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Mientras tantoThe Librarians

The Librarians

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

La serie The Librarians se emite los lunes –“sólo 24 horas después de su estreno en Estados Unidos”– a través del canal temático Syfy, que ofrecen los principales operadores (Canal+, Ono, Imagenio, Euskaltel…). Hoy llega al sexto episodio, de los diez inicialmente previstos. Aventuras extraordinarias “que todos hemos leído en los libros”, pero “sólo algunos se enfrentan a ellas cada semana”, señala la publicidad: “Nuestros bibliotecarios no leen libros, los viven” (Ver vídeo de promoción aquí).

 

The Librarians es un spin-off de tres películas estrenadas, exclusivamente en televisión, en 2004, 2006 y 2008, respectivamente. En este caso no hay duda: es tan tonto el hijo como el padre. Las películas, sobre todo la primera (En busca de la lanza, concretamente la que atravesó el costado de Jesucristo), son un remedo de las aventuras de Indiana Jones. Un pertinaz estudiante treintañero al que su madre no logra arrancar de su cuarto y que acumula títulos en saberes inútiles, es seleccionado como “el bibliotecario” y su vida se convierte en una sucesión de hazañas en las que no falta el Amazonas, el Tibet, Egipto y Casablanca, entre otros escenarios exóticos y recurrentes.

 

La biblioteca está regida por un director que tiene un sorprendente parecido con Sabino Fernández Campo (sin duda habría sido un buen directivo, no tanto por lo culto como por lo misterioso). “Debes renunciar a lo que quieres por un bien mejor”, dice en la segunda película (El mapa del rey Salomón), “esa es la diferencia que hay entre un buen bibliotecario y un bibliotecario genial”. Completa la nómina una secretaria adusta y malhumorada que, insistentemente, pide los tickets para justificar los gastos al protagonista, que vuelve después de haber atravesado, perseguido por los nativos, un puente colgante que se va derrumbando tras él.

 

La chica va cambiando en cada película aunque es siempre decidida y enérgica, frente al bibliotecario abstraído e incapaz para la vida cotidiana. La de la tercera película (La maldición del cáliz de Judas), afirma: “Quizá haya mujeres a las que les guste el estilo caótico e impredecible de salir con un bibliotecario… Yo quiero a alguien en quien pueda confiar”. Tan predecibles como prescindibles, las películas son una sucesión de tópicos de los que sólo se salva algún rasgo de humor: cuando el bibliotecario vuelve sin haber conseguido la flecha de sílex de los sioux, el director le dice: “Ya la tengo… la compré en eBay”. Y alguna frase: “Nadie puede entender los misterios de la biblioteca si no trabaja en ella”.

 

Con estas viandas se cocinó la serie televisiva, producida también por la Turner Network Television y de gran lanzamiento publicitario (al menos en los foros del sector). Conserva a los tres personajes principales: el bibliotecario (Noha Wyle), el director (Bob Newhart) y la secretaria (Jane Curtin), y añade a una neumática y expeditiva guardiana (Rebecca Romjin), “ex agente de la OTAN”, bastante inexpresiva y que reparte mandobles a mansalva. La serie deviene en un spin-off del spin-off y se independiza en el tercer capítulo, esto es, desaparecen los personajes principales (seguramente para abaratar costes) y surgen tres nuevos: una jovencita algo histérica y con poderes sensoriales adivinatorios, un chico de rasgos orientales experto en tecnologías y –ojo– ladrón de bibliotecas y un rudo vaquero de clase obrera que sin embargo es experto en arte. Su primera misión es luchar contra una multinacional que, concentrando gran parte del arte minoico en su subsuelo, ha creado un laberinto y necesita, para alimentar al monstruo que allí anida y perpetuar su poder, no a catorce vírgenes sino a catorce ¡becarios!

 

Las aventuras son como intentar hacer un café con el recuelo del recuelo y en el último capítulo emitido hasta ahora –el quinto– tiene que volver el bibliotecario, dado el peligro que corre la humanidad (y la serie): “El despertar de los dragones es muy apocalíptico y de ahí que hagan falta los aspectos más diplomáticos del bibliotecario, y de ahí mi regreso prematuro”. A todo esto la biblioteca ya no está en la biblioteca –era la metropolitana de Nueva York– porque se ha perdido en el espacio y en el tiempo, si no he entendido mal, y ahora se accede a una réplica de la misma por una puerta que hay ¡en el pilar de un puente!, no sé si una premonición o el prudente portazo a la serie de una institución prestigiosa.

 

Todo hace pensar que la industria cinematográfica no ha dado con la tecla bibliotecaria, tal vez una sitcom habría sido más adecuada (basta con escuchar a algunos de los usuarios habituales). Parece que se precipitan el resto de los episodios y no hay visos de continuidad. Este cronista se declara incapaz de seguir con el tema y eso que los malos –la Hermandad de la serpiente– son los que más interés y verosimilitud tienen, si bien la serie los trata con una negligente falta de originalidad cuando no hay más que repasar los últimos tiempos (es otra historia).

 

En la lucha diaria de los bibliotecarios no hay más fantasma que el presupuesto ni más magia que la de mantener el servicio con dignidad. A finales de mayo, la Biblioteca Nacional (de nuevo este año se ha reducido su asignación presupuestaria) dio por terminada la contratación de una empresa con cerca de sesenta catalogadores –trabajo que realiza mayoritariamente personal externo–, algunos con más de 17 años de experiencia, y lanzó un nuevo concurso donde la oferta económica (a la baja) primaba sobre la formación. “La plantilla saliente”, denunciaron en los periódicos, “ha rechazado el mísero sueldo que le ofrecía la nueva adjudicataria, cercano al mínimo permitido”. Los sindicatos de la BNE han informado estas navidades de que a los trabajadores de otra de estas empresas externas, que prestan sus servicios en las salas de Música y de Bellas Artes, se les deben cuatro mensualidades “y siguen desempeñando las funciones por las que han sido contratados”. Eso sí que es una aventura diaria a la que enfrentarse y no las que se viven en la televisión, o en los libros.

 

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