A nada que se rasca aparece la mueca helada del tiempo detenido. Me contaba un insigne carmelita –descalzo– hace poco que, aunque larvada, permanece la fricción entre las dos familias de la orden. Nada que objetar en las altas instancias, pero cuando se desciende los descalzos y los calzados se miran con cierta desconfianza. “Los del paño, les llamamos nosotros”, me susurró frotando su mano contra el pecho. Los del paño están en franca minoría, unos 2.000 religiosos en total, frente a los 4.000 frailes y las 11.500 monjas de los descalzos esparcidos por todo el mundo. Unos se aprestan jubilosos a celebrar el V Centenario de santa Teresa y otros no es que arrastren los pies –en sus conventos se quedaron muchas de las piezas más codiciadas de la época–, pero matizan y colocan a la santa abulense en el marco de varias corrientes renovadoras: “La más conocida”, dice su página web, “es ciertamente la llevada a cabo en España por Santa Teresa de Jesús para la reforma de las monjas y después de los religiosos, ayudada por San Juan de la Cruz y el P. Jerónimo Gracián. El aspecto más importante de la labor de Santa Teresa es no tanto el haber combatido la mitigación introducida en la vida del Carmelo, cuanto más bien el haber integrado en su proyecto elementos vitales y eclesiales de su época”.
La reforma, desde luego, no parece haber llegado a la iglesia más chic de Madrid, la de la calle Ayala, 35, en pleno barrio de Salamanca, regida por los carmelitas de la Antigua Observancia y con una feligresía en la que merodean los cargos del PP. Un complejo parroquial con una librería carmelitana y una exclusiva residencia de ancianos con un centenar de plazas que nada tienen que envidiar a las alegres celdas del monasterio de la Encarnación anteriores a la reforma. Mucho más que las fundaciones, el monasterio extramuros de Ávila en el que Teresa pasó cuarenta años, del que finalmente fue priora y donde tuvo sus éxtasis místicos y levitaba en sus encuentros con san Juan de la Cruz –lo que creo firmemente–, encierra mejor que cualquier otro lugar el espíritu de esta monja más gruesa que flaca, de cejas grandes, mediana estatura, ojos negros y vivos y tres lunares en el lado izquierdo del rostro, según la minuciosa descripción de sus biógrafos. Hija de un hidalgo y nieta de un judío converso que procesionó con el sambenito, fue una mujer enferma y exaltada con una fogosidad que la llevó de niña a escaparse de casa para, junto a su pobre hermanito Rodrigo, adentrarse en tierra de moros con la firme intención de que los descabezasen por Cristo.
Doctores tiene la Iglesia que analizarán tan intensa trayectoria, algunos recurrentes como Víctor García de la Concha, director del Instituto Cervantes y perejil de todas las salsas que se cocinan entre los pucheros teresianos. No podemos más que descender a nuestro entorno, tan desgarrado como el del siglo XVI. En El cura y los mandarines, que ya tratamos hace unas semanas, Gregorio Morán nos enseña que la celebración de grandes fastos culturales nunca es políticamente inocente, como muestra la exposición “Carlos III y la Ilustración” con la que el PSOE inauguró en 1988 un poder transformador que se presentaba como absoluto. Los 70 años del comienzo de la Guerra Civil, en plena euforia del zapaterismo, no se conmemoraron como los 75, con un Zapatero vencido.
El centenario del nacimiento de la santa abulense llega con todas las bendiciones institucionales y una Comisión Nacional que ofrece exenciones fiscales para los participantes. A su frente, y con la presidencia de honor de los reyes, se nombró a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, aunque el organismo no está adscrito a su ministerio sino al de Educación, Cultura y Deporte. La entrega a la causa –como a tantas otras– de la vicepresidente puede refrendarse en el hecho de que, en el catálogo de la exposición inaugurada en la Biblioteca Nacional –uno de los actos estelares–, de los hasta cinco artículos institucionales que preceden al trabajo de los especialistas, es la única que añade en la firma su cargo en la comisión, a pesar de que los demás forman parte de la misma, incluido el rey Felipe VI.
El fervor por la causa teresiana ha quedado sobradamente demostrado en el empuje de la vicepresidenta, que se puso la mantilla y viajó a Roma para invitar al papa, aunque sus gestiones hasta el momento no han tenido éxito, tal vez porque el pontífice prefiere no aparecer en España en un año tan marcadamente electoral o por el precedente de la anterior visita, organizada por la trama Gürtel. Hace unos días enseñaron a Francisco en Roma el bastón de la santa, que viaja por todo el mundo, a lo que comentó con su deje argentino: “¿La vieja andaba con esto?”. Sáenz de Santamaría inauguró las conmemoraciones a comienzos de enero en la casa natal de Teresa de Jesús. Una visita en la que saludó a las autoridades, recorrió las estancias, firmó en el libro de visitas y recibió una réplica del bastón viajero. Todo, según la crónica del Diario de Ávila, en ocho minutos.
Si Juan Goytisolo declaró en su casa de Marrakech después de obtener el premio Cervantes que ahora leía a santa Teresa, no es difícil imaginar a la vicepresidenta apoyada en el báculo y escrutando las mismas obras para encontrar consuelo y sentido a su abnegada labor. “Harto gran miseria es vivir en vida que siempre hemos de andar los que tienen los enemigos a la puerta, que ni pueden dormir ni comer sin armas y siempre con sobresalto si por alguna parte pueden desportillar esta fortaleza”, leemos en Las Moradas del Castillo Interior.
Teresa y Soraya, islas de razón en un mundo insensato. “La discreción es gran cosa para el govierno y en estas casas muy necesaria –estoy por decir mucho más que en otras– porque es mayor la cuenta que se tiene con las súbditas, ansí de lo interior como de esterior”, escribe la santa en las Fundaciones, y añade que a las prioras “no las ponen allí para que escojan el camino a su gusto, sino para que lleven a las súbditas por el camino de su regla y constitución, aunque ellas se fuercen y querrían hacer otra cosa”. La tarea es para ellas, Dios es un señor con barba que está en las nubes fumándose un puro y leyendo el Marca.
Santa Teresa expulsando a los demonios, obra anónima del siglo XVIII que se encuentra en el convento de las Carmelitas Descalzas de Baeza.