“¡Ah, pero qué asquerosa eres!”. Al modo del collage urbano, mezclando en distintos tipos de letra anuncios con tópicos cotidianos (“¡No te comas el tarro!”) y fragmentos cargados de una profundidad analítica delirante, este libro hará las delicias de quienes estén interesados en la subversión de nuestro mundo. Aunque, francamente, no es seguro que Teoría de la Jovencita, publicado recientemente por Acuarela & A. Machado, sea “un libro de amor” o hable sobre la imposibilidad del amor en nuestra estructura social, como dicen los editores en la contraportada. Si lo es, se trata de un amor del cual tampoco son capaces los autores, la mítica constelación llamada Tiqqun. Pero sí se debe decir que este libro posee una rara belleza. Y una inmensa riqueza, pues resulta sencillamente precioso ver el mundo con los ojos de otro mundo. Precisamente uno de los posibles defectos de Teoría de la Jovencita es que su misma radicalidad empuja a una lectura estética de la superficie, amenazando dejar todo como estaba. En todo caso Tiqqun, en este texto de sus comienzos en 1999, elabora una radicalidad que funciona a ráfagas, cristalizando momentos deslumbrantes. Esa misma intensidad es la que parece impedir el discurso político clásico, de largo aliento, para restallar en fogonazos que duran unas pocas líneas.
I Hechizo
“La Jovencita se presenta dondequiera que el nihilismo comience a hablar de felicidad”. Este libro desarrolla con el detalle del insomnio la metafísica oculta en la visibilidad triunfante. “A mis doce años, he decidido ser bella”. Todo el libro está repleto de textos así, tan significativos que casi resultan misteriosos. Fíjense en este otro: “La Jovencita no tiene el rostro de una muerta, como podría llevar a pensar la lectura de las revistas femeninas de vanguardia, sino de la muerte misma”. O en éste: “La Jovencita se complace en hablar con emoción de su infancia para sugerir que en el fondo aún no la ha superado, que en el fondo sigue siendo una ingenua. Como todas las putas, sueña con el candor. Pero a diferencia de estas últimas, ella exige que se la crea y que se la crea sinceramente. Su infantilismo, que no es a fin de cuentas más un integrismo de la infancia, hace de ella el vector más retorcido de la infantilización general”.
Que nadie se rasgue las vestiduras antes de tiempo: la Jovencita no es un concepto sexuado. En paralelo al concepto de Bloom, Tiqqun intentó captar en la Jovencita la última mutación política del humano occidental. “No le cuadra menos al chulito de discoteca que a una árabe caracterizada de estrella del porno. El alegre relaciones públicas jubilado que reparte su ocio entre la Costa Azul y el despacho parisino donde aún tiene sus contactos, responde a él al menos tanto como la single metropolitana demasiado volcada en su carrera de consulting para darse cuenta de que ya se ha dejado en ella quince años de vida”. La Jovencita, pues, es aquel que ha preferido convertirse en mercancía antes que sufrir la tiranía de ésta.
¿Después de las figuras del Proletario (Marx) y el Trabajador (Jünger), este colectivo anónimo intenta captar la figura de una última mutación de la especie, la más terrible y sonriente alienación? Sí y no, pues la ambivalencia de una figura liminar, que encierra por ello mismo una posibilidad nueva y el ámbito de una reversión política de las cosas, estaría más en el Bloom, a la manera del Dasein heideggeriano. La Jovencita se nos presenta más en una cristalización ontológica que le acerca más al odioso burgués de Marx. “La Jovencita está enteramente construida; por eso puede se enteramente destruida”. Y esto a pesar de cien fragmentos donde la Jovencita aparece cargada todavía de profundidad sufriente: “En el caso de la Jovencita, como en el de todos los demás Blooms, el ansia de diversión hunde sus raíces en la angustia”.
Finalmente el control de las apariencias se transforma en la disciplina de los cuerpos: “La Jovencita habla de la salud como si se tratase de la salvación”. ¿Es la debilidad metal la que reproduce una y otra vez el imperio del cuerpo, el dictado de la imagen de uno mismo? Imperativo estético de visibilidad, dado que el reconocimiento externo nos salva de una experiencia de sí que por todas partes se desfonda. Si hay tanta gente fea en este mundo es por el imperativo masivo de estar a la moda en algún punto: “La Jovencita no envejece, se descompone”.
“La Jovencita es la mercancía que exige ser consumida a cada instante, pues a cada instante caduca”. Moda y economía se benefician mutuamente. En todo caso, la juventud no es ya una edad transitoria, sino el único periodo aceptable de la vida humana. Una juventud que no necesita ningún ideal, porque es por sí sola un ideal. ¿Qué debo hacer para embellecerme?: “Por miedo a ser retirados de la circulación como productos viejos, las damas y los caballeros se tiñes los cabellos y los cuarentones hacen deporte, a fin de mantenerse esbeltos”.
“La Jovencita quiere ser ‘independiente’; es decir, ser, en su mente, sólo dependiente del SE”. Ella llama invariablemente felicidad a todo aquello a lo que SE la encadena: por parte de Tiqqun, el uso del impersonal heideggeriano Se (das man) es un signo del poder neutro de la abstracción. El imperio se confunde con lo social, con una masiva clase media. Este semblante de la humanidad “es fascinante al modo de todas las cosas que expresan una clausura sobre sí mismas, una autosuficiencia mecánica, una indiferencia hacia el observador, tal como hacen el insecto, el lactante, el autómata”. Por eso la Jovencita, dicen ellos, es ajena tanto a sus deseos como a su cuerpo, quiere ser deseada sin amor o amada sin deseo: “Se pudre en el limbo del tiempo”.
Tiqqun desarrolla en este libro el enigma de lo obvio, la hiperrealidad que casi se hace onírica, durmiente. La Jovencita encarna la organización de la ceguera de los escenarios radiantes y la visibilidad total. Allí donde la angustia se confunde con el hecho de que nadie parece sentirla: “A fin de cuentas es la omnipresencia de la nueva policía la que acaba por hacerla imperceptible”. Criatura puramente ideológica, por eso esta figura postrera de la humanidad puede carecer de ideas. La Jovencita es algo así como el cuerpo de una nanoideología. En virtud de tal fusión inmanente los nuevos pijos se confunden con los enrollados: pueden ser orgánicos, ecologistas, indies ¿La misma @ que preside la conexión perpetua de nuestro aislamiento no es el signo de una neutralización imperial?
Las píldoras de sabiduría, mezcladas de vulgaridad, se siguen desgranando: “Cómo tener perro sin pasar por una perra”. “La supuesta liberación de las mujeres no ha consistido en su liberación de la esfera doméstica, sino más bien en la extensión de dicha esfera a la sociedad entera”. Depuradora de negatividad con una sonrisa implacable, la Jovencita no habla, sino que es hablada por el Espectáculo. Estamos ante un estadio en el que la alienación se confunde con la soltura física. Tanto el poder como el individuo se podría decir que son hoy entes ventrílocuos, pues sufren y hablan siempre a través de otro.
Este libro define el amor que viene como “un autismo para dos”. La dificultad de cualquier relación estriba en que cada uno está de antemano casado con su propia imagen. “No es tanto que los ciudadanos hayan sido derrotados en esta guerra como que, negando su realidad, se han rendido desde el principio; lo que SE les deja a modo de ‘existencia’ ya no es más que un esfuerzo de por vida para hacerse compatibles con el Imperio. De esta infinita servidumbre voluntaria a la norma, a una norma cambiante, proviene el hecho de que nunca sepamos con quién estamos… hasta que ocurre algo, y entonces es demasiado tarde.
II Peros
Tiqqun también describe la deriva del pensamiento hacia el estado de mero reflejo del contexto: La Jovencita nunca crea nada, en todo se recrea. “Ya sea camarero, modelo, publicitario, ejecutivo o animador, la Jovencita vende hoy su ‘fuerza de seducción’ como antaño se vendía la ‘fuerza de trabajo’”. El libro se extiende así sobre una vigilancia orgánica, muscular, que no necesita vigilantes porque está integrada en la dispersión con la que vivimos. “La Jovencita vive secuestrada en su propia ‘belleza’… es la carcelera de sí misma, prisionera de un cuerpo hecho de signos en un lenguaje hecho de cuerpos”.
Y sin embargo (sí, “sin embargo”), la genialidad de Tiqqun muestra en el límite la miseria de la mitología occidental. Más cercanos a la figura nietzscheana del León que a la figura del Niño, ellos adolecen penosamente de sentido del humor para jugar con las situaciones. No sólo esto, sino también de piedad y sabiduría para captar la ambivalencia del ser humano, incluso en la peor de las situaciones, allí donde el infierno sonríe: la Jovencita No sólo esto, sino que se puede decir que Tiqqun carece de inteligencia política para perforar la costra imperial y averiguar la fuga de las masas, incluso a través del embrutecimiento del consumo, de esta cárcel gigantesca en la que vivimos.
Por esta razón, entre otras, con demasiada frecuencia Tiqqun es equidistante en los “falsos conflictos” que aparecen en este mundo regulado: por ejemplo, entre Milošević y la OTAN. Seguro que entre Rusia y EEUU, entre Moore y Obama, etc. Por esta misma razón, en el otro extremo, jamás pueden citar a Baudrillard, o lo hacen de modo trucado, pues él representa una revuelta cultural que es indiferente a esa militancia política que configura nuestra ortodoxia y nuestro encierro. Sobre todo, esta “pureza” ontológica de Tiqqun representa un integrismo minoritario frente al otro, el que ellos llaman imperial.
Justifican de manera genial el retiro de este mundo, más que la intervención en él. Teoría de la Jovencita es enormemente estimulante y enriquecedor, como todo lo de Tiqqun, tanto si nos hechizan como si a veces nos fuerzan a estar en desacuerdo. Es cierto que redefinen dos conceptos de la teoría crítica de los últimos años: Espectáculo (Debord) e Imperio (Negri). Pero la radicalidad con que lo hacen contiene su mayor virtud filosófica y su mayor defecto político. O viceversa, quizás: su mayor virtud política y su mayor debilidad filosófica. Escuchemos: “El espectáculo no es una cómoda síntesis del sistema de los mass-media. Consiste también en la crueldad con que todo nos remite sin tregua a nuestra propia imagen. El imperio no es una especie de entidad supra-celeste, una conspiración planetaria de gobiernos, de redes financieras de tecnócratas y multinacionales. El imperio está allí donde no pasa nada. En cualquier sitio donde esto funciona. Allí donde reina la situación normal” (Llamamiento). Pero fíjense que entonces, y esto supone una seria torsión de la filosofía de Deleuze y Agamben, entonces se llega a confundir Historia y Devenir, Adentro y Afuera.
No hay ya Naturaleza, ni Tierra, ni Pueblos libres del plexo de control que es “Occidente”. Por tanto, en el fondo, Tiqqun no rompe con nuestro prejuicio cultural, aquello que precisamente nos convierte en imperio. La tierra entera, el hombre entero están sometidos a un “cambio climático” que supone que ya no hay afuera, pues el afuera ha pasado adentro. Su enorme caudal de erudición literaria y filosófica no libra a Tiqqun de participar en el encierro global que representa esta época.
Escuchemos: “Incluso en el amor, la Jovencita habla el lenguaje de la economía política y la gestión”. “En realidad, cualquier almuerzo de familia o cualquier reunión de ejecutivos son más obscenos que una escena de eyaculación facial”. Al “exagerar” de este modo, la ontología de Tiqqun es maniquea, habla el lenguaje moralista de lo binario. Y nos mantiene inmaculadamente sobre esta infinita inmanencia que no puede creer en ningún afuera. Nos libra a la vez de tener que implicarnos: de poder infiltrarnos, ser invisibles y realizar milimétricas mutaciones en la superficie.
El libro es precioso, exactamente inolvidable, como es inolvidable ver el mundo con los ojos de otro mundo. Pero, debido a que no recupera el mundo, una vida indiferente a la pesadilla que es la historia, se trata de un libro efímero, circunstancial y dirigido a una selecta minoría.
Finalmente es de temer que esta “metafísica crítica” es ferozmente metafísica, es decir, obscenamente política. Es completamente discutible esa supuesta “doble secesión”: no está claro que Tiqqun escape de la simple oposición al Imperio propia de la “izquierda” y en general de esa mitología política que obsesiona a un Occidente que no soporta el sentido (político e impolítico) de la condición mortal. La simple reiteración maniaca que Tiqqun mantiene con el “negrismo”, con los seguidores de Negri, puede confirmar que Tiqqun vive dentro de otro sectarismo, que escriben contra unos pocos. ¿Vivirían sin ellos?
Marx es también otro signo de limitación intelectual. Tiqqun mantiene una concepción esencialmente hegeliana, nihilista, de lo absoluto. Una concepción “heideggeriana” que no es capaz de volver, de recuperar la inmediatez del ente, el ser del devenir. Tal vez comparten con Marx y casi toda nuestra cultura el mito, típicamente moderno y occidental, de que el mundo es otro, de que se ha roto con la vieja vida. Se ha dado un corte epistemológico, una revolución, y por tanto es necesaria otra revolución para volver a la existencia.
Una existencia, hay que repetirlo, que Marx y Tiqqun jamás reconocerían, pues el tejido biopolítico imperial ocupa todo el horizonte. Pero esto sólo porque el afuera, la existencia impolítica, ellos no pueden verla. En definitiva, estamos ante un libro muy francés, deliciosamente eurocéntrico. No es poco.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 31 de marzo de 2012