El «espectáculo obrero» de Pere Noguera solo se puede gozar si uno pertenece a cierta secta, compartiendo el aburrimiento terminal y el alejamiento elitista de la ley de la gravedad que caracterizan a una parte del universo artístico. Si uno vive todavía en algo parecido a la tierra, poco hay que hacer en esos escenarios, aparte de pasar un poco de vergüenza ajena. Ser exiliado por la fuerza policial de la Federación Rusa no autoriza a Pavlenski a tener nada nuevo que decir en el campo del arte, por mucho que se haya clavado el escroto en el suelo de la plaza del Kremlin, mutilado su oreja y quemado neumáticos en Moscú. Por mucho que después el artista explique a los medios que se trató de «una metáfora de la apatía, la indiferencia política y el fatalismo de la sociedad rusa», y que insista en que la acusación de vandalismo no basta («Quiero que mi acción sea reclasificada como terrorismo»), seguimos en el terreno del activismo social que debe hacer la vida común irrespirable en ámbitos culturales, para así mantener su elevación social y la provocación de su poder mediático. Puede tener el mérito que se quiera como activista, igual que las chicas de Pussy Riot, pero contribuye poco a abrir espacios de encuentro libre, deteniendo la velocidad social que nos mantiene cautivos.
Se trata, en estos y otros casos, de la rentable obsesión de un cara a cara con el poder que eleva a unos cuantos a la categoría de transgresores oficiales y, de paso, prolonga hasta el infinito el espectáculo del poder. Cuando lo cierto es que (de Sokurov a Loznitsa) hay otros rusos actuales, tal vez menos «comprometidos políticamente», que siguen dialogando con Chéjov, Tolstoi, Tarkovski y Dostoievski. El uso descarado de temas mediáticos, embadurnados con una estética conceptual, es lo que ha dado celebridad a aquellos que se limitan a encerrar obreros inmigrantes en un sótano, pagándoles el salario mínimo, o poner en Arco la imagen de los «presos políticos» catalanes. En un caso y en otro, en tantos otros, solo se está jugando artísticamente con los temas trillados que han generado alarma social. Juegan con el papel perverso de blanquear las conciencias de la elite, con una especie de ONG vanguardista que es solidaria a distancia. Todo esto recuerda a la imagen de la escuálida niña africana que duplica las ventas de cualquier semanario neoyorquino. No solo aumenta las ventas, sino que así, solidarios a distancia con el horror de los otros, nos sentimos cargados de indulgencias plenarias de vanguardia. Pero esto es solo un mecanismo virtual de alivio que no hace más que compensar nuestra opulencia estructural con un progresismo de salón. Es el dispositivo de blanqueo anímico que ejerce lo que otros llamarían pornomiseria.
Apenas nada de la magia de la detención encontramos en la aritmética media del universo accionista, sea en la performance, en la acción o la escenografía de la danza minimalista. De acuerdo en que también lo normal, en artes plásticas tradicionales como la pintura y la escultura, es el aburrimiento. Un Baena o un Lois Patiño no nacen todos los días. Un Evaristo Bellotti no es la norma; tampoco un Gordillo, un Carlos Franco o una Alicia Kopf… Pero en el mundo de la performance parece que la liturgia antropomorfa, ese dispositivo centrado en cuerpo aurático del artista, devora cualquier posible poética de los objetos. La deriva antropomorfa de la posmodernidad (y su posverdad), en connivencia con el poder de los medios, ha conseguido que el aura sea del todo triturada en los objetos para reaparecer en el perfil de ciertos sujetos radiantes. Como diría Warhol, cualquiera (al menos para compensar su esclavitud anual) debe ser famoso diez minutos a la semana. Unos raros militantes, de manera más áspera, lo explican así: «El activista se moviliza contra la catástrofe. Pero no hace más que prolongarla. Sus prisas vienen a consumir lo poco de mundo que queda. La respuesta activista a la urgencia permanece a su vez en el interior del régimen de la urgencia, sin posibilidad de sustraerse de ella o de interrumpirla». Francamente, no hemos sentido otra cosa, ante un controvertido Cage que en el fondo adoramos, cuando escenifica (ante un público televisivo que ríe sin parar) aquel novedoso happening llamado Water Walk (1960). No hay razón para suponer que el Aktionismus vienés, muchas acciones de Fluxus o de Beuys se liberen de esta encantadora cárcel donde el ruido y la voluntad de provocar devoran cualquier posible poética objetual que nos libere del Hombre. El aura destrozada en los objetos reaparece en los sujetos. Al final, decía Lacan, la religión siempre triunfa.
Tanto en la versión elitista del accionismo, como en la versión popular de las películas de acción, nada debe haber de interioridad ni de alma, menos todavía algo sin testigos. Para compensar el desierto inyectado por nuestro dogma nihilista, todo debe ser interactividad, espectáculo, impactos y escenarios diseñados. Sin embargo, de vez en cuando ocurren en este campo invadido por la estupidez elitista de un supuesto saber, algunos milagros primarios, no antropocéntricos. El cuerpo y el semblante de Marianela León, filmado y musicalizado por el equipo de Fernando Baena, representa en Duende, muerte y geometría una alegoría de la suerte del animal sacrificado. Todo en ella, en medio de un decorado que recuerda vagamente al ruedo, funde el cuerpo humano con un entorno ilimitado. Acróbata de la inmovilidad, acoplada a una tauromaquia latente, el gesto corporal de Marianela, la boca entreabierta y la saliva cayendo, la sonrisa perdida funde el drama animal de la humanidad en una sola ronda, tan diurna como nocturna. De algún modo, ella y su equipo hacen pintura viva, con un cuerpo y una situación extremadamente ambigua. Encarnan una coreografía lenta y agónica donde cualquier ser podría participar sin moverse. Y todo ello sin la habitual distribución social de víctimas y verdugos.