La mesa era enorme y reluciente. Allí estaban las cabezas pensantes de las principales secciones. Los diádocos del rey, reunidos a las seis de la tarde, discutían livianamente, como en un bar, que si el Barça, que si el Madrid, que si Mourinho, Camps, Urdangarín…
Cuando el hombre de pelo gris entró, todos enmudecieron, agacharon la cabeza y miraron con concentración robótica a sus respectivos papeles. El hombre era relativamente joven, delgado y muy elegante. Se movía lentamente, como levitando. Su traje impecable, sus zapatos negros y relucientes, su pelo, de un gris plateado, brillante. Un mechón casi blanco caía estudiadamente sobre la frente en forma de tirabuzón, como un galán newyorkino de los años veinte. A su lado se sentó su mano derecha, un hombre alto con aspecto de cowboy bronceado, trasnochado y mujeriego, con melena espesa y barba oscura. No paraba de gesticular. Muecas de asco y de estrés, bostezos y esnifadas de aire o de restos de coca, quién sabe.
El jefe se sentó, desenroscó ceremoniosamente su pluma dorada y dobló un papel en blanco en el que parecía consultar al oráculo. Sin levantar la vista, emitió un susurró casi inaudible, algo así como “isco”. Ningún ser humano podría haberlo percibido, pero Francisco tenía los oídos afinados y estaba ojo avizor. Arrancó su propuesta balbuceante, medroso, torpe: «Hoy en Internacional abrimos con las protestas en Venezuela y con…».
Continuó hablando tembloroso, hasta que el jefe gris le interrumpió con un leve gesto de mano, para dar paso al siguiente susurro:
“Ando”.
Fernando continuó, igualmente temeroso.
“Ermo”, y continuó Guillermo, casi tartamudo.
Y así sucesivamente. De pronto, el Dios canoso susurró “Ona”, y al instante una televisión emitió una videoconferencia desde Barcelona. El jefe de sección catalán expuso sus ideas, con exacto amedranto. “Ao” y en la pantalla apareció el jefe de Bilbao. Y así hasta diez veces, diez leves susurros, cuatro misteriosas líneas escritas en el folio y un “buenas tardes” seco y diligente como despedida, sin haber alzado la vista, sin haber mirado a los ojos a uno solo de los presentes.
Cuando el hombre de pelo gris se levantaba de su trono, una mujer rolliza y sexagenaria le interrumpió y llamó la atención a todos los presentes. Su pelo también era gris pero algo despeinado y no tan brillante. Tenía esa especie de autoridad moral que solo da la reputación y la veteranía. “Un momento”, dijo, “¿nadie va a preguntarle por el ERE que nos van a hacer? Van a despedir a muchos de vuestros compañeros ¿Somos periodistas o qué somos? ¡Qué nos dé explicaciones!”.
Por primera vez, el Dios canoso posó sus pupilas reales en un ser humano, esbozó una sonrisa impostada y se sentó de nuevo, obligado por la mujer.
Por supuesto, lo negó todo.