A las tres de la tarde del día 14 se izó en Madrid la primera bandera republicana, que tremoló sobre el Palacio de Comunicaciones. Esta bandera produjo un movimiento general de curiosidad que se convirtió en un estallido de entusiasmo al conocerse que representaba realmente lo que simbolizaba, o sea, la toma del poder por parte del Gobierno provisional.
Josep Pla, La Veu de Catalunya, 18 de abril de 1931
Introducción. La construcción del habitus republicano
Así relataba Josep Pla el gesto simbólico con el que, en la tarde del 14 de abril de 1931, se terminaba con la Monarquía en España. Los símbolos, que con su función icónica pueden servir para que un individuo reconozca su pertenencia a un grupo social, son insuficientes por sí solos para formar una identidad colectiva. El caso de la República española era similar al de otras efímeras repúblicas que se instauraron en Europa en torno a los años treinta: todas necesitaron consolidar la democracia recién establecida y para conseguirlo era necesario “que una amplia mayoría de la población aceptara, o al menos tolerara, esos nuevos regímenes que habían nacido de una forma tan rápida y sin apenas derramamiento de sangre” (Casanova, 36). Este libro estudia el procedimiento utilizado para forjar una tradición cultural en la Segunda República española. En concreto, examinaremos la renegociación del valor del pasado a través del análisis del teatro clásico que se representó y circuló en la década de los treinta, lo que nos puede ayudar a entender las luchas por la apropiación de la tradición.
Durante la dictadura de Primo de Rivera algunas compañías profesionales habían empezado a incorporar obras del Siglo de Oro a sus repertorios. Entonces, los críticos teatrales ya señalaban el potencial nacionalista de estas obras y su capacidad para renovar la escena. Sin embargo, la dictadura, que había intervenido fuertemente en la esfera cultural y educativa, no usó el teatro en su proyecto de construcción nacional. Con la llegada de la República, confluyen la revalorización de este repertorio en el campo teatral y su apropiación reflejada en las prácticas culturales patrocinadas por el Estado. Las Misiones Pedagógicas fueron el caso paradigmático: una escuela rural ambulante que incluía conferencias, proyecciones cinematográficas, audiciones de discos en gramófonos, representaciones teatrales y exposiciones de arte. Tanto el Teatro del Pueblo como el Museo del Pueblo, como se llamaron estos dos ámbitos, contaron con un repertorio compuesto casi exclusivamente por obras de los siglos xvi y xvii, cuya selección dejaba ver el objetivo de crear consensos entre los ciudadanos. Las obras que montó esta compañía, y que analizo en este libro, destacaban la recién adquirida soberanía popular, según se entendía de la reinterpretación de los entremeses de Cervantes La elección de los alcaldes de Daganzo y El juez de los divorcios, y de Sancho Panza en la ínsula, una adaptación de este episodio del Quijote escrita por el director del Teatro del Pueblo, el dramaturgo Alejandro Casona. La recepción de estas obras estuvo condicionada por las conquistas democráticas que se sucedieron en estos años y que incluyeron la ley del divorcio y de matrimonio civil en 1932, y el sufragio universal en 1933.
El grupo teatral universitario La Barraca tuvo una mayor incidencia en el campo teatral, ya que actuó repetidas veces en Madrid y otros centros urbanos. La vocación estética y artística de Federico García Lorca revolucionó el montaje de los clásicos al formar una compañía sin profesionales de la escena. Los decorados y figurines los diseñaron jóvenes artistas gráficos que trabajaban por primera vez en el teatro, y los actores y actrices fueron seleccionados entre los estudiantes de la Universidad de Madrid en audiciones públicas. Su repertorio suponía asimismo una novedad si lo comparamos con el de las compañías profesionales. Al igual que el Teatro del Pueblo, montaron entremeses, pero también un auto sacramental y varias comedias, entre las que destacó Fuenteovejuna, cuya adaptación y puesta en escena, que situaba la acción en la España de la República, favorecieron su lectura politizada.
García Lorca también participó en alguna de las representaciones multitudinarias de obras clásicas que se utilizaron como actos conmemorativos. En 1935 se celebró el tricentenario de la muerte de Lope de Vega y la conmemoración oficial fue el montaje de una versión suya de La dama boba. El teatro clásico se usó con el mismo fin en el tercer aniversario del 14 de abril, cuando se representó El alcalde de Zalamea, que en esa época se leía como una obra que defendía el poder municipal, el mismo que proclamó la República en el Ayuntamiento de Éibar. La compañía de Margarita Xirgu y Enrique Borrás fue responsable de esta función única en la plaza de toros de Las Ventas, que congregó a veinte mil espectadores. Otros montajes de obras de Lope de Vega en las plazas de Madrid atrajeron al público durante la celebración del tricentenario, lo que permitió la difusión masiva del teatro clásico, pero también reveló los usos del repertorio en los intentos de apropiarse del pasado, ya que se eligieron obras con un fuerte contenido religioso.
A lo largo de estos años el teatro no fue ajeno a los vaivenes políticos del nuevo régimen. Las Misiones Pedagógicas, por ejemplo, se convirtieron en la prioridad durante el primer bienio, pero fueron penalizadas con un recorte de presupuesto en los gobiernos de la CEDA. Por otro lado, la politización de los proyectos oficiales hizo fracasar los intentos de crear un Teatro Nacional, y la compañía mejor preparada para llevarlo a cabo, la Xirgu-Borrás, fue excluida por su cercanía a las ideas republicanas de izquierda. Con todo, este estudio del teatro nos permitirá acercarnos al proceso de construcción nacional durante la República.
Como afirma Anthony D. Smith, los procesos de construcción nacional son acciones colectivas organizadas conscientes que “involve vital elements of conscious agency–elite choices, popular responses, and ideological motivations” (72). En la formación de las identidades nacionales republicanas se enfrentaron lecturas contradictorias de la tradición cultural que fueron utilizadas para promover proyectos políticos y para dotar de prestigio a prácticas culturales. En cualquier caso, se produjo un cambio en las disposiciones duraderas que determinaban el comportamiento de los individuos en el universo social, y en estos años no fueron pocas las prácticas que alimentaban el sentido común del grupo. En mi investigación analizo cómo a través del teatro se logró que los espectadores reconocieran la representación de la nación en escena y que además identificaran como propio el repertorio de la tradición teatral española. En este sentido, es significativa la proliferación de las representaciones teatrales en lugares específicos, a menudo en los espacios públicos como las plazas, en un intento de devolver el carácter popular al hecho teatral.
Durante el primer bienio republicano las prácticas destinadas a transformar el campo cultural fueron la prioridad de los ministros de Instrucción Pública, conscientes de la necesidad de lograr un cambio en los esquemas de percepción de los ciudadanos: “The conviction that their political revolution would survive only if accompanied by a profound cultural transformation underlay the republicans’ relative neglect of social and economic reform during the first biennium” (Boyd, 194). Se convierte en un lugar común del pensamiento republicano que las reformas no serían duraderas si no había una determinación en las políticas de educación cívica. El resultado fue el protagonismo inusitado de las políticas culturales, que fueron refrendadas en la constitución de la República española, cuyo artículo 48 dice que “el servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada”. El nuevo régimen asume su responsabilidad en la difusión de la cultura del país y la relaciona con la educación, el otro frente del que se ocupará la instrucción pública. En un país con un índice de analfabetismo que superaba el treinta por ciento y con un escaso éxito en las políticas culturales y educativas, el compromiso del Estado afectó profundamente a estos dos ámbitos.
La revalorización de la tradición teatral no fue exclusiva del Ministerio de Instrucción Pública, ni de los ministros de un determinado signo político; la mayoría identificó el potencial del teatro clásico en la construcción de la identidad nacional. Desde el apoyo a las Misiones Pedagógicas y La Barraca de Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos y sus sucesores en el primer bienio, hasta el uso del teatro clásico en conmemoraciones públicas que hicieron los ministros del Partido Republicano Radical y de la CEDA, los sucesivos gobiernos coincidieron en emplear el teatro del Siglo de Oro. Por otra parte, las iniciativas privadas buscaron una acumulación de capital cultural o la oposición a la hegemonía que partía de las prácticas oficiales en su uso del teatro clásico español. Los críticos, directores y autores de teatro participaron en los debates públicos sobre la creación de un teatro oficial, que revelaron las pugnas por apropiarse del repertorio y por consolidar lecturas determinadas de la tradición. La conmemoración del tricentenario de la muerte de Lope de Vega en 1935, por ejemplo, mostró la participación de estos grupos, que ofrecían visiones antagónicas del dramaturgo y que por extensión también eran usos interesados del Siglo de Oro.
La historia de la socialización política de las masas a través de la cultura en la Segunda República fue el tema del estudio de Sandie Holguín Creating Spaniards: Culture and National Identity in Republican Spain, donde señalaba que existía un consenso entre los políticos de cualquier signo para identificar el potencial didáctico del teatro y que además “many intellectuals believed that restaging old theatrical performances could unite communities that industrialization had rent asunder” (11). Holguín presenta aquí varias hipótesis que repetirá a lo largo de su trabajo. A pesar de que dedica un capítulo a analizar el teatro del Siglo de Oro durante la República desde una perspectiva histórica, sobrevalora la agencia del intelectual en los usos de la tradición y se ocupa de aquellos que se dedicaban a los oficios teatrales por su pertenencia a la clase intelectual. Este hecho le lleva, en mi opinión, a obviar las circunstancias específicas de las puestas en escena y, por tanto, a desdeñar la particularidad de los públicos teatrales y de los espectadores individuales de cada función. Las compañías que incluyeron el Siglo de Oro en su repertorio tenían motivaciones particulares, que si en algo coincidían era en destacar la actualidad de los textos representados. Por otro lado, las puestas en escena de un mismo montaje provocaron reacciones diversas. Es precisamente aquí, entre el momento de la producción y el de la recepción, donde reside la complejidad de los fenómenos teatrales en un periodo de intensa renegociación y redefinición cultural de la comunidad política. Por esta razón, me valgo de los análisis textuales y de las puestas en escena, que aportan una visión matizada de los efectos que provocaron las prácticas teatrales.
En el periodo republicano se produce una transformación del habitus del público. Las prácticas teatrales otorgaron legitimidad al teatro clásico, que pasó a incorporarse al sentido común de grupos específicos de espectadores. El habitus de los espectadores funcionaba como “un sistema de disposiciones duraderas y exportables (esquemas de percepción, apreciación y acción), producidas por un entorno social particular, que funciona como principio de generación y estructuración de prácticas y representaciones”. Es la doble acción del habitus como sistema decodificador de prácticas y generador de ellas lo que hace que el concepto sea operativo al mismo tiempo en el universo social y en el plano individual. La acción social “no tiene nada que ver con la elección racional” (Bourdieu, ‘¡Viva la crisis!’, 81), sino que está orientada por un sentido práctico, similar a la técnica interiorizada por un bailarín, que le permite además crear nuevos pasos. La acción social colectiva se produce cuando los individuos de un grupo comparten una percepción del mundo y la aplican en sus prácticas. En otras palabras, cuando comparten un sentido común, constituido una vez que se ha logrado armonizar los habitus. Este hecho adquiere relevancia en la recepción teatral, donde la reacción de la audiencia ante un espectáculo es colectiva (Kruger, National Stage, 11).
En el primer capítulo analizo la constitución de las Misiones Pedagógicas, que fue posiblemente el proyecto de extensión cultural más ambicioso de la República española. Las actividades de cada misión se organizaban en torno a la biblioteca que fundaban en cada pueblo que visitaban. La primera colección constaba de cien libros, entre los que había una importante selección de clásicos del Siglo de Oro. Por este motivo es fundamental analizar el servicio de bibliotecas y el mundo editorial de la época, en especial el papel que jugaron los libros de bolsillo de Espasa-Calpe para la difusión del conocimiento y del teatro, en particular. Aunque los impulsores políticos y culturales de las Misiones Pedagógicas se empeñaron en subrayar que el proyecto estaba libre de cualquier motivación política, tras el análisis de las actividades que componían las misiones sostengo que este proyecto buscaba ganar adeptos al nuevo régimen político en los pueblos, donde las políticas sociales impulsadas por la Constitución eran menos perceptibles.
El segundo capítulo analiza el servicio de teatro de Misiones Pedagógicas, conocido como Teatro del Pueblo. A diferencia de La Barraca, de la que me ocupo en el tercer capítulo, el Teatro del Pueblo tenía como objetivo educar a un grupo de espectadores que en su mayoría asistían por primera vez a una representación. Esto se traduce en la elección de un repertorio considerado accesible formado por obras cortas entre las que se incluyeron entremeses del Siglo de Oro. Al justificar el repertorio, el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos, así como Antonio Machado y Pedro Salinas, que fueron patronos de Misiones Pedagógicas, identificaron a los espectadores del teatro de Misiones Pedagógicas como los depositarios de la tradición liberal sobre la que se fundó la República española, lo que suponía una esencialización un tanto ingenua. Las fotografías contribuyeron decisivamente a la construcción del público de las misiones; en concreto, las de los espectadores que se publicaron en la revista Residencia y en otros medios nos ayudan a valorar la respuesta del público a las representaciones del Teatro del Pueblo.
En el tercer capítulo sitúo en el campo cultural a La Barraca, un grupo de teatro universitario ideado a partir del modelo de los teatros de arte. Tras analizar el repertorio, el itinerario de sus giras y el montaje de sus obras, concluyo que el grupo dirigido por Federico García Lorca difundió el teatro clásico sin sacrificar sus aspiraciones artísticas y que para cumplir este principio cuidó la selección de actores y de obras y visitó lugares más poblados que aquellos en los que actuaba el Teatro del Pueblo. En este sentido, La Barraca adquirió un prestigio que se tradujo en varias representaciones de sus obras en teatros de las ciudades que visitaba y en el teatro Español de Madrid, donde asistieron el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, y varios de sus ministros. La compañía supo mantener una prudente distancia del Gobierno que los subvencionaba declarando estratégicamente el desinterés de sus actuaciones. La Barraca montaba entremeses en los lugares menos poblados y autos y comedias en las ciudades. El análisis del repertorio, que fue cambiando durante los cuatro años de su historia, revela una sensibilidad hacia las reacciones de los espectadores.
El capítulo cuarto analiza la revalorización del teatro clásico español a raíz de los debates para crear un Teatro Nacional. En la definición de lo que debía ser dicho teatro se enfrentaron dos posturas. El modelo tradicionalista concebía que la institución debía funcionar como un museo donde se preservarían los tesoros de la escena española. Frente a los defensores de esta postura se situaban aquellos que entendían el teatro como una institución viva que debía buscar la tradición que mejor conectara con el momento actual. Mi análisis de las dos ideas de Teatro Nacional se vale del concepto de “theatrical nationhood” acuñado por Loren Kruger, con el que se manifiesta que el teatro tiene la capacidad para definir la nación y reproducir esa definición en escena. Este doble juego de producción –pero también reproducción– de la nacionalidad define la relación del público con su propia tradición teatral, y por esta razón todos los proyectos de Teatro Nacional que se proponen durante la República comparten la inquietud por crear un público que les apoye, como también ensayaron el Teatro del Pueblo y La Barraca. En varias de estas iniciativas públicas estuvo involucrado el director de escena Cipriano de Rivas Cherif, que fue responsable del Teatro Escuela de Arte y dirigió los montajes de la compañía formada por Margarita Xirgu y Enrique Borrás. Este grupo teatral ejercía extraoficialmente las atribuciones que se suponían a una compañía nacional. De hecho, fue comisionada por varios gobiernos para celebrar el tercer aniversario de la República con un montaje de El alcalde de Zalamea en la plaza de toros de Las Ventas, y un año más tarde para conmemorar el tricentenario de la muerte de Lope de Vega con una versión de La dama boba firmada por Federico García Lorca, de la cual me ocupo en el capítulo quinto. En El alcalde de Zalamea de Las Ventas identifico la propuesta de nación teatral en el contexto de las condiciones de recepción del espectáculo y de la propia lectura de la obra que los espectadores pudieron asociar con los acontecimientos que vivieron el 14 de abril de 1931.
El último capítulo investiga la utilización del tricentenario de la muerte de Lope de Vega, conmemorado en 1935, para construir una imagen del dramaturgo y del propio teatro clásico español como lieux de mémoire. El centenario fue el momento en el que los diferentes grupos que reclamaban la tradición liberal y la tradición católica acuñaron el uso de su figura y la lectura de sus textos. La postura liberal trataba de evitar lo que ocurrió con Calderón de la Barca, que fue reclamado como defensor del catolicismo en el centenario de su muerte en 1881. En mi análisis presto especial atención a los actos conmemorativos oficiales que se produjeron ese año en Madrid, en concreto las funciones populares que se celebraron en los espacios públicos. Estas representaciones populares me llevan a afirmar que ya en 1935 se habían producido importantes transformaciones en las disposiciones y actitudes de los espectadores hacia el teatro de Lope de Vega, lo que permitiría confirmar el éxito de algunas de las iniciativas culturales y teatrales más significativas de la República. Por último, la perspectiva nacional-católica del centenario anticipa la lectura ortodoxa del Siglo de Oro que se mantiene durante los primeros años de la dictadura de Franco. El grupo Acción Española organizó un ciclo de conferencias que recibió amplia cobertura en las páginas del periódico ABC. En ellas los conferenciantes perpetuaban la interpretación de Lope de Vega como defensor de la religión y la monarquía.
Con este texto arranca el libro Teatros nacionales republicanos. La Segunda República y el teatro clásico español, de David Rodríguez-Solás, publicado por Iberoamericana / Vervuert. El ensayo analiza el proceso de formación de una tradición teatral republicana en el periodo 1931-1936. En estos años asistimos a una apreciación simbólica de las obras teatrales del Siglo de Oro en su circulación impresa y en las políticas culturales que fundaron los dos proyectos estrella de la República: Misiones Pedagógicas y La Barraca.
David Rodríguez-Solás obtuvo su doctorado en The Graduate Center, City University of New York. Se especializa en literatura española contemporánea y en estudios teatrales y fílmicos. Ha enseñado en universidades de España, Canadá y Estados Unidos. Actualmente es profesor en Middlebury College (Estados Unidos)