No sé si los cascabeles iban pegados al abanico, o si iban en el brazo a modo de pulseras que no se puede quitar porque se le han hinchado tanto las muñecas por el calor que no le salen.
No sé si le ha pagado la competencia para que fastidie el estreno de Teatro de los Andes en las Naves del Español en Matadero.
No sé si no entendía el castellano cuando el actor ha metido dentro de la obra “ese ruido, ese abaniquito metiendo bulla” un par de veces, a ver si ella se daba por aludida, y un par de minutitos después la ha señalado con saña, y ella ha seguido con su cascabeleo.
No sé si en su tierra se estila eso de ir a menear las pulseras al teatro, “mira qué pulsera me ha regalado Paco, y mira qué bien suena”.
No sé si muchos otros espectadores, al igual que yo, a pesar de haber visto un espectáculo muy bueno, han salido con ganas de descuartizarla y meterle una a una entre las costillas las varillas del abanico.
No sé si me estoy volviendo un perro violento, pero es la primera vez que viendo un espectáculo tengo ganas de asesinar, y voy al teatro cada día y a veces hago doblete y triplete.
No sé por qué los que la tenían al lado no le han hecho parar el cascabeleo.
No sé dónde estaba el personal de acomodación en ese momento… bueno, ni a la entrada ni a la salida; hoy, por el motivo que fuera, no había.
De cualquier modo, la compañía boliviana Teatro de los Andes ha salido victoriosa de su estreno en Madrid con esta función que tiene ya 18 años y que ya había visitado España, aunque nunca la capital, tras dos intentos frustrados en 2020 y 2021. En un sol amarillo. Memorias de un temblor habla de la corrupción tras una catástrofe natural, el terremoto que en 1998 dejó decenas de comunidades bolivianas destruidas y muchos heridos y muertos. Para crear la obra, Teatro de los Andes viajó a la zona afectada y recogió los testimonios de las víctimas. Tras el terremoto se envió ayuda, pero esa ayuda no llegó donde debía, algo típico, como decía la actriz en los saludos. Teatro de los Andes afirma además que ha estudiado otros terremotos, y en cada uno conviven “el desprendimiento y el egoísmo”, “la mezquindad y la solidaridad”, “el abuso y los robos, sobre todo por parte de las autoridades”.
Foto de Radoslav Pazameta
Da mucho placer ver propuestas como la de Teatro de los Andes, dirigida por César Brie hace 18 años, y sobre el escenario Lucas Achirico, Gonzalo Callejas, Alice Guimarães y Darío Torres.
Da mucho placer ver una clase magistral de dirección, una función hecha “con cuatro mierdas” (lo ha dicho el de la butaca de al lado) bien usadas, al servicio de la historia que están contando (que quizá se enreda un poco en la dramaturgia), y en que cada elemento que aparece es utilizado cuando menos te lo esperas.
Foto de Radoslav Pazameta
Esto choca con algo a lo que aquí estamos demasiado acostumbrados: cantidades desorbitadas en partidas de decorado y atrezzo, en muchas ocasiones para ocultar que el texto es malo, pobre o inexistente, o que la dirección no sabe muy bien qué hacer.
Esto choca con algo a lo que aquí estamos demasiado acostumbrados: a veces el escenógrafo hace su gran obra independientemente de la propuesta del director, y lejos de la practicabilidad del decorado (practicable, qué gran palabra).
Esto choca con algo a lo que aquí estamos demasiado acostumbrados: grandes espectáculos de gran decorado y mucha carcajada idiota cada vez que un actor de la tele dice “kazajo” en el escenario.
Esto choca con algo a lo que aquí estamos demasiado acostumbrados: obras malas, muchas de más de dos horas, con textos alargados, y mucho decorado, mucho palabrerío inútil, mucho chiste estúpido, que tapa lo importante.
Esto choca con algo a lo que aquí estamos demasiado acostumbrados: gente que confunde verse afectado por el síndrome de Estocolmo con ver un espectáculo bueno, gente que piensa que si la obra dura más de dos horas, tiene que ser buena, gente a la que no le duele pagar 25 euros por un truño del trece de más de dos horas, pero que pone pegas por pagar por ver una obra de 60 minutos, gente que divide el precio de la entrada entre el número de minutos para saber a cuánto le ha salido el minuto.
Esto choca con algo a lo que aquí estamos demasiado acostumbrados: los que ya no saben qué hacer para rellenar dos horas y pico de función, y meten al elenco en una piscina de bolas.
Esto choca con algo a lo que aquí estamos acostumbrados: cascabeles… Pantallas que suben y bajan. Cascabeles. Imitaciones hirientes de gente de otras etnias. Cascabeles. Público a tres bandas, oh, qué innovación. Cascabeles. Frasecitas finales cautivadoras sobre grandes temas de la sociedad oprimida que hacen que llegues a los aplausos en pie y gritando “bravo”. Cascabeles. Duración de dos horas y sensación térmica de siete horas y media. Cascabeles. Una gran frase proyectada que afirma que todo lo que vamos a ver es absolutamente real, aunque el de la butaca de al lado se pase la posfunción diciéndote que todo era mentira, indignadísimo y más cabreado que una mona. Cascabeles. Cascabeles. Cascabeles.
¿Qué hacer cuando no tienes gran cosa que mostrar? Pon cascabeles. Pon mucho decorado. Pon cascabeles. Pon a uno de la tele y escríbele un par de chistes. Pon cascabeles. Si el texto es malo, al menos que lo agiten y suene. Pon cascabeles. Si el texto no cuenta nada, al menos que lo agiten y suene. Pon cascabeles.
Cascabeles.
A ese teatro de cascabeles es al que habría que invitar a la señora esta de hoy, y no a ver esta obra tan interesante que ha traído Teatro de los Andes a las Naves del Español en Matadero, que, por cierto, estarán solo hasta el domingo 17 de junio. Después visitarán el Festival de Olite, el sábado 23 de julio.
@nico_guau