Al oír a un político poniéndose condescendiente uno descubre sus propias flaquezas, por ejemplo en el súbito ensanchamiento de los orificios de la nariz. La frase «hay gente que lo está pasando mal» debería estar prohibida como lo estaba nombrar a los conejos muertos en los Five Points salvajes de Scorsese. Los socialistas son dadísimos al culebrón, que es un guión lleno de resonancias, pero vacuo como una perorata de Maduro con el pajarillo que dice que le guía desde dentro igual que Koji Kabuto a Mazinger Z. En España existe el problema del acento, que deja ese rococó latino del lenguaje en un románico donde la pena la da el locutor con la consigna y el sobrio énfasis delator. Hay que ver lo que se nota cuando por la mañana, como en la comisaría de Hill Street, a los chicos les dan las órdenes del día antes de que escuchen el tengan cuidado ahí fuera. Oyéndoles hablar de las penurias de la gente se le vienen a la memoria muchos éxitos antiguos y recientes, incluso advertencias como aquella de «veo todo lo que haces y oigo todo lo que dices» que casan lo mismo que en Torquemada, o algo así. Entre el ponerse comprensivo de unos y el no ponerse (como si fuera una estética) de otros, uno no se queda con ninguno aunque, si se insiste, antes preferiría aquella famosa pantalla de plasma que, en conjunto, se le hace más humana que cualquier contenido.