Hace años, cuando vivía con mis padres, cada ausencia suya el fin de semana era celebrada con euforia mundialista. Yo escuchaba en la comida que se iban el viernes a Sanxenxo, me excusaba de la mesa un momento “para ir al baño”, y una vez allí cerraba por dentro, me quitaba la camiseta y la agitaba dando saltos delante del espejo antes de decidir si masturbarme o no aprovechando el entusiasmo. Ese rasgo mío de celebrar las cosas sacándome la camiseta terminó, por cierto, tiempo después en un concierto que Manu Chao dio en Vilagarcía. La multitud exaltada escuchó una canción lenta extendiendo sus camisetas revolucionarias con las dos manos, supongo que formando un hermoso mosaico, y embargado por la emoción yo hice lo mismo hasta que un colega me dijo que la bajase porque podía irritar al personal: ponía en letras bien grandes ‘Zara’.
La alegría loca de tener el piso para mí estaba justificada, ya que eso significaba que la noche del sábado tendría “sitio”. Siempre había un momento en los rollos juveniles en que la chica, cuando le empezabas a tocar los pechitos por encima, te decía:
-Espera, ¿tienes sitio?
-Podemos ir a los soportales del instituto.
-Pues chúpale allí las tetas a tu puta madre.
Yo ese sábado “tenía sitio”, y se lo hice saber a una novia con la que llevaba unos fines de semana enrollándome por los bares dando la pena acostumbrada. Me dijo que no podía porque tenía una cena, pero insistí tanto que al final me confirmó que vendría a dormir después de salir de marcha. Le di la dirección y ella me dijo: “¡De fruta madre!”. Yo hasta entonces había visto a gente haciendo las comillas con los dedos y hasta creo que en esa época, a mis veinte, fue cuando se empezaron a poner de moda los tatuajes de alas encima del culo de las muchachas, pero lo de “fruta madre” fue un efecto devastador que me tuvo apampanado varias horas hasta que pude conciliar el sueño. Dejó en la habitación, eso sí, una atmósfera cargadísima.
A mí me gusta follar, pero no sé si tanto como para poner el despertador. Sonaron el telefonillo y la alarma casi al mismo tiempo. Me levanté de la cama un poco torvo, y fui de mal humor hacia la puerta pensando en la necesidad que hay de estas cosas, si lo suyo sería machacársela un rato antes de dormirse y echar diez horas en la cama como un marqués. En eso iba pensando hasta que abrí la puerta a mi pequeña fruitti y fue verla con un vestidito espléndido haciéndome “chsss” con los labios y ocurrírseme una idea temible.
La traje de la mano hacia dentro diciéndole que se callase mientras cerraba, y nos quedamos los dos de pie en la oscuridad. Entonces decidí jugarme una mano maestra en el ansia de dar un paso más en la perversión sexual: le dije que por favor no hiciese ruido porque estaban en casa mis padres. “Qué dices”, gritó susurrando, un poder que de repente le había sido concedido. Y ahí ya me vine arriba. Le expliqué hablando muy bajito que al final habían decidido quedarse en el piso ese fin de semana, pero que no se preocupase, porque estaban acostumbrados y se habían ido a mi cama a dormir dejándonos a nosotros el dormitorio de ellos. Conociéndolos como los conozco, aún no sé cómo aguanté la risa imaginándomelos el uno pegado al otro en mi cama estrecha mientras yo tomaba posesión de la suya con una moza que llegaba a la seis de la madrugada a casa.
Ella recibió la noticia atónita y casi desfallece allí mismo de la vergüenza. Luego se abalanzó sobre la puerta y la agarré de la cintura; forcejeamos un rato, y al final la convencí de que no pasaba nada y de que estaba “todo controlado”, que es una de esas frase yonquis que valen para todo. Caminamos despacito y en silencio por el pasillo. La puerta de mi habitación estaba abierta, así que me acerqué a arrimarla un poco y a punto estuve de murmurar un “que durmáis bien” sino fuera porque resultaría imposible no escarallarme vivo. “¿No la cierras?”, susurró ella a distancia, de nuevo chillando. Negué con la cabeza, y mientras entraba en el cuarto de mis padres le dije que en casa no se cerraba ninguna puerta desde que éramos pequeños, lo cual era verdad. “Mira, esto es una locura y yo me voy”, me soltó. Le latía tanto el corazón que pensé que mis padres se iban a acabar enterando de todo, pero desde Sanxenxo. Mientras tanto, empecé en esa tarea laboriosa de desnudar a una chica que aún no lo tiene claro, lo cual quiere decir que tuve que desabrochar el sujetador yo solo y casi vimos amanecer allí los dos juntos. Ella no paraba de repetir que aquello era una locura y que no íbamos a hacer nada, y que como se encendiese la luz le daba un infarto y que se quería morir, y yo le decía que no se preocupase, que todo iba a ir de fruta madre y que peor era follar en los bancos de Las Palmeras, “como tus amigas”.
Fue el misionero más chusco que hice en mi vida, y también el más glorioso. Ella estaba tan asustada y tan tensa, y tenía los músculos tan duros, que yo creo que debí de durar tres minutos de lo excitado que me puso. Lo hizo con los ojos abiertos y fijos en dirección a la puerta, y abría muy poquito las piernas, como si mi madre, al despertarse, fuese a aparecer con un compás para medirle el ángulo de libertinaje. Se mantuvo en un agudo rácano y a mí eso me volvió aún más loco: eché a perder medio árbol genealógico. Al acabar, saltó disparada de cama y se metió en el baño de la habitación insultándome por lo bajo, no sé si por lo precoz o por lo arriesgado. La vi entrar allí desnuda y decidí acabar la cita a lo grande. Con la casa en silencio absoluto, caminé de puntillas hasta mi cuarto, me metí dentro y cuando la sentí salir del baño haciendo cada movimiento tan despacio que cada uno de ellos parecía el último de la Humanidad, abrí la puerta de golpe encendiendo la luz y gritando: “¡QUE HACES TÚ AQUÍ!”; la pobre soltó el grito más destroyer que yo haya escuchado en mi vida mientras rompía a saltar como una rana, y todavía no hay un día que la cruce por Pontevedra y no quiera matarme sinceramente.