Esta entrada os la debía desde hace unos días: hablábamos de la poderosa industria militar, que, para dar salida a su stock y mantener en marcha las fábricas, provoca sin pudor guerras en Oriente Próximo o en África* y, con la connivencia frecuente de los poderes públicos, abastece de armas a los narcotraficantes mexicanos y otras mafias. Algunas voces sugieren que estas guerras tienen otra finalidad: la terapia del shock.
El interesante documental La doctrina del shock, basado en el ensayo homónimo de Naomi Klein –mundialmente famosa por su No Logo-, brinda algunos ejemplos del recurso a la guerra y a la dictadura militar para imponer políticas neoliberales que perjudican a la gran parte de la población, luego son demasiado impopulares para salir adelante en un sistema democrático. Primera gran falacia defendida por Milton Friedman y los suyos: libertad económica y libertad política, o sea, economía de libre mercado y democracia, van de la mano. Que se lo pregunten a los chilenos y a los iraquíes, por citar dos de los casos más dolorosos e indignantes que relata el documental.
La crisis financiera que comenzó hace tres años y medio es una nueva terapia de choque, explica Klein, que amenaza con imponer las políticas neoliberales en esa Europa del bienestar que, sin la espada de Damocles del desempleo, la bancarrota y el caos no aceptaría la muerte de los servicios públicos, de la red de protección social que se construyó con el esfuerzo de todos durante décadas. Como explica en este artículo el geógrafo marxista David Harvey, el sistema necesita para su supervivencia de acumulación de capital; es decir, de grandes fortunas que, para amasar esos recursos, necesariamente deben arrebatárselos a alguien. Y, como se desprende de estos gráficos de The New York Times, citados por el economista y militante de IU Alberto Garzón, cada crisis ha finalizado con menos impuestos y más ganancias para las empresas, y más impuestos y menores sueldos para los trabajadores.
Cosas de la vida, ahora que ya fueron expoliados varios continentes, ahora que los trabajadores europeos nos veíamos tan lejos los tiempos de Dickens que ya nos habíamos olvidado de que éramos obreros –esto es, que sólo tenemos nuestra fuerza de trabajo-, ahora es hacia nosotros hacia donde se proyecta la codicia insaciable del capital. Porque, no nos engañemos, acumulación de capital siempre significó aumento de la desigualdad; y si nosotros no lo notábamos era porque vivíamos en un oasis: esa mejora de la calidad de vida de la clase obrera europea que muchos quisieron atribuir a las virtudes del capitalismo nunca resistió un análisis planetario. Así que hoy, cuando nos preguntamos por qué Merkozy y Los Mercados insisten en aplicar políticas de austeridad que han demostrado su ineficacia, tal vez deberíamos escuchar la explicación simple y aguda de Harvey: porque esas políticas benefician a los banqueros y demás dueños del mundo. Ellos salen ganando, a cualquier precio.
La doctrina del shock termina con el final de una conferencia de Klein en que narra una anécdota atribuida a Franklin D. Roosevelt, el mandatario estadounidense que puso en marcha el New Deal, un conjunto de políticas de corte keynesiano que aumentaban la protección social. Cuentan que un grupo de líderes sindicales se reunió con el mandatario para exigir mejoras para los trabajadores; el presidente respondió: “Ahora, salid a la calle y obligadme a hacerlo”.
Las elites nunca regalaron nada. Siempre hubo que pelearla. A base de huelgas, de manifestaciones, de resistencia de los pueblos. Claro que no es fácil; los que tienen mucho no están dispuestos a entregarnos la parte del pastel que nos corresponde. Pero la resignación no puede ser una opción. Huyamos de la cobardía, nos insta el poeta Binho. Parafraseando a la antropóloga Margaret Mead: “Nunca dudes de que un pequeño grupo de ciudadanos pensantes y comprometidos pueden cambiar el mundo. De hecho, son los únicos que lo han logrado”.
* Así lo explica Chema Caballero, misionero durante 18 años en Sierra Leona, en su artículo para Números Rojos.