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Templo y tiempo del saber

Cuando en 2010 se cursaba bachillerato, enseres cotidianos de los alumnos no eran ni el móvil ni el portátil. A lo más, yo comenzaba con un Telefunken heredado de mi abuelo. Las máquinas no eran todavía tan cotidianas entre los poemas de Miguel Hernández, los recortes de columnas de periódico, los apuntes sobre el arte abstracto de Kandinsky, las impresiones de Hume o el Trienio Liberal. Parece que hablo con nostalgia veterana de un tiempo glorioso ya ido, pero lo cierto es que hoy sigue siendo así: cada día, en cada aula, en cada mochila, una avalancha de saberes inunda cualquier instituto del mundo. Sin embargo, siento que hace una década el escenario era un tanto diferente. Por ejemplo, no estaba tan popularizado escribirse a cada instante y creo que jamás se nos hubiera ocurrido tener sobre el pupitre el armatoste de un ordenador, con el atrevimiento de estar navegando por internet en asuntos ajenos a lo que explicaba el profesor.

Claro que nosotros también éramos adolescentes. Es decir, nos podíamos quedar adormilados por falta de sueño, hastío, indiferencia; o contemplar abstraídos el paisaje de pinares a través de la ventana y con el esplín de un primer desencanto amoroso. Pero no recuerdo a nadie por aquel entonces escondiéndose tras la trinchera evasiva de una pantalla y riéndose con descaro por un meme, o chateando con una sonrisa bobalicona de media boca en las narices del panóptico docente. Gestos que hoy son habituales en un aula y que a uno le hacen recordar las palabras de Nuccio Ordine acerca de la intromisión de estos artefactos de distracción masiva en “los templos del saber”.

En su enjundiosa introducción de Clásicos para una vida, Ordine se pregunta si de verdad hace falta sumar más horas de pantallas en el aula a las que ya dedican los muchachos en casa con los videojuegos, con el móvil o cuando sienten el arropo de las relaciones virtuales en momentos de soledad. Si un adolescente es una bomba de relojería hormonal, desde hace tiempo se le han desarrollado, como apéndices más de su cuerpo, los engranajes tecnológicos de los que les resulta muy complicado zafarse.

De modo que ahora un profesor ya no ha de estar pendiente solo de la distracción mental, de si hablan en clase, de la chuleta de turno o del clásico cambiazo. También debe estar ojo avizor a entes tan abstractos como la inteligencia artificial, cuyos servicios en línea gratuitos para la elaboración de textos –El Rincón del Vago ha pasado a llamarse ChatGPT– los alumnos confiesan utilizar para sus trabajos de escritura, a los que luego un docente dedica un tiempo considerable de su vida, sin saber a ciencia cierta si está corrigiendo a un humano o a una máquina. Estas prácticas que ya empiezan a ser costumbre acabarán por deteriorar el pensamiento, mermar los esfuerzos mínimos y aumentar la pasividad, en palabras del periodista Pedro García Cuartango en su artículo “Lo más útil es lo inútil”, precisamente sobre Nuccio Ordine, autor de La utilidad de lo inútil y premio Princesa de Asturias de la Comunicación y las Humanidades 2023.

Leer, escribir, reescribir, reflexionar, meditar, comprender son prácticas que requieren paciencia y esfuerzo, y a veces sobreesfuerzo, mental. Y lo que ocurre en esta sociedad tejida de autopistas de información es que el afán de velocidad desafía al propio tiempo. Hasta el punto de que se acude a la máquina para evitar el trabajo intelectual que enlentece la vida. Por ejemplo, para transformar la ingente información de internet en conocimiento también se necesita tiempo. En este sentido, Ordine señala que acceder “no basta para «conocer»”. Así, encontrar el libro digitalizado de La Celestina, escuchar el Waltz N0. 2 de Shostakovich o dar un paseo virtual por los cuadros de Velázquez en el Museo del Prado, “no significa capturar de manera automática su significado”. Para comprender la cultura, para extraer el conocimiento de la información, hace falta “poseer los instrumentos exegéticos que permiten penetrar a fondo en una obra”. Y para tal cometido hace falta tiempo. El tiempo del saber. Ya se dice en el Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo”.

En medio del “universo del utilitarismo” en que todo orbita en torno al imán de la tecnología, Ordine defiende las humanidades como resistencia a la colonización de las pantallas y como generadoras de sentido y consciencia humana, pese a la paradoja de que tales carreras siempre salen mal paradas en las listas que se publican por estas fechas de finales de mayo acerca de los estudios con los que prosperarían sus hijos y con los que acabarían lamentándose el resto de sus vidas. A lo mejor lo que necesitamos, más que rankings sin contexto que ayudan a posicionar en Google el artículo, son más investigaciones y libros como los de Ordine que expliquen por qué decaen estas carreras en España; que ahonden en los motivos que les restan valor; que ofrezcan soluciones sobre cómo debería atajarse el problema sin cortar de cuajo una aspiración noble en pro del pragmatismo; que los ciudadanos sepamos cuál es la razón exacta de que la carrera de Periodismo, por ejemplo, una formación tan crucial y necesaria para la vida democrática, sea de las menos apreciadas.

Me quedo un rato recordando y, aunque suene un tanto nostálgico, en el final de la primera década del siglo XXI, el estímulo para quienes acabábamos los estudios básicos no era usar el ordenador en clase, sino ver en acción a gente apasionada departiendo con entusiasmo sobre aquello que les hacía sentir un éxtasis de gozo. Recuerdo ardorosos golpes en la pizarra, diccionarios por los aires cuando se descubría un hallazgo deslumbrante, debates de altura sobre el sentido de la vida, el valor de la democracia y de la cultura, el cultivo del placer estético a través de la belleza literaria, los silencios que socavaban nuestra alma después de recitar Mar en la mañana de Kavafis.  “Puedo decir por experiencia personal que mi querencia por las letras y las humanidades me ha servido para entender el entorno y para tomar mejores decisiones”, dice Cuartango. Era el templo y el tiempo del saber. Recuerdo profesores de carne y hueso de los que nos fiábamos y nos asombrábamos cuando nos demostraban con pasión la utilidad de lo inútil. Una pasión tan “fieramente humana”, que pienso que es el único reducto de humanidad, un corazón enardecido, lo que nos puede salvar todavía de las perfectas máquinas pensantes.

 

 

 

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