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Tendríamos que haber venido solos

 

Ha venido esta novela de Guillermo Roz a la Biblioteca de la Tabaquería. 

 

Su escritura tiene una consistencia especial, como de lluvia. El lector nota en su piel que no se trata de una novela cualquiera. Es un mundo donde nuestros zapatos se mojan en los mismos charcos que tienen que cruzar los personajes. Es una novela tensa, a la que uno quiere regresar de inmediato, después de una pausa, para comprobar que nuestras huellas también están grabadas en el suelo que pisan los personajes.

 

Uno de ellos, Venturino, ya se quedó conmigo. Un ingeniero solitario y onettiano que escucha, de noche, en su casa, los tangos que echan por la radio. La soledad de los tangos le hace compañía, y también un perro que viene de la lluvia para elegirle, huyendo de sus dueños de siempre. Porque sabemos que no es la convivencia la que nos salva, sino ese animal que se nos escapa entre los dedos, el hecho de amar y ser amado.

 

Venturino conduce a las afueras de la gran urbe, donde muestra a aquellos que las quieren comprar unas casas arrabaleras, construidas sobre el barro. Allá voy yo, con mi mujer y mi suegra, que es una lata, peor, para mostrarles dónde nos vamos a mudar, dónde la vida de los tres va a cambiar por completo. Es fácil convertirse en los personajes de esta novela, embarrarse como ellos, comenzar a sufrir y a sentir el tragaluz de una posible salida. 

 

Mi coche se hunde lentamente en el Río de la Plata.

 

Hay un talento especial para hacernos sentir -escapo entre la hierba- una trampa para animales que muerde mi pierna, se aferra, y no se puede quitar. Pensé: No es país para viejos, Cormac McCarthy. Y esa eficacia seca, despiadada, se mezcla con un lenguaje denso, material, que me recordó al Donoso de El obsceno pájaro de la noche, especialmente en el manicomio perdido en el campo y regido por la hermana monja de Venturino.

 

Hay un talento especial para hacernos sentir.

 

Miedo, rabia, la fatalidad del azar, la esperanza de regresar, el deseo de que alguien muera para que otros, los personajes que ya hemos comenzado a querer, también se quieran entre ellos.

 

Un cadáver nos espera tendido en el barro, con el rostro crudo bajo la lluvia, y me acuerdo de otro tango, Garúa, hasta el cielo se ha puesto a llorar.

 

La llanura se extiende, infinita, y no queda más remedio que seguir andando.

 

Saco esta novela, negra y americana del norte y del sur. Los caminos se cruzan en su lectura, y yo me puedo quedar sentado, sin apartar la mente de sus páginas, mientras al mundo nada le importa, gira y gira.

 

(Y ahora sé que debo corregir el tango de Homero Manzi, que abre esta novela. Al cerrarla, uno lo canta de otra forma: Fue en un viento de locura. Sin perdón, pero con ternura).

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