Somos tierra de nadie, territorio lacerado por quienes deciden en nombre de nuestra libertad. Somos tierra de nadie, abono humano para el cultivo de plata; necroseres dispersos en un huerto contaminado; estúpidos seres convencidos de algún poder que no tenemos.
En tierra de nadie triunfan los piratas y los curas: los des-almados. Esos… esos putos piratas que no muestran el rostro y que mandan a los presidentes de los no-gobiernos a hablar con los no-periodistas de los cuarto y mitad de comunicación.
Somos tierra de nadie y ese nadie tiene nombre y apellidos. Nos dejamos pisar; su huella queda marcada en nuestra espalda y ese, sólo ese, es el hierro de nuestra cabaña.
En tierra de nadie, casi nadie se atreve a responder. Los que lo hacen son peligrosos: terroristas, delincuentes camuflados tras consignas sociales, antisociales que sólo quieren sembrar el caos (poder dixit).
En tierra de nadie, el orden lo ponen cuatro y sobran tres para repartirse el pastel. Hoy, como todos los días, los nadies se creerán alguien y saldrán con sus esposos y con sus amantes a beber el jugo del confort. Los que todavía son, estarán planificando cómo dinamitar el cónclave, cómo cagarse (al menos) sobre los despojos del poder, cómo sentir cierta dignidad en el gesto definitivo (y propio) de negarse a participar.
Somos tierra de nadie y hoy están prendidas las luces de navidad. Evitando el resplandor, habrá que ver cómo huir, en silencio, con el estruendo de la violencia civil e incívica, de esta terra (nullius).