos eso afirma ella.

 

Cuando obtienen la libertad, algunos ven en la calle una nueva prisión. Les cuesta desprenderse del pasado, por extraño que parez ca, y también del ambiente del teatro en la cárcel. Es una experiencia que marca de por vida. Hace unos años un preso, a su salida de la cárcel, decidió no desvincularse del proyecto y seguir participando de manera voluntaria. Se encargaba de llevar a Marisa a la cárcel de Valdemoro en su furgoneta para la «clase de teatro». A día de hoy se encuentra totalmente reintegrado en la sociedad y son otros voluntarios los que trasladan a la directora a la cárcel con sus propios vehículos.

 

Los integrantes de «teatro entre rejas» se sienten unos privilegiados. Se sienten bien. Marisa reconoce que quiere mucho a su grupo de teatro y que después de todo el trabajo con los reclusos ha acabado viendo a la persona que hay detrás de un delincuente o un criminal. No niega que pueda costar un poco ver la realidad de una cárcel desde esta perspectiva, pero dice que todo es cuestión de tiempo. Marisa se despide cada día de su grupo pensando en que hay una nueva oportunidad para sus actores: «Esto es lo que permite el teatro: dar lo mejor de uno mismo. Lo mío es una ventaja: en vez de trabajar con lo peor de ellos, trabajo con lo mejor que pueden dar».

 

Esta es la historia de sus intérpretes. Distintos puntos de vista para una misma realidad. Dos maneras de formar parte del proyecto de Teatro entre Rejas.

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