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The Magic of Reality

 

Leo la crónica de la intervención de Richard Dawkins en el Albert Hall de Londres. La enorme sala estaba llena: más de cinco mil espectadores asistieron a la presentación —se trataba de una presentación— de su último libro: The Magic of Reality.  Da qué pensar. El siglo XXI, decididamente, será un siglo religioso. Dawkins, de hecho, llenó el Albert Hall en calidad de ateo mediático o fashion, esto es, en calidad de devoto panteísta. El ateísmo posmoderno tiene en él a un egregio ateólogo. Deus sive natura, o mejor, natura sive natura.

 

Dawkins, como Platón, es partidario de expulsar a los poetas de la ciudad ideal de la Ciencia. Los mitos cosmogónicos fueron escritos por poetas, y los poetas mienten mucho. Los científicos pueden ser mejores poetas que los poetas, porque contarán la verdad. Sólo se trata de endulzarla un poco, con tropos agradables a la imaginación contemporánea, que es poco exigente. La evolución, por ejemplo, es “mágica” si el científico “sabe explicarla”. De hecho, el ilustrador del libro, Dave McKean, fue el creador de alguno de los personajes de la saga cinematográfica de Harry Potter. La ciencia es divertida, es fascinante, es maravillosa… Dawkins quiere que nos libremos de la tutela de los dioses sin esfuerzo intelectual alguno.

 

Es lamentable que los filósofos no lean a los científicos. Igualmente lamentable es que los científicos no lean a los filósofos. O que, leyéndolos, no entiendan nada. Supongo, por ejemplo, que Dawkins no ha leído a Spinoza. Si lo hubiera hecho, sabría que lo suyo es panteísmo, pero cutre o de Disneyworld. Pueril o facilón. Dawkins es Dawkins porque hace tres siglos Spinoza fue Spinoza, Newton fue Newton o Descartes fue Descartes. Es decir, la ciencia moderna no es sin por qué: fue fundada por metafísicos, no por cantamañanas. Precisamente de aquella metafísica (léanse los Discorsi de Galileo o los Principia de Newton) surge la ciencia moderna, la mente científica, el discurso de la verdad… física.

 

El ateísmo de Dawkins es producto de su militancia proevolucionista y antinegacionista. Los defensores del “diseño inteligente” son sus víctimas, pobres soñadores del paraíso perdido. Pero el evolucionismo es a la ciencia moderna lo que la química fue en el siglo XVII a la física. La pariente pobre entremezclada de confusas supersticiones, carente de método y estructura, incapacitada para las ecuaciones áureas. A Spinoza no le hubiera importado descender del mono: también para los monos es sagrado el orden cósmico. El dios de Spinoza era, en realidad, la inteligencia. No la suya, ni la de la especie, sino más bien el nous absoluto, el orden asombrosamente racional del cosmos.

 

Evidentemente, Dawkins tampoco ha leído a Hegel. Puestos a refundar el ateísmo, nada como frecuentar —como diría Borges— la Fenomenología del Espíritu. “Dios ha muerto” es frase de Hegel: el cristianismo es la religión consumada porque Dios se hace finito, muere y resucita en forma de espíritu, es decir, de razón humana. Las ciencias de la naturaleza, bien es verdad, le interesaban poco porque no le interesaba su objeto. La naturaleza se deja conocer demasiado bien: como diría Dawkins, la resolución de sus misterios es sólo cuestión de tiempo. Mucho más misteriosa es la naturaleza humana, la “segunda naturaleza” de los sofistas, la sociedad humana. Hegel fue el último que se atrevió con el enigma de los enigmas: nosotros. También habría aceptado que descendemos del mono. Lo importante —habría dicho— no es el mono, sino lo que hace el mono, su praxis. El mono es relativo; la praxis es absoluta. El mono Hölderlin dedicó treinta años de su vida a mirar desde la ventana de su habitación cómo nadaban los patos en el Neckar. Los Himnos de Tubinga, en cambio, son praxis sagrada, sobrehumana. Los dioses de Hölderlin existen porque sus versos lo atestiguan. Como escribió Cioran, Dios debe existir porque Bach creía en él.

 

Qué época tan estúpida…

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