Cortesía Fútbol365
Aeropuerto de Barajas, Madrid, Terminal 4. “Hola, señor, hola”, me aborda la muchacha del traje inenarrable y los folletos en la mano, “¿es usted español o extranjero?” No lo sé, le contesto con distraída sinceridad. Ella se aleja ofendida.
Tras el despegue, nuestro avión tarda demasiado en estabilizarse. Nos balanceamos mientras ascendemos. Como hay una cámara instalada en el exterior del aparato, no puedo evitar mirar nuestro propio vaivén en los monitores: el avión parece el Cristo Redentor de Río de Janeiro tirándose por un barranco. Lo miro, nos miro, con una mezcla de nerviosismo y desdén, como si se tratase de la emisión de un accidente ajeno. Al girar la cabeza, leo en la portada de El País de hoy, 27 de junio, las declaraciones de Zapatero: «La crisis ha sido un Aterriza como puedas». Es una tranquilidad que él ya haya aterrizado.
Veo un par de películas bastante lamentables, City of Ember (falsa ciencia ficción con moraleja religiosa: el futuro de los pueblos depende de que volvamos a las enseñanzas de nuestros padres fundadores) y Una cuestión de honor (policial intimista también con moraleja: los héroes buenos siempre serán buenos). Tengo la impresión de que ambas películas podrían tomarse como arquetipos de la épica bicentenaria que está a punto de invadir Latinoamérica. Trato de consolarme leyendo un poco de nueva narrativa argentina.
Buenos Aires, el virus del apocalipsis
Aterrizo en Ezeiza y automáticamente, como quien cambia el dial de una radio, me escucho hablar y pronunciar en porteño. Vuelvo al que ya no soy, retomo extranjeramente mi dialecto materno. Es el paso del asertivo “Buenos días.” español al deslizante “Buen díííaaa…” argentino. ¿Por qué el día será diverso en España y único en Argentina? ¿Un país plurinacional se saluda en plural, y un país centralista se saluda en singular?
Hotel en Buenos Aires: Regal Pacific.
Clima del hotel: minimalismo de techo alto.
Carácter en recepción: versallesco.
Por un golpe de azar que me divierte, he aterrizado en Buenos Aires durante la jornada de reflexión electoral. Mañana habrá elecciones legislativas en todo el país y la disyuntiva parece clara: volver al menemismo por la vía macrista, o reelegir al peronismo progresista. El voto por el peronismo progresista, hoy inevitablemente dirigido a los Kirchner, serviría para evitar esa otra parte infame del peronismo retrógrado. Para bien o para mal (siendo justos: para bien y para mal), la política argentina es del todo inconcebible sin el peronismo.
Trato de escribir macrista en mi portátil y el Word me corrige: machista. A veces el corrector ortográfico parece un detector ideológico.
Muchos argentinos no dicen Sí. Dicen Obvio. Los motivos son obvios.
La obsesión por los botes de alcohol en gel, los retrovirales y las mascarillas va en aumento. Nadie sale a la calle, si es que sale, sin alguna de esas tres cosas, o con las tres cosas. En Argentina las mascarillas se llaman barbijos. Lo cual me extraña porque aquí, acá, no se dice barbilla sino mentón o a veces pera. Se supone que lo llaman así por la barba, pero los barbijos son unisex. Igual que los virus y el miedo.
Nos lavamos las manos. Nos lavamos las manos. Desde el estallido de la gripe A, no dejamos de lavarnos las manos. Al fin nuestras costumbres coinciden con nuestros principios.
La mayor preocupación política ante la gripe A no es la salud, sino la economía. O sea, las graves consecuencias económicas que, en un momento financiero tan delicado, podría tener la epidemia. Paseo por las calles disponibles, temerosas. Pienso en los paisajes apocalípticos de Ensayo sobre la ceguera de Saramago, Plop de Rafael Pinedo, El año del desierto de Pedro Mairal. Los cines, teatros, librerías y tiendas están casi vacíos. A la espera de la declaración oficial de la alerta sanitaria, el pánico ha disuadido a los clientes. Súbitamente queda muy clara la relación entre autoridad y mercado: el consumo depende del orden.
Domingo. Cuatro de la tarde. Partido decisivo del Torneo Clausura. Finalmente no han cerrado el estadio, pero el partido se interrumpe por otro tipo de alerta: están cayendo cubos de granizo. Los equipos de Vélez y Huracán, que se estaban jugando a muerte el campeonato, se retiran a los vestuarios. La gente espera. La gripe calla. El cielo ruge. El agua golpea. El césped vacío alberga a una pelota en el círculo central. Nadie se ocupa de ella. Nadie, salvo un periodista que salta al rectángulo de juego, patina hacia la media cancha, se acuesta boca abajo en la hierba mojada y empieza a fotografiarla. El fotógrafo quiere retratar a la pelota sola, testigo del desalojo, rodeada de granizo en mitad del campo. Sentado frente al televisor en un café del aeropuerto de Ezeiza, de pronto pienso que, por justicia poética, debería ganar Huracán: no sólo juega mejor, sino que tiene nombre de apocalipsis. Alguien me mira a mí. Yo miro la pantalla. Dentro de la pantalla, el público mira al fotógrafo. El fotógrafo contempla la pelota. Lo que mira la pelota es el misterio del país.
Santiago de Chile, el orden ensimismado
Lo primero que me llama la atención de Chile, antes de aterrizar en Chile, es el formulario de aduanas. No es como los otros. Parece hecho para confirmar la imagen chilena en el exterior: profesionalidad, progreso, legalidad, orden. Está mejor diseñado que el de Argentina, que es largo y redundante. También supera al de España. El impreso chileno es breve y razonable. Moderno, con letra grande, casilleros amplios. Tiene cierta vocación de lucimiento, de lavado de cara, de aquí no pasa nada.
Hotel en Santiago: NH Providencia.
Clima del hotel: very Spanish high standard.
Carácter en recepción: cortesía ligeramente irónica.
“Si algún día hay un terremoto en China”, dice ella, “la televisión chilena irá a buscar a un chileno en Pekín para preguntarle cómo lo ha vivido él”.
Hojeo suplementos culturales atrasados. Me entretengo comparándolos con los de Argentina. Si el tono predominante en las reseñas argentinas es la exhibición doctoral, en Chile lo habitual parece ser la agresión cascarrabias. Unas parecen destinadas a demostrar que el crítico es mucho más inteligente que el autor. Las otras, a disuadir a las editoriales de seguir distribuyendo los libros del autor en el país. Así, entre la lección y la expulsión, al entusiasmo o al placer les queda poco espacio. They are too elemental.
“Los que éramos muy jóvenes en ese minuto, cuando los libros de Bolaño llegaron a Chile”, me dice el periodista, “fuimos embestidos, iluminados por él. Pero a los que no eran tan jóvenes les pasó lo contrario”. No es lo mismo ser embestido que atropellado. Y que te iluminen no es igual a que te eclipsen.
Bolaño fue un chileno que escribió la gran novela mexicana de su tiempo viviendo en Cataluña. Sin embargo fue rabiosamente latinoamericano: supo ser mexicano, no pudo evitar ser chileno, coqueteó con la idea de convertirse en argentino. Panamericano Bolaño, hoy la cosa parece distinta. Muchos jóvenes escritores están intentando dejar de ser propiedad simbólica de sus países. No para ser de otros, sino para no ser de ninguno.
Visitamos la Plaza de Armas. La catedral es hermosísima. Alrededor de ella, sentados en los bordes, hay numerosos peruanos. No sólo están en los bordes de la ley divina, sino también de la humana: son, oh hermanos latinoamericanos resistiendo al invasor imperialista, inmigrantes ilegales. Leo un pequeño cartel, escrito a mano y con rotulador, que anuncia: Jueves 9, Concentración Catedral, 10:00 am. Marcha migrante a La Moneda por la entrega del carnet. Del otro lado del mismo cartel, leo: ¡¡Basta de abusos carajo!! Jueves 9, 10:30. Marcha a La Moneda. ¡¡Por la entrega del certificado de residencia definitiva inmediata!! Trágicamente, las horas de convocatoria no coinciden.
El chileno habla a solas. El argentino habla para sí mismo.
La Paz, cómo trepar la Historia
Aeropuerto de Santa Cruz. Me acerco a los mostradores de Aerosur para pedir mi tarjeta de embarque. El empleado se está yendo. Lo llamo. No reacciona. Al rato sale otro empleado, me mira y dice: “¡Si ese vuelo es a la noche!” Le pregunto si no podría darme ahora la tarjeta de embarque. “Más tarde”, me responde, “ahorita tenemos una reunión”. Y los mostradores de la compañía quedan desiertos.
Dos detalles resumen el aeropuerto: no hay escaleras mecánicas y hay puestos de lustrabotas.
“Aquí hay mucha gente ignorante”, me explica el conductor, “ahora tenemos un presidente indígena, ¿sabe?, y aquí hay mucha gente ignorante, uno les dice y ellos hacen, señor”. Asiento. Lo miro: se trata de un hombre aindiado. No sé si sus palabras han sido una crítica al Gobierno, una cortesía con el pasajero blanco y la empresa española que le paga, o una ironía magistral. Me doy cuenta de que en esa ambigüedad reside la fortaleza de carácter de los bolivianos.
Hotel en La Paz: Plaza.
Clima del hotel: antaño moderno.
Carácter en recepción: elíptico.
Me recomiendan que, por las dudas, tome sorojchipills. ¿Sor quién?, me asombro. Sorojchi-pills. En aimara sorojchi significa mal de altura. El resto es capitalismo.
Desde mi habitación, las vistas nocturnas de la montaña y sus luces infinitas me sobrecogen. Esta ciudad no está entre las montañas, sino en las montañas, sobre ellas. Metáfora de su propia Historia, la capital de Bolivia ha crecido escalándose a sí misma, construyéndose un destino cuesta arriba.
El dice que boliviano es similar al dizque mexicano, aunque no significa exactamente lo mismo. Como tantas cosas aquí, su origen es aimara. En lengua aimara uno no puede contar lo que uno mismo no haya visto. Por ejemplo, no podría afirmar: “Ha muerto Michael Jackson”. Habría que decir: “Dice que Michael Jackson ha muerto”. En vista del caso, esa noticia sólo debería haberse dado en aimara.
En la plaza Abaroa me entero de que el homenajeado, Eduardo Abaroa Hidalgo, héroe de la Guerra del Pacífico, murió luchando por el mar boliviano. He aquí la biografía ejemplar del prócer latinoamericano: nació, luchó y perdió. Sus derrotas nos enseñan el camino.
Abaroa no fue un militar, sino un civil valiente. Más motivo para terminar perdiendo. La estatua que lo inmortaliza señala pacientemente una salida hacia el mar. Un cuento del autor paceño Marcos Sainz narra la historia de Abaroa como una reescritura del flautista de Hamelín: todos los bolivianos lo siguen con entusiasmo hacia la ansiada costa, guiados por su dedo clarividente, y uno por uno se van ahogando por no saber nadar.
“¿De Granada?”, me dice el conductor que me lleva al aeropuerto, “mis dos hermanas viven ahí. Fíjese. Hace seis años. Al principio fue difícil. Ahora están bien y ahorrando plata. No puedo visitarlas por la visa. Una se ha acostumbrado al estilo de vida. La otra no y se quiere volver. Yo le digo que aguante. Que aguante un poco más”.
Lima, club y copia
“Aquí la clase alta”, me explica, “sigue siendo Un mundo para Julius. Y si los girasoles viven mirando al sol, ellos viven mirando hacia Miami”.
Hotel en Lima: Casa Andina.
Clima del hotel: buen gusto borroso.
Carácter en recepción: soñoliento.
Vamos al restaurante Rodrigo. Y entonces pruebo, loada sea la parentela del chef, benditos sean los jugos gástricos andinos, el mejor pulpo de toda mi vida. Es un pulpo bebé a la parrilla en salsa de anticuchos. Recupero la fe en la humanidad. O por lo menos en la que cocina.
“Aquí todo el mundo le lame el culo a Mario”, me comentan. Sería interesante preguntarse por qué entonces no lo votaron. Pregunta que Fujimori, con una risa atroz, se habrá hecho muchas veces.
En el Parque Kennedy, a modo de homenaje patrio, puede leerse una pancarta tan grande como asombrosa: Nadie tiene razón contra el Perú. La cita es de Avelino Cáceres, caudillo de
¿Los polvos azules?, pregunto, ¿pero qué demonios son los polvos azules? Entonces mi amigo se encoge de hombros y me lleva. Me llevan al mercado de Los Polvos Azules. Que vendría a ser, ¿qué? Mi amigo lo define como “un mall informal”. O sea, un unformall. Algo así. Porque aquí venden de todo, todo, todo. Pero falso. Una versión clandestina del capitalismo. Una realidad paralela y alegal. Una réplica pirateada del mundo. Son cientos de puestos, cientos. Curioseo aquí y allá. Me acerco a un negocio de discos. Un adolescente revuelve, compara precios y pregunta por qué determinado disco es más caro que otros. “Ah”, contesta la dependienta, “¡porque esa es copia original!”.
Los medios peruanos son los únicos del planeta que dejaron en segundo plano la muerte de Michael Jackson. Y lo hicieron curiosamente por razones musicales: el mismo día en que el Rey del Pop se durmió para siempre en su habitación, la popular cantante folclorista Alicia Delgado fue encontrada sin vida en su domicilio. Ella también tenía 50 años de edad, y las circunstancias de su muerte fueron igual de extrañas. En el caso de Alicia Delgado las sospechas recaen en su supuesta amante, la cantante Abencia Meza, alias Pistolita, actualmente acusada de ordenar su asesinato. La globalización tiene sus matices. El folclore también.