En San José: Las Constituciones y el Camino de perfección (1562-1567)
Otoño de 1565.
Hace ya más de un año que Teresa se encuentra en “su” monasterio de San José.
Se había quitado el calzado, llevaba y siempre habría de llevar sólo alpargatas de esparto y tela. Vestía un tosco hábito de lana cruda. Y había cambiado su nombre: Teresa de Jesús.
El apellido Ahumada había quedado atrás, ahora llevaba el nombre de su Esposo. Teresa era otra persona, ya no estaba hecha de la mirada de los demás, de la honra, sino de la mirada de Él, del amor.
Teresa y sus compañeras gozaban en este momento de la identidad que otorga el haberse enfrentado con el mundo y con los poderosos. ¡Habían pasado tantas! Primero, las críticas de algunas hermanas de la Encarnación –¿no podían ser santas en el monasterio donde estaban? –, después, la gente de Ávila: chismorreaban, reían a sus espaldas, decían que estaba loca. “Que era todo disparate de mujeres”. Y muchos fueron a decirle que “andaban los tiempos recios” y que se podía acabar ante la Inquisición. Demasiada oración mental, demasiadas gracias místicas, demasiados líos de mujeres.
Se había tenido además que convencer al obispo, don Álvaro de Mendoza, para que tomara el nuevo convento bajo su jurisdicción, visto que el provincial de los carmelitas, Ángel de Salazar, se negaba a hacerlo. Por fortuna todavía vivía Pedro de Alcántara, quien no se había limitado solamente a escribir al obispo una carta, sino que también, incluso sufriendo la enfermedad que pocos meses después lo llevaría a la muerte, había ido personalmente a convencer a Álvaro de Mendoza.
Pero a todo esto había que sumar el rechazo de media ciudad, cuando se supo que el convento había sido fundado en régimen de pobreza y que, por lo tanto, las religiosas habrían de vivir de limosnas y de su trabajo. Parecía como si estas pocas mujeres decididas a trabajar para vivir podían llegar a empobrecer la ciudad de Ávila por las escasas limosnas que habrían de necesitar, o arruinar a los artesanos con ese pequeño trabajo que podrían llegar a vender. Hasta se llegaron a producir amenazas de asalto al convento, después de que el tañido de una campana hubiera anunciado, el 24 de agosto de 1562, que comenzaba a existir esta nueva institución. Y en la casita habían quedado sólo las cuatro primeras religiosas: Teresa había sido llamada con urgencia a la Encarnación, por la priora, para que se disculpase delante del capítulo de las monjas y del provincial.
Es más, fue convocado un pleno extraordinario del consejo municipal: en el orden del día figuraba que se debía discutir acerca de “ciertas mujeres, diciendo que son monjas del Carmen, han tomado una casa que es censual a esta ciudad, y han puesto altares y han dicho misas en ella”. En esta sesión se decidió convocar una reunión de los representantes de todas las órdenes religiosas de la ciudad –todas directamente interesadas en el reparto de las limosnas que se pudieran recoger en una pequeña ciudad como Ávila– para discutir “sobre el monasterio recientemente creado con el nombre de San José”. Por suerte que en esa deliberación se levantó un dominico para decir “que esto no era una cosa que se pudiera destruir de esa forma”, porque, mientras tanto, los demás habían llegado a la conclusión de que debía eliminarse esta novedad. Ese dominico se llamaba Domingo Báñez.
La novedad de un reducido grupo de mujeres que trabajaban para vivir dedicándose por completo a la contemplación, según sus pareceres, “escandalizaba el pueblo y levantaba cosas nuevas” (Vida XXXVI, 13).
Pero todas estas resistencias y dificultades habían puesto a prueba al grupito de mujeres decididas a seguir a Teresa en su proyecto de vida solitaria y pobre, y habían contribuido a consolidar la tranquilidad de la que ahora gozaban –ahora cuando los inconvenientes habían sido superados– en el pequeño monasterio, que tenía una hermosa vista sobre el campo castellano.
Sus primeras compañeras, todas bastante mayores –una había sido discípula de Pedro de Alcántara; otra había sido criada de doña Guiomar; otra, que fuera una mujer brillante y admirada, ahora, a los cuarenta, estaba dedicada por completo a la vida interior; así como la última, una muchacha de treinta y siete años, que completaba el grupo de las pioneras–, habían hecho frente a las dificultades de los primeros tiempos. En cuanto a Teresa –después de unos instantes de incertidumbre en el momento de abandonar definitivamente la Encarnación y su bella y amplia celda para ir a vivir, en absoluta clausura, a una casa pequeña e incómoda– había descubierto en su interior una notable intrepidez, una capacidad de plantar cara a los peligros casi riendo.
Ahora había llegado el momento de vivir su propio desafío, de demostrarse a sí misma y a los demás que era posible aquello que con tanta emoción había leído hacía veinte años en el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna: “Conozco sin duda que los justos tienen paraíso en esta vida y en la otra, así como los pecadores, si miras en ello, tienen infierno en esta vida y en la otra”. Teresa y las demás habían experimentado lo que era el infierno de una vida, a la vez, retraída y disipada como la que se desarrollaba en un monasterio regido por la regla mitigada; esa sensación de muerte constante que suponía sentir pasar el tiempo, medido sólo por el ritmo exterior, dividido entre una oración y otra, sin intimidad con Dios, sin el sentimiento de vivir una historia personal, un sentimiento que sólo el amor hace posible.
Ahora, para ella misma y ante los demás, había que demostrar que se podía experimentar el paraíso, continuar el viaje de la vida con menos temor ante la muerte: el final de la existencia da más miedo cuando se vive cada día “en una sombra de muerte”, como Teresa había sentido en la Encarnación; y con mucho menos miedo al infierno, tanto sea porque el amor –así lo había leído en Osuna– otorga seguridad, como porque en la oración se aprende a sentir vivir a Dios dentro de uno mismo. Por esto, tantos le habían repetido que podía ser el diablo quien le provocara el gozo místico y los proyectos de reforma: porque temían que ella dejase de tener miedo del infierno.
Pero Teresa, a sus cincuenta años, sabía –en su celda de San José, mientras miraba el cielo que se recortaba en su estrecha y alta ventana– que vendrían las largas noches de invierno en el monasterio helado, las interminables siestas de verano; que aparecería el fantasma de la “melancolía”, esa enfermedad funesta que amenazaba a todos los seres humanos, pero en particular a las mujeres encerradas entre cuatro paredes.
Vendría la muerte de verdad, la muerte física anunciada por la enfermedad, una enfermedad quizá vivida con angustia en una casa tan pobre. Y vendrían –todos los días– las desavenencias, las intolerancias, quizá, las peleas. Incluso este convento “diferente” podía convertirse en un purgatorio, y el amor podía no ser tan gozoso como el que había experimentado en los últimos años difíciles pero gloriosos de la Encarnación.
Poco a poco fueron llegando al convento otras monjas, hasta casi alcanzar el número de trece que ella había decidido que debía ser el límite máximo para una convivencia femenina en un régimen de pobreza. Algunas de ellas habían venido con Teresa de la Encarnación, cuando, finalmente –en diciembre de 1562–, había obtenido el permiso definitivo para trasladarse a San José; y entre estas se encontraba Isabel de la Peña, su prima. También María Dávila, otra pariente suya, hija única y heredera, a quien, por cierto, no le faltaban pretendientes y que había venido al convento trayendo grandes presentes de seda y oro, y acompañada por media ciudad; y además, Leonor de Cepeda, que era su sobrina. Después ingresó Isabel Ortega, cuyo nombre de religiosa sería Isabel de Santo Domingo, una extraordinaria hija espiritual de Pedro de Alcántara.
En 1563, se sumó María de Ocampo, hija de un primo suyo que adoptó el nombre de María Bautista. Una muchacha impetuosa y vivaz que había sido la que expresara en voz alta, en una reunión en la celda de la Encarnación, la idea que ya estaba en la mente de todas de entregarse a una vida eremítica. María de Ocampo había tenido una vocación incierta y atormentada, entre reapariciones de gustos mundanos (vestidos, novelas de caballerías), había tenido accesos de generosidad (donó diez mil ducados al nuevo convento) y arrebatos de religiosidad.
En resumen, se extendía entre algunas de ellas la red de los recuerdos familiares, la trama del silencio. Todas pertenecían al linaje de los conversos, y habían vivido el drama de los certificados de hidalguía que se compraban y se ostentaban, de la honra que se debía construir y después defender. Tenían en común los recuerdos de los pleitos de los antepasados y la voluntad de olvidarlos. Las unía, incluso en primer término, la intención y la necesidad de excluir a los parientes de esta nueva vida, con la que intentaban encontrarse a sí mismas, más allá de aquella viscosa trama de los acontecimientos callados, en la libertad del diálogo interior con el Esposo.
Una trama de silencios y mentiras que se había hecho más densa y oprimente después de que, en 1547, fuera introducido, primero en la catedral de Toledo, y luego en otros centros de poder, el Estatuto de limpieza de sangre, que obstaculizaba el camino de quienes tuviesen la sangre “impura” por ser descendientes de judíos o musulmanes. De este modo, para los cristianos nuevos que tuviesen aspiraciones de prestigio o ascenso social no existía solamente la lucha por el reconocimiento de la hidalguía, sino también la exigencia tormentosa de demostrar la limpieza de sangre; en los dos casos mediante falsas genealogías pagadas con dinero contante y sonante.
En San José no se pedían certificados de limpieza de sangre, y nunca Teresa hubiese aceptado que se pidiesen “pruebas” que negaban la igualdad frente a Dios adquirida con el bautismo. Pero también en San José se conservaban el silencio y el recuerdo –imágenes de los abuelos y fragmentos de historias familiares–, y la necesidad de negar y destruir la memoria construyéndose una nueva y más radical identidad: hacerse iguales no sólo en el bautismo, sino también en la relación amorosa con Jesús crucificado que había muerto por todos. Y esto era lo que estaban intentando hacer, por los mismos años, los discípulos de Juan de Ávila en Andalucía y Extremadura, no obstante los procesos y la inclusión en el Índice del Audi, filia.
Si no se podía negar la memoria de la exclusión, se podía intentar, entre todas, partir de cero: desde la destrucción de todo recuerdo hasta alcanzar la paz delante de Dios. Estaban empeñadas en lograr la igualdad, al menos, dentro de los muros del convento, en el cual no habría ni criadas, ni legas, ni mucho menos esclavas. Por ello se hacía muy importante, ahora, la forma de la vida interna de la comunidad, el modo como se refutaban en la práctica las leyes y los hábitos del “mundo” y, por lo tanto, también de la familia.
Era menester alcanzar dos objetivos a la vez: mediante el retorno a la tradición del Carmelo era necesario llegar a construir una nueva forma de vida, y era también necesario conjugar la forma interior –que cada una viviría con ritmos diversos, así como son diversas en cada persona las relaciones de amor y de amistad– con las reglas y los problemas de la vida comunitaria, de la convivencia. Todo este proyecto no podía confiarse sólo al diálogo interior, ni tampoco al intercambio de palabras que interrumpían, a veces, los largos silencios de San José.
Por estas razones, Teresa volvió a escribir. Sus compañeras habían querido que fuese priora, aunque ella continuara llamándose a sí misma “hermana mayor”. Pese a todo, existían entre ella y las demás, una diferencia y una desigualdad sobre la cuestión de la escritura.
Antes de la publicación del Índice, Teresa había leído muchos más libros que ellas. Había tenido la fuerza y la posibilidad de abrir una discusión sobre sus vivencias interiores con teólogos de todas las órdenes y de todas las tendencias; había sido ella la protagonista de la nueva fundación, la que había tenido el proyecto en la mente con mayor claridad, y finalmente, era ella la que había estado expuesta, más que las otras hermanas, a las críticas y las sospechas. Por último, resultaba evidente que Teresa sabía “decir” mejor las cosas que sus compañeras.
Se puso a escribir con mucha más dedicación que antes, porque ahora, en San José, no la molestaban ni las visitas ni los ruidos. Gozaba, por otra parte, de una salud que jamás había conocido antes.
La celda era pequeña y austera. Teresa escribía agachada en una estera que cubría el suelo y apoyada sobre un frío poyo del muro debajo de la ventana. Pero su mano corría veloz sobre las hojas durante horas y horas, robando, a menudo, buena parte del tiempo destinado para el descanso, porque en San José a todas esperaba mucho trabajo. No había legas, de modo que era preciso barrer, lavar, cocinar, atender a las enfermas, buscar agua del pozo, atender la portería, y además, trabajar para ganarse la vida –hilar, tejer, coser, bordar– y también Teresa tenía que colaborar en estas tareas.
Este fragmento corresponde al libro Teresa de Ávila. Biografía de una escritora, traducido por Ana Gargatagli, que acaba de publicar la editorial Trotta.
Rosa Rossi (1928-2013) fue escritora e hispanista. Enseñó lengua y literatura en la Università degli Studi Roma Tre. Entre sus libros destacan los perfiles biográficos traducidos al español, esta biografía de Teresa de Ávila, publicada en 1993, Escuchar a Cervantes. Un ensayo biográfico (1988) y Tras las huellas de Cervantes. Perfil inédito del autor del Quijote (Trotta, 2000). Autora de una Breve storia della letteratura spagnola (1992), publicó también dos novelas y un libro de cuentos.