Cuando ella me dice que vamos junto a los sirios en cierto modo me pongo a temblar. Los sirios… así, en general, como si fueran el hombre del saco que se come a los inocentes niños por la noche. Solo pronunciar su nombre produce el mismo pavor que debieron sentir muchos en el Líbano cuando el ejército de Siria se instaló en el país del cedro en 1976 en pleno inicio de su “tutelada” guerra civil.
Me quito el pijama a regañadientes, por obligación y más que nada para no contradecir la fama de mujer elegante que me precede. Mi cicerone en el submundo de los sirios es también siria, juguetona y sin nada mejor en lo que ocuparse que una buena causa humanitaria que dé un poco de sentido a la vida cuando no a la entrepierna.
La actuación tiene lugar en el último y cochambroso piso de un barrio cristiano pobre de Beirut. El salón constituye el sueño de cualquier solitario en busca de un poco de paz interior: 8 hombres, 2 mujeres, un husky siberiano y un pastor alemán con sobrepeso se reparten el espacio comprendido entre los sofás y colchones esparcidos por el suelo. Amablemente se presentan dando la mano, no falta por supuesto la europeíta, en este caso francesa, que quiere vivir la experiencia completa del paquete “enamórese de un refugiado”: amor, exotismo, cansancio, pulgas, cero glamour, chanclas polvorientas, nada de dinero, patada en el culo al desharrapado sin pasaporte y vuelta a Europa encomendándose a San Schengen de todos los Santos.
La práctica ausencia de alguien que hable un idioma comprensible para mí me permite observarlos a todos con calma, tumbados a la bartola en los colchones y alfombras como en un fumadero de opio del siglo XIX. Por puro instinto de supervivencia me abstengo de pedir que me expliquen en qué consiste una revolución. La mayoría de los presentes procede del mundo artístico de Damasco, no supera los 35 años, nunca deseó venir al Líbano y detesta profundamente a Bashar al Assad. Las botellas de arak y whisky corren por doquier mientras reprimo mis ganas de exigir el carnet con la afiliación religiosa de todo dios y empezar a llamar a capítulo a los infieles. Mi desconcierto es tal que de jugar al quién es quién no me cabe la menor duda de que en la habitación alguien sería el traficante de jaco….
La anfitriona, enfundada en una impecable chaqueta de Dolce&Gabanna, no solo se ha encargado de traer más alcohol y galletas a los hambrientos revolucionarios sirios sino que también le dedica su generoso y exuberante escote a un tipejo empeñado en controlar el cotarro, con aspecto de manipulador y que sorprendentemente resulta ser periodista. Se lanzan famélicos sobre una fuente de fattush o ensalada que ella ha preparado, él único gordo allí es el perro, ríen animados, suena una música tradicional cantada en árabe, tararean las canciones a coro, las bailan incluso, reparten un poco de chocolate entre las chicas, entregan con hospitalidad todo lo que hay sobre la mesa y en la inmunda cocina, preguntan si conozco su país, el pastor alemán retoza alegre sobre los colchones agitando el rabo, es el perfecto The Syrian Show que solo se ve drásticamente interrumpido en el momento en el que mi amiga, haciéndome el favor de su vida, señala que aunque a primera vista yo sea una inútil que en 3 años no ha aprendido nada de árabe si habla, en cambio, un poco de ruso.
La música se detiene, el mundo ha dejado de girar en armonía, Bashar hasta resulta más orejudo que nunca ese sábado por la noche. Diez pares de ojos me miran expectantes esperando una aclaración antes de ajusticiarme de una viga. Alguien rastrea mis antecedentes sanguíneos hasta mi tatarabuelo, aparto como si no fuera conmigo la botella de Russian Standard de mi lado y pienso que debo deshacerme ya de las fotos de Putin cazando con el torso desnudo que guardo en la cartera.
La madrugada llega lentamente, se prolonga incluso más de lo necesario para seguir conservando la ignorancia. Con el paso de las horas sé cuál es su ciudad de origen, la facultad en la que estudiaron, cómo huyeron para no luchar, quiénes son las familias que dejaron atrás, cómo intentan sobrevivir en el prohibitivo Beirut… y los miro una segunda vez. Oigo las letras de unas canciones con las que yo no crecí, su melancólica melodía que los une de una forma tan extraña para mí, su idioma con sus sonidos ajenos, contemplo su deseo de reunirse y compartir historias, las historias que nunca escuché, los poemas que nunca leí, los paisajes que no me criaron… y siento que solo dominada por una estúpida vanidad podría contar algo sobre su mundo.