Trasversal en relación a nuestra sacrosanta «transversalidad», el corto de Boris Kozlov es, de una manera algo perversa, espectacular. No sería extraño que acabase triunfando. Con la disculpa de la placa de aluminio que C. Sagan consiguió poner en órbita, se trata de un irreverente trabajo audiovisual sobre nuestra histeria en torno a la multiplicidad. El motivo de fondo de Kozlov podría ser esta droga obligatoria del reemplazo perpetuo, del deslizamiento sin fin, de la pluralidad infinita cuya meta es, en última instancia, la huida espacial, la pantalla «en nieve» de una vida extraterrestre.
Al menos implícitamente, se puede deducir de aquí que la propia campaña espacial, esta persistente vocación galáctica de la modernidad tardía, resulta de nuestra huida hacia adelante, de una velocidad de escape que no quiere saber nada de arraigo en el atraso de las sombras. En este punto, aunque no sea exactamente la intención del autor, The postmodern Pioneer plaque conecta con las ironías que cierta crítica contemporánea (de Deleuze a Badiou, de Agamben a Tiqqun) ha realizado sobre el nihilismo de la indiferencia como cara oculta de nuestra pasión por la diversidad.
El vídeo de Kozlov es cruel, pero conectado con cierta ternura hacia la estupidez de la especie. Rápido, pero (hasta en la cadencia del inglés que usa) con un pautado rumor de fondo. Trepidante y multitudinario, pero lleno de rostros reconocibles, a veces deformados ligeramente hacia la caricatura. Muy actual, pero punteado poéticamente con una inteligencia atávica. Con unas indirectas alusiones a algo misterioso y ancestral, ese oblicuo punctumde Barthes, The postmodern Pioneer plaquefunciona muy bien incluso en su banda sonora, mezclando palabras y notas musicales, timbre telefónico y quejas humanas.
Sin violentar mucho la carga explícita de estos 8 minutos de Kozlov, se podrían insinuar tres reflexiones en paralelo. Una es que para nosotros no existe ya la condición humana, una comunidad mortal anterior al reconocimiento histórico. Ya no queda tierra, pues las marcas lo ocupan todo. De ahí nuestra histeria con la identidad: sexual, nacional, étnica, social, corporal… La identificación, lanzada a la carrera, es todo lo que tenemos para tapar el silencio de una tierra que hemos vaciado bajo nuestros pies. El estrés de la identidad, incluso extraterrestre, nos protege del vacío existencial.
Otra es que el culto a las minorías, nuestra universal voluntad de discriminación positiva, se insinúa como una tapadera perfecta para ocultar la ignorancia «global» de lo común. En otras palabras, para ocultar nuestro maltrato democrático de la mayoría, sometida a la servidumbre voluntaria de un masivo arresto domiciliario; una aislamiento feroz que las nuevas tecnologías apuntalan con sus conexiones virtuales.
Finalmente, se podría deducir del cortometraje de Kozlov una especie de mundial orden de alejamiento de toda cercanía, sea con la tierra o con los hombres. Una orden doblemente eficaz por el hecho de que jamás se hará explícita. La «aventura espacial», iniciada ya hace mucho tiempo y personalizada ahora de modo «low cost» en las redes, sería una expresión externa del desprecio neo-puritano por la carne de la tierra y de los cuerpos. El fin de la historia, reforzado con el mandato digital, es la personalización de masas que mantiene la gran ilusión de que Nosotros seguimos siendo los elegidos que se elevan.
Perdonen todas estas paranoias añadidas a un precioso trabajo fílmico que funciona por sí sólo. Lo cierto es que, bajo la panorámica de Kozlov, cierta humanidad parece encastillada en la estrategia de las identificaciones, con su interminable panel de alternativas. Como si estuviera prohibido tener alma y el fin de la duda fuera el gran servicio que sirve la marca global. Quiero decir que estaría servido el fin de la percepción libre y de cualquier comunismo existencial. Bajo todo este complot contra lo real, sin embargo, persiste la vieja esperanza de que sea el mundo mismo el que se opone a la mundialización, aunque sea con un rumor inconsciente.