Terrazas

La primera vez que no lo entendí fue en París. Debíamos estar a menos diez grados en febrero y recuerdo ver cruzar el Pont Neuf desde la Cité a un hombre con la camisa abierta por el cuello y una americana sin abrochar como si estuviéramos en primavera. Mi novia lloraba por el frío, y en aquellas circunstancias buscábamos un lugar, cualquiera, para calentarnos.

Lo que quiero decir es que, aparte de que un hombre sin abrigar caminara tan contento por los alrededores del Sena a diez grados bajo cero con una humedad frígida, la gente, la mayoría de la gente, estaba sentada en las terrazas. Todos esos parisinos, cientos, estaban sentados en la calle bajo un clima terrible, sin ninguna apariencia de que fuera un clima terrible, desapacible y gris y gélido.

Oscar Wilde decía algo así como que la naturaleza era incómoda y que un lugar cómodo debía ser siempre un lugar cerrado, construido, decorado y aclimatado. Yo en este sentido soy muy de Oscar Wilde. Yo no sé qué le dan las terrazas a la gente. Qué suerte de influjo misterioso poseen para atraerla de ese modo irresistible.

Y eso que las terrazas de Madrid, al menos en invierno, son la gloria en comparación con las de París. Hay un auge de la terraza indudable, del aire puro, debido a la pandemia. Yo mismo, un antiterracista convencido, soy ahora más partidario de ellas que de los interiores de los locales, pero mi opción actual no es cambiar el interior de los locales por sus exteriores sino directamente no acudir a ellos.

Mi casa es el mejor local que conozco en estos momentos. Un lugar cerrado, construido, decorado y aclimatado, como decía Oscar Wilde, que además es mío. No obstante, en beneficio de la sociabilidad y por la supervivencia de mi matrimonio (mi mujer es una terracista radical), me veo obligado a acudir a las terrazas con moderada frecuencia, bajo pena de ser considerado un aguafiestas y además, y lo que es peor, ser objeto de un duro reproche conyugal en absoluto compensatorio con el calor de un hogar convertido en infierno, sin poder citar, ni mucho menos, a Oscar Wilde.

Son tantos los requisitos que deben darse para conseguir un bienestar aceptable para mí en una terraza, que una velada terracista agradable es casi un milagro. Por supuesto descarto el otoño y el invierno, salvo conjunciones astrales. Y también el sol. Comer al sol en una terraza es una tortura. El sol que te da siempre en el mismo sitio, sin posibilidad de escapar de él. Y las moscas o las avispas, por ejemplo. Y la sombra también, dependiendo de las circunstancias. Y la posición de la terraza. Puede hacer un tiempo estupendo y sin embargo esa terraza tener una localización donde una corriente de aire frío ataca sin consideración tus riñones.

Una terraza es para pasar sólo un rato. Las terrazas no son para acampar. Son para estar el tiempo justo para que el clima cambiante, la naturaleza, no te afee un momento ideal y efímero. El terracismo de largo alcance es forzar lo ideal y lo efímero hasta hacerle perder el encanto. Media hora sentado en una terraza mientras bebes una cerveza bajo un sol agradable de mayo al atardecer y a resguardo de corrientes malignas, o en una noche de verano, es un placer supremo, violentado por su búsqueda permanente y enloquecida y su posesión extendida en cualquier situación, posición, hora y temperatura.

No recuerdo que antes hubiera tantas terrazas en Madrid en invierno. En ese sentido Madrid se ha parisizado en un cambio de costumbres incomprensible. Antes la gente iba a los cafés a calentarse y ahora va a enfriarse. Tras la nevada del siglo, y también del siglo pasado, con las calles anegadas de nieve y hielo, con temperaturas que rondan los dos o tres grados al sol a las tres de la tarde, la gente está en las terrazas. Y yo con ella.

Hoy mismo he encontrado una mesa al sol en un local y la he ocupado como ofrenda a mi querida esposa. Me he pedido una cerveza mientras esperaba su llegada y la de mis hijos y tenía frío, mientras de la fachada del edificio caían gotas de agua o de nieve o no sé de qué. Me imaginaba esa cerveza en el interior del bar, caliente (yo, no la cerveza), sin Covid que valiese, y he sentido pena, además de frío, antes de terminar comiendo deprisa, incómodo, mal y encogido.

Luego hemos vuelto a casa y al entrar, con los pies congelados y el cuerpo aterido, he tenido que ponerme a escribir, para calentarme, sobre las dichosas terrazas. Esas visiones agradables tan maltratadas, como casi todo, por el abuso.

 

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