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¿Terminó el posconcilio?

 

En el último Ángelus antes de hacer efectiva su renuncia, Benedicto XVI ha vuelto a demostrar que es un papa con un marcado perfil pedagógico. Han sido casi ocho años de intensa actividad que ha intentado señalar los elementos centrales del magisterio de la Iglesia católica. Se ha enfrentado por igual, y son millones de fieles que muchas veces no se quieren dar por enterados, a los que quieren reducir al catolicismo en un guía de comportamiento moral («no debes hacer») y a los que reducen su fe a un buenismo que solo se concentra en las enseñanzas éticas de Jesús («Jesús fue una buena persona y un revolucionario»). Por desgracia, ambas interpretaciones son muy habituales dentro del catolicismo y empobrecen el mensaje a niveles insospechados. Tanto es así, que en más de una ocasión las acciones y palabras de Benedicto XVI han descolocado a propios y extraños.

 

Benedicto XVI era consciente de esta confusión y, por ello, comenzó su pontificado con una encíclica que se concentra en lo esencial: Deus caritas est (Dios es amor). O, lo que es lo mismo, nos ha presentado una fe de la alegría y de la esperanza, una vuelta a las raíces. Y es que nos encontramos ante un «creyente radical», como ha recordado el periodista Peter Seewald tras su última audiencia (no debemos olvidar que radical procede etimológicamente de la palabra raíz). Quizá la mejor formulación la hizo el vaticanista John L. Allen, la «ortodoxia afirmativa». Joseph Ratzinger nunca se ha escondido y ha intentado establecer un diálogo con los pensadores no creyentes, aunque en demasiadas ocasiones sus propuestas no han tenido el suficiente eco. Como demuestran las polémicas que están apareciendo en estas semanas, los prejuicios favorecen que una mayoría social se interese más por las historias, muchas veces basadas en rumores fantásticos, o por los tropiezos lógicos en un activo personaje público que por cualquier otro aspecto menos morbosos.

 

Como historiador no debería arriesgarme en interpretaciones que no están debidamente fundadas en evidencias tangibles, pero creo que Benedicto XVI ha cerrado con su renuncia un periodo convulso dentro de la Iglesia: el posconcilio. Su pontificado ha marcado algunas de las líneas maestras de un posible nuevo periodo. Una etapa que, seguramente, tendrá en cuenta la agenda que Benedicto XVI ha puesto sobre la mesa: la «hermenéutica de la reforma», el redescubrimiento de esa alegría del creer, la relación entre razón y fe, el encuentro con los otros cristianos o la conversión de la Iglesia. En realidad, el teólogo que ha había sido reprobado como el mayor inquisidor de la modernidad eclesiástica nos ha legado una lección muchas veces olvidada: la libertad personal asentada en la conciencia, que siempre es camino hacia la conversión.

 

El camino no será sencillo, ya que es evidente que en muchos aspectos, especialmente los derivados del gobierno de la Iglesia y de los enfrentamientos de la curia, Benedicto XVI ha fracasado. No es el momento para analizar adecuadamente los aciertos y errores de estos años. Necesitamos tiempo y mesura. Con todo, sí podemos ir señalando que los intentos de reforma de la misma han sido torpedeados desde el interior con fuerza. Probablemente haya sido la experiencia más dolorosa de su pontificado, como él mismo ha recordado constantemente: en la Iglesia no todos son santos. Las heridas son profundas y las tensiones no desaparecerán tan fácilmente. El próximo pontífice tendrá en su mano la posibilidad de continuar con la labor de Benedicto XVI y cerrar el posconcilio. Cuando aún solo era el teólogo y cardenal Joseph Ratzinger, comentó en una presentación ante la prensa:

 

Me viene a la memoria una anécdota que se cuenta a propósito del cardenal Consalvani, secretario de Estado de Pío VII. Le dijeron: “Napoléon quiere destruir la Iglesia”. Respondió el cardenal: “No lo conseguirá, ni siquiera nosotros hemos conseguido destruirla».

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